30/5/12

Capítulo 14,5 Hasta la garganta (brevísima reflexión de trasnoche)

El pelotudo se apoltronó en el futón que se compró para apoltronarse dispuesto a disfrutar de dos horas de sana parálisis cerebral, de 120 minutos de irreflexión que lo mantuviera a salvo de sus desvaríos inconducentes y de su conciencia de clase. O sea: el pelotudo se aprestaba a olvidarse por un buen rato de que es un pelotudo. Pero a medida que progresaba la segunda semifinal de la conferencia oeste de la NBA, en lugar de dejarse llevar por el soberbio espectáculo de destreza y eficacia del base de San Antonio, el francés Tony Parker (el que se macheteaba a la breve pero poderosa ama de casa desesperada), fue juntando bronca como Pink Floyd, la vista fija en el televisor, con una barrita de chocolate Águila derritiéndose entre sus dedos y chorreando el dulce de leche que le había puesto encima -al pibe de The Wall se le consumía un pucho entre los dedos, pero el pelotudo, se sabe, sólo es adicto al chocolate Águila- y casi termina cagando a patadas el televisor al grito de ¡¡Yanquis gou jome, putos!! Es que el pelotudo se indignó con preguntas que lo azuzaban como el aire del fuelle que aviva el fuego para el asado: ¿Por qué los relatores de basque ahora hablan como Flor Meléndez (N del A: entrenador boricua de destacada trayectoria en Argentina)? ¿Por qué dicen canasto en vez de aro? ¿Por qué dicen juego en vez de partido? ¿Por qué dicen banca en vez de banco? ¿Por qué el pelotudo de Leo Montero dice ies! en vez de ¡Sí!? ¿Por qué dice yisus craist! en vez de ¡Por Dios! o ¡Maaaamita querida! o ¡Maaamamdera! o ¡Mierda lo parió!? Como siempre, el pelotudo, como es un pelotudo, tardó en caer, pero cayó. ¡La penetración!, se iluminó. Y desarrolló la idea para sus adentros: En un deporte en el que la penetración de la defensa es clave para el éxito, nos han penetrado hasta la garganta, y hemos aceptado gozosamente la penetración a pesar de haber sido involuntaria, a pesar de que, como dijo el filósofo de la peluca descontrolada, un dedo en el culo deseado es una fiesta, pero un dedo en el culo no querido es una injuria.

29/5/12

CAPÍTULO 14 Pelotudo Las Pelotas


Y una noche… el pelotudo se rebeló. Se rebeló de su condición de pelotudo. O, por lo menos, se desentendió de su pelotudez, la negó. Se declaró un no pelotudo. Y quedó como un pelotudo.

Fue a ver a Las Pelotas y encontró allí, en la pista de La Trastienda de La Plata –la réplica platense del famoso café concert de San Telmo, tan cul como su dueño, el afrancesado Pelado Telerman-, una oportunidad para exorcizarse, para tratar de sacarse el pelotudo de adentro.

Acaso embriagado por el vaho alucinógeno del humo de porro que endulzaba el ambiente, al pelotudo se le ocurrió que él no era un pelotudo, sino que alojaba uno en su cuerpo –que era, entonces, un cuerpo tomado. Que tenía como huésped a un pelotudo que no era él. Uno que lo dominaba desde adentro. Como el malvado Lucifer a la pequeña Linda Blair en el clásico de William Friedkin, un pelotudo le había okupado mente y alma. Lo había intrusado, digamos. Y lo había convertido en un pelotudo muy real, por cierto. Así, el pelotudo convirtió al pelotudo en otro, distinto a él, lo que le permitiría desmarcarse del pelotudo y exculparse.

El pelotudo vio la luz cuando la hinchada –se sabe: algunas bandas de rock tienen hinchada, con cantitos de cancha y trapos y todo- cantó teque teque toca toca / esta hinchada está re loca / somos todos peloteros / Divididos Las Pelotas (el verso final alude a la rivalidad histórica entre las dos formaciones salidas de Sumo).

En esa estrofa, el pelotudo encontró su grito libertario, su camino a la redención. Así como hay ricoteros y piojosos, los fans de Las Pelotas son peloteros, pero el pelotudo decidió reversionar la canción para convertirla casi en un manifiesto. Y cantó: teque teque toca toca / esta hinchada está re loca / somos todos peloteros / ¡pelotudo las pelotas!

