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CAPÍTULO 6 El Topo Gigio y la paja de la quietud



Al pelotudo le suelen quedar pelotudeces dando vueltas en esa cabecita de pelotudo que tiene. Y se obsesiona. Se pone piñón fijo. Una de sus obsesiones de estos tiempos es la quietud o, más bien, la sensación de quietud que experimenta, por ejemplo –aunque no sólo- cuando espera el micro y durante la hora y pico que dura el viaje en micro a Buenos Aires –el pelotudo ha hecho un tango de ese faquin viaje diario a Buenos Aires.

- ¿Uno se mueve cuando va quieto arriba del micro?- le preguntó a un pelotudo amigo.

- ¿¿Lo qué??- respondió/preguntó el otro (otro pelotudo).

- Digo, un suponer: si vas durmiendo en el bondi, o sea que vas quietito quietito, ¿estás quieto o igual, aunque estés quieto, estás en movimiento porque el micro se está moviendo?

- ¡Qué sé yo, pelotudo! ¡Mirá la pelotudez que me preguntás! ¿Vos sos pelotudo autodidacta o tomaste algún curso para pelotudo?

- Dale, pelotudo. Esa una duda que me está matando. 

- A ver… supongo que estás quieto, pero también estás en movimiento.

- No me ayudás.

- Bueh, es que es así. Viene a ser como que te movés pero no por las tuyas. Como que externo a vos te mueve, como que te movés porque te mueven.

- Suena fuerte.

- Sos muy pelotudo.

- O sea que yo vendría a ser como el Topo Gigio.

- Claaaaaaaro. Te mueven.

- Suena fuerte.

- Sí, pero es así: te mueven. 

- Al Topo Gigio no se sabía quién lo movía. ¿Era Gachi Ferrari? 

- No, pelotudo. Ésa estaba con Petete.

- Mareco, entonces. Era Pinocho Mareco- dijo el pelotudo golpeando la mesa y soltando una sonora carcajada.

- ¿De qué te reís, pelotudo? 

- Es muy gracioso que Pinocho se mueva al Topo Gigio… qué muñecos hijos de puta…

Obviamente, la explicación del pelotudo amigo -otro pelotudo regular, sin señas particulares distintivas, un pelotudo clásico, un típico pelotudo- no le alcanzó. Y el pelotudo investigó –gugleó, en español moderno. Quería saber si cuando estaba quieto adentro del micro en movimiento (en su caso, de dos a tres horas por día hábil, o sea de 10 a 15 horas semanales y más o menos entre 40 y 60 horas por mes, lo que no le parecía poco) estaba efectivamente quieto o no, o se movía. Porque lo que lo mata a él es la quietud, esa sensación opresiva de reposo en medio del tembladeral que es la vida cotidiana en las grandes ciudades.

La investigación –Google- lo llevó hasta Newton, un pelotudo brillante que entre los siglos XVII y XVIII dedicó su vida a descubrir y explicar pelotudeces que estaban a la vista de todos los pelotudos de este planeta, aunque ninguno reparaba en ellas porque eran tan de todos los días que no daba. Un suponer: el tipo descubrió y explicó por qué si tenés una manzana en la mano y la soltás, la manzana se cae al piso. Y por qué si estás del lado del mundo que está para abajo, la manzana igual se va al piso, y no se va para arriba. El tema es que nunca estamos cabeza arriba ni cabeza abajo porque no existe arriba y abajo. En realidad, la posta es que la manzana se va al piso porque el piso es como un imán. Bah, podemos ponernos patas para arriba, es decir con la cabeza contra el piso. Pero si estamos parados con los pies sobre la Tierra -acá tierra puede ponerse tierra o Tierra, que no es exactamente lo mismo pero en este caso es indistinto- no es que estamos cabeza arriba o cabeza abajo según cómo vaya dando vueltas el mundo. A ver, ponele: como lo que te atrae es siempre la Tierra –con mayúscula, en este caso, porque se trata del planeta, del mundo, no de la tierrita, del humus, digamos-, nunca te va a parecer que estás al revés y que se te sube la sangre a la cabeza a menos que hagas la vertical. Porque, para que estando con los pies sobre la Tierra –dicho esto en sentido literal, no para significar que no sos un colgado, un tiro al aire, un volado- no sientas que se te va la sangre a la cabeza, debería haber otro planeta muy grande y muy cerca de la Tierra que te chupara con su gravedad (o algo así), porque de eso se trata: de la gravedad. (Guarda: no de la gravedad en el sentido de algo serio, enorme, excesivo o importante, sino en referencia a esta fuerza que la Tierra ejerce sobre los cuerpos chupándolos hacia su centro -el centro de la Tierra, no de los cuerpos. Igual hay una conexión entre las dos gravedades, porque una cosa grave es una cosa importante, seria, porque tiene peso, y una cosa grávida es grávida porque, justamente, tiene peso… es una cosa chupable por la Tierra hacia su centro, o sea que la Tierra nota que se trata de algo que da para ser chupado, que tiene su entidad, es decir que es un ente y tiene su ser: es algo que es. Y una mujer en estado de gravidez es una mujer embarazada, y ¿qué cosa más importante que el embarazo? Porque el embarazo asegura la continuación de la especie y “te cambia la vida para siempre” –siempre y cuando el embarazo termine en nacimiento, aunque si no también, porque un embarazo frustrado es un garrón que te queda como una marca para siempre, dicen- y te permite trascender para no ser un pelotudo tan finito –como plantar un árbol o escribir un libro. Y la mujer embarazada es grávida porque es pesada con ese bombo que porta, la pobre, y es grávida también porque es algo que está “cargado, abundante, lleno” –de ahí la expresión popular que tan bien vociferó el Beto Brandoni en la película de Alejandro Doria Cien veces no debo: “¡Le llenaron la cocina de humo!”, o su versión más realista: “Le llenaron la panza de huesos”)