Y cantó y cantó y cantó. Cantó confundido en el pogo pelotero, un rito de torsos desnudos y transpirados, cebados por la versión frenética de Shine (y ahora estás pintando / toda tu cara para cambiar, cantaba el cantante y el pelotudo alucinaba que le cantaba a él, que el cantante había notado la transformación que progresaba en el pelotudo y cantaba para él). Y cantó saltando sin parar, como el pelotudo de King África. Y cantó también cuando todos cantaron otra cosa y cantó cuando el show terminó y todos se fueron y él siguió cantando y saltando, cantando y saltando como un pelotudo fuera de sí, hasta que dos muchachones lo tomaron amablemente de las axilas y lo llevaron hasta la puerta con las patitas como pedaleando en el aire y lo arrojaron a la vereda cual bolsa de basura y lo vieron cómo se incorporaba y se alejaba saltando y cantando, con la yugular como una morcilla y lo’ojo saliéndose de sus órbitas, sacudiendo convulsivamente sus brazos como si tratara de lanzarles telarañas a los muchachones, gritándoles, como el Coco Basile invitando a pelear a los hinchas que lo puteaban: ¡¡Pelotudo las pelotas!! ¡¡Pelotudo las pelotas!! ¡¡Pelotudo las pelotas!!

Media hora después, sentado solo en un banco en la ciudad, como Carito, refugiado en la oscuridad piadosa de la noche, el pelotudo recobró la conciencia y descartó amargamente la hipótesis del pelotudo invasor que lo colonizaba desde adentro como una maligna metástasis cancerígena. El pelotudo era él, aceptó, y se fue solo cantando bajito una de Divididos, que al cabo le gusta más que Las Pelotas, y se sintió otra vez –una vez más- un pelotudo importante.

23/5/12

CAPÍTULO 12 Híper conectados (o híper pelotudos)



Sin darse cuenta casi, el pelotudo se híper conectó. Con dilei –porque es un pelotudo con tecno-dilei, o sea un pelotudo que se resiste a las novedades tecnológicas con cara de pelotudo retro que anda diciendo qué pelotudez andar enchufado a todos esos aparatitos que te deshumanizan-, el pelotudo terminó siendo un pelotudo híper conectado que andaba todo el día entrando y saliendo frenéticamente del mundo real por obra y gracia de todas las mierdas que confluyen en su faquin blacberri, el invento más diabólico de la posmodernidad.

El pelotudo terminó rehén del maldito aparato ése y sus dos chats, sus dos casillas de correo, sus mensajes de texto, el tuiter y el feisbuc. Ya le dolía el cogote de tanto mirar para abajo y le estaban saliendo callos arriba de las orejas de tanto ponerse y sacarse los anteojos. Porque el pelotudo no ve de cerca y usa anteojos de leer, lo cual resulta ser un contratiempo fatal porque le impide leer lo que sale en la blacberri sin ponerse los anteojos. Entonces el pelotudo parece Mariano Grondona, o el licenciado Gambeta –recuérdese la sátira de Mariano Grondona que hacía Andrés Redondo, el de Veladas Paquetas, en Hiperhumor o Telecataplum o alguno de los ciclos de la entrañable trup de uruguayos que también integraban Espalter, Almada, Dángelo, Carámbula y alguno más que al pelotudo se le pianta de la memoria.

Al pelotudo le entra un mail, se pone los anteojos, lo lee y se los saca.

Al pelotudo le entra un mensaje de texto, se pone los anteojos, lo lee, por ahí lo contesta y se vuelve a sacar los muy putos anteojos.

A los 30 segundos le entra la respuesta a su respuesta al pinche mensaje de texto, vuelve a ponerse los anteojos, lo lee, quizá lo contesta y se vuelve a sacar los chingados anteojos.

Al pelotudo le habla alguien por el faquin chat o por el maldito mésenyer, se pone los recalcadísimos anteojos y chatea, pero, como no puede controlar al otro –dat is de point-, al que chatea con él, por ahí cree que cerró la conversación y se saca las reputísimas gafas, pero el otro le sigue hablando y se las tiene que volver a poner y así infinitas veces –el pelotudo se agarra unas calenturas machazas cuando ya se sacó los puñeteros anteojos de mierda y le vuelve a sonar el mal parido aparatito hijo de puta y se vuelve a poner los anteojos y el otro lo único que dice es… ok.

Hinchado los huevos, con los nervios como un capullo de fideos cabellos de ángel -crudos, duritos, como una esponjita de virulana-, el pelotudo es presa de una creciente y precoz fobia social: le rompe las pelotas que lo interrumpan cuando lee, cuando escribe, cuando trabaja, cuando mira una película arrancándose cueritos de las patas… lo ponen patilludo los tipos que gustan de la conversación escrita con los pulgares sobre unos botoncitos de mierda y son capaces de enredarse en interminables disquisiciones sobre los nuevos desafíos de las economías emergentes en tiempos de crisis global y la oportunidad de los países periféricos frente a la crisis de las potencias tradicionales de occidente y, sobre todo, de los productores de alimentos en virtud de la creciente demanda de los BRICs.

El pelotudo siente que no controla la comunicación con su entorno y que su entorno lo persigue, lo acosa, lo invade, se le mete, lo penetra… casi que se lo empoma, digamos.

El pelotudo decidió, entonces, desandar el camino de la híper conectividad, escaparse, fugar, salirse un poco del laberinto. Silbando bajito, con su mejor cara de pelotudo, sin hacer aspavientos, sin cargarle a esto ningún tono épico, sin hacer de su empresa una causa neojipi, sin disfrazarse de salmón, empezó a desconectarse, a descolgarse, a desenchufarse, a cortar, de a uno, con paciencia oriental, los hilos de la red en la que, como buen pelotudo que es, había quedado atrapado.

Tomó, primero, algunas medidas de bajo perfil, sutiles. No abre el mésenyer en la blacberri y cuando trabaja en su notbuc se pone en estado ausente. De esa manera cree que está excusado de atender cuando alguien, a pesar de la aclaración –le queda una marquita naranja cuando está ausente-, le habla igual. Cree que, de esa manera, puede aprovechar las ventajas de la herramienta sin sufrir sus efectos no deseados. Pero con el chat de la blacberri hizo cirugía mayor. Tomó en este caso una medida drástica. Hizo una masacre virtual. De un saque, eliminó a todos sus contactos. Chau. A la mierda. ¡Sácate! De una. ¡San se acabó! (No hay consenso entre los estudiosos sobre el origen de esta expresión ni sobre cómo se escribe, porque hay quienes lo ponen todo junto: sanseacabó).

Resultado: la hecatombe, un escándalo.

No fueron muchos los ofendidos, pero los que se declararon asaltados en su buena fe le imputaron un concurso de faltas morales que lo convirtieron en irrespetuoso, desconsiderado, maleducado, grosero, impiadoso y otras cuantas enormidades del estilo. Y alguno al que le explicó que no era nada personal le pidió mil perdones por el exabrupto y le dijo que era un genio y esas otras desmesuras.

Hay gente que hace un tango de todas las cosas. Es gente que tiene la emoción fácil, que ama y odia con sorprendente facilidad. Que ama un día, de repente, y odia al otro, también de repente. ¿Cómo hacen estos campeones de la sensibilidad para amar tan rápido y para odiar con la misma soltura? ¿No son, el amor y el odio, sentimientos que requieren cierto tiempo de cocción, cierto estacionamiento, como los quesos, o cierta maduración, como las frutas, o cierto vaya a saber qué carajo, como los vinos o los uisquis? ¿Se puede construir un amor –fraternal, filial o del tipo que fuere- en un día? ¿Estos eyaculadores precoces de sentimientos aman y odian de verdad o se dejan llevar por pasiones efímeras, calenturas, emociones violentas? ¿Y por qué, encima, te cuentan sus picos emocionales, te relatan el devenir de su inestabilidad emotiva en tiempo real y en tono de telenovela?

Al pelotudo lo sacan un poco estos comentaristas de emociones. Son comentaristas de sus emociones contradictorias, atizadas por ráfagas de fiebre. Padecen convulsiones emocionales y verborragia melodramática. Son manifestantes compulsivos de sentimientos súbitos. Si hoy me amás de repente –pide el pelotudo- tomate tu tiempo para chequearlo antes de decírmelo. Y si al otro día ves que te parezco un idiota –reclama- primero date cuenta de que el amor incondicional que sentías por mí estaba un poquito flojo de papeles y, segundo, dudá del odio ése que ahora te estremece las entrañas y no me lo manifiestes, por las dudas, hasta por lo menos el día siguiente, porque no es descabellado suponer que ese sentimiento profundo de desprecio se va a disipar también, como la bruma de la mañana o, ponele, como un pedo en una canasta.