Este tal Newton inventó las leyes del movimiento y la que necesitaba el pelotudo para entender lo del micro: la inercia. El pelotudo leyó que si un cuerpo está en movimiento, tiende a seguir en movimiento, y que, por el contrario, si un cuerpo está en reposo, o sea quieto, inmóvil, tiende a quedarse así –cuando el auto arranca, como que nos vamos para atrás, porque nos aquerenciamos con la quietud, nos aferramos a la inmovilidad y como que nos tira quedarnos donde estábamos, y al revés, cuando el auto frena de golpe, como que nos vamos de cabeza para adelante, como que hociqueamos, porque es como que queremos seguir moviéndonos.

Después de mucho rascarse la cabeza, el pelotudo –que tarda en entender porque es un pelotudo- cayó. Por eso da tanta paja levantarse a mear o a buscarse una cerveza a la heladera después de un rato largo echado en el sillón viendo la tele. Por eso sus amigotes –una manga de pelotudos- se pelean por no ir a abrirle la puerta al de la pizza y terminan tirando una moneda o haciendo bollitos de papel o cortando mondadientes de distintos largores para sortear quién va cuando están todos echados mirando el partido. 

Cuando estás quieto, querés seguir quieto, pensó el pelotudo, y fue como un rayo de luz que lo iluminó, y se sintió un iluminado, el pelotudo. La quietud te entumece, te adormece, te achancha, te apoltrona, te quita flexibilidad en los tendones y los músculos, te pone morosos los reflejos, te atrofia la vitalidad te atrofia -se cebó el pelotudo con su auto-revelación.

Al pelotudo no solamente le viene esa sensación de quietud mientras espera el micro o mientras viaja en micro –aunque en realidad su cuerpo quieto se esté moviendo o algo lo esté moviendo, como el motor del micro o el colectivero, probabilidad, esta última, que le produce un escalofrío. También se siente así cuando hace colas –colas de banco, esas colas. Pero el otro día hizo una en una empresa de servicios, donde fue a pagar una factura, y se sintió culpable de sentirse quieto porque sintió que su quietud era una pelotudez, un poroto al lado de otras. Que no tenía derecho a quejarse de esas quietudes pelotudas de la parada del micro o de la cola del banco. O sí, pensó también, que cada persona es un mundo, como dice el aviso de Personal, y que cada uno tiene sus quietudes, mierda carajo. ¿Qué? ¿Mis quietudes, mis sensaciones de quietud no valen?, se envalentonó.

Mientras hacía la cola para pagar la factura, mientras hacía la cola -no podía evitar esta idea que lo mataba- otros seguro que tomaban el desayuno, diseñaban un puente, lijaban una mesa, amamantaban a un niño, manejaban un taxi, cogían, meaban, corrían en la rambla, cavaban una zanja en la rambla para enterrar un caño de agua, le pegaban a alguien, cambiaban un cuerito o jodían sigilosamente a miles de pelotudos con una gran estafa. Pero en ese momento, mientras hacía la cola, reparó –una vez más, como tantas otras veces- en la mujer que atendía una de las tres cajas. Y lo sobrecogió la sospecha de que la mujer había estado siempre ahí -toda su vida, toda la vida de ella y toda la vida de él, ¡toda la maldita historia de la Humanidad!

El pelotudo había visto crecer a esa mujer, que empezó siendo una mina y ya era una señora en tránsito a ser una vieja. La había visto envejecer. Había visto cómo las nieves del tiempo platearon su sien. Había visto, sí, cómo su cabello se había ido encaneciendo debajo de tinturas hechas en casa –ahora, una franja blanca, unas raíces blancas precedían al caoba vencido que iba cediendo terreno en esa cabeza mal atendida. Había visto cómo su piel había ido perdiendo tersura y tensión y se había ido relajando, estirando y manchando –las bolsas de sus ojos eran ahora como enormes lágrimas y sus tetas… bueno, sus tetas eran entonces el muro de los lamentos. Había visto cómo esa mujer, que alguna vez supo atender de parada pero ya hacía tiempo que no levantaba el culo de su silla, se había ido marchitando, de a poco, lentamente, sin prisa pero sin pausa, en una letanía infinita. 