* * * 


CAPÍTULO 13 Un camino de ida (híper conectados II)


El pelotudo se dio cuenta –tarde, porque es un pelotudo- de que la híper conexión electrónica (su nueva obsesión, ahora que se le pasó un poco el trauma de la quietud en la parada del bondi) es una autopista de un solo sentido: te lleva como tiro, a toda velocidad, y no tiene retorno, no te da opciones para volver. Apenas te deja salir cada tanto, pero la salida es una trampa: un rulo que te vuelve a meter en esa cinta transportadora que te lleva –junto a un tropel de pelotudos- casi sin demandarte esfuerzo alguno, como si fueras a mil por hora pero quieto –uh, la puta quietud en movimiento, otra vez.

La híper conexión, dice el pelotudo –se dice, porque habla solo el muy pelotudo- es como una escalera mecánica: das el primer pasito y, una vez que te montaste sobre el primer escalón, fuiste, subís o bajás solito, y recular es como recular en chancletas: casi una misión imposible –y más si la escalera está llena de otros pelotudos que suben o bajan.

Para desandar el camino de la híper conexión, el pelotudo híper conectado arrepentido sólo tiene dos opciones: la banquina y el pasto y, obvio, a contramano. Las dos alternativas lo colocan en una marginalidad ominosa y vergonzante, afuera de la ley, en el rol de un maldito desubicado que será señalado con el dedo acusador de la multitud de pelotudos que le hará ver, a coro, que el pelotudo medio no va a contramano –que es un pelotudo precisamente porque va para el mismo lado que todos.

El pelotudo advirtió que había ido demasiado lejos por esa autopista frenética una vez que estuvo hasta las pelotas de conectividad: mésenyer, chat de la blacberri, dos casillas de correo, mensajes de texto, chat de feisbuc y tuiter. Fue una noche, en la soledad de su habitación, cuando, bañado en sudor frío, con la boca pastosa y un temblequeo nervioso de su dedo pulgar derecho –si fuera una peli, la escena arrancaría con un primerísimo plano de sus ojos inyectados en sangre y se retiraría abruptamente, como en un brusco zoom al revés, hasta mostrarlo muy chiquito, sentado en su cama rodeado por la inmensidad de una habitación que se agranda y al mismo tiempo lo empequeñece a él hasta convertirlo en una suerte de Nelson, el hombre rata de Susana Gímenez-, notó que había perdido el control de sus relaciones sociales y que, por el contrario, sus relaciones sociales estaban controlándolo a él. O sea: su dinámica de relacionamiento cotidiano con el entorno social no nacía de decisiones soberanas de su voluntad –que había sido como colonizada, podría decirse.

Es que, según se figuró el pelotudo -en una asociación metafórica que le llenó el pecho de orgullo intelectual-, vivir con todos los canales electrónicos de conexión abiertos es como vivir con la puerta de la casa abierta y que todo el tiempo le caigan visitas sin avisarle ni tocar timbre ni nada. O como convivir con un montón de gente que no ha elegido para convivir sino para tratar eventualmente, cada tanto, de vez en cuando. Y nadie quiere que le caigan visitas todo el tiempo sin avisar y menos convivir con gente que no ha elegido para eso porque todo pelotudo pretende ejercer el derecho de administrar su vida social, la potestad de elegir los momentos en que se relaciona con el entorno para no tener que estar siempre presentable y poder, en cambio, disfrutar, un suponer, de una buena yoguineta vieja, de ésas que tienen el elástico medio vencido y se te caen como calzón de puta y te dejan media raya del culo a la vista, a lo plomero, combinada con las medias Pingüi con agujeros en los dedos gordos –ésas que aprendieron a caminar solas en los noventas y, justamente por esa habilidad casi humana, han logrado evadir los embates de tu mujer, que te las quiere tirar a la mierda desde hace 18 años- y las adilets –esas ojotas Adidas con la tira ancha, azules y blancas- como las que usaba el Mencho Medina Bello en las concentraciones de River en la temporada 86/87.

Porque, además, el pelotudo ha advertido que el conversador de chat –en cualquiera de sus múltiples versiones-, además de haber incorporado el gusto por las charlas interminables escritas