El pelotudo había visto a esa mujer envejecer y aumentar –o sea, envejecer y al mismo tiempo engordar, o envejecer engordando. Porque la quietud es como la violencia: la quietud sólo genera más quietud, y la quietud es sedentarismo, que es a la obesidad lo que el ahorro es a la fortuna.

El pelotudo se estremeció cuando lo asaltó otra sospecha: sospechó que ni la mujer ni el hombrecito de anteojos grandes que atendía en la caja de al lado –un tipo chiquito con anteojos muy grandes, que también estaba allí desde el principio de los tiempos- no eran humanos, sino autómatas. Androides como los de las películas, como Terminator: máquinas revestidas en carne, y que por eso se deterioraban por fuera como si envejeciesen. Pensó que incluso hasta era probable que por las noches, cuando la sucursal cerraba, ni siquiera los guardaran en ningún lado. En todo caso, quizá los moviesen para limpiar sus boxes, para barrer el piso. Cada tanto, en los meses de verano, elucubró el pelotudo, la mujer y el hombre de al lado eran reemplazados por otros y los gerentes hacían creer que estaban de vacaciones, pero seguramente en esos días eran sometidos a un servis de mantenimiento anual.

La idea era, a todas luces, una pelotudez. El pelotudo se inclinaba a pensar, más bien, que el problema era la comodidad y la seguridad de la quietud. Que el que se queda tantos años en el mismo lugar prefiere la comodidad y la seguridad de la quietud a los riesgos del movimiento. Que le da paja mover. Que tiene miedo de mover. Quedarse en la vereda propia tiene menos riesgos que cruzar la calle. Reposar es más seguro. Mover genera miedos: a la velocidad, a lo desconocido, a tropezar en el camino y romperse la crisma –crisma era una palabra que usaba mucho su madre y una vez averiguó que en realidad originalmente no es cabeza sino un ungüento oleaginoso que se usa para bautizar- o, incluso, a equivocar el camino y perderse por ahí.

En la esquina de 8 y 47, se acordó el pelotudo, hay un mozo de bigotones que es mozo en esa esquina desde tiempos inmemoriales, con la particularidad de que este buen hombre parecería estar criogenado porque no envejece. El pelotudo se acuerda de que en los albores de los ochentas el tipo servía licuados en Via Láctea. Y que después cambió de trabajo, pero ¡solamente cruzó la calle! ¿O en un intervalo de su estancia en 8 y 47 fichó para Don Julio y fue a servir licuados a 6 y 49? Bueno, la cosa es que hace bocha que es mozo del boliche La Esquina, que está, vaya casualidad, en una esquina –en esa esquina umbilical del centro platense. Una cámara ubicada, un suponer, en el techo de la confitería Monserrat, que hubiera filmado esa esquina sin parar en estos 30 años, habría registrado la omnipresencia del mozo de los bigotones –bigotes y cabellos negros azabache, cara de mejicanote malo, pero buena onda- haciendo eslalom entre las mesas de la vereda, como en patineta, mientras las fachadas iban cambiando sus carteles y sus colores: en cámara rápida, podría haberse advertido cómo Vía Láctea desaparecía para dejar paso a La Veneciana, que de pronto se habría transformado en Mauro Sergio para dar paso después a Matheu Sports -más o menos así había sido la secuencia, aunque seguro algún negocio que funcionó en esa esquina se le debía estar pasando al pelotudo, porque fueron unos cuantos. 

El tiempo, pensó el pelotudo, que alardea con sus pelotudos amigos con que está reflexivo, como que vive “un tiempo de introspección, de mirarse para adentro” porque quiere “encontrarse con el verdadero él” –ha estado viendo al pelotudo de Claudio María Domínguez y se le han pegado algunos tics medio pelotudos- es una cosa tan de cada uno. O sea, no es igual para todos. Para algunos es un flash, una montaña rusa: inasible, frenético y nervioso como el vuelo de un colibrí –y sí, claro, pasa volando. Para otros, en cambio, el tiempo es una película iraní, un engrudo pegajoso, una máquina mal lubricada que se engrana… una rueda cuadrada. 

- No sé, cada uno hace de su pito un culo- pensó en voz alta frente a su amigo, el otro pelotudo, que lo miró, rasgó lo’ojo, frunció la ñata, hizo montoncito con los dedos y lo interpeló:

- ¿¿Lo qué??

- Nada, pelotudo. Pelotudeces.

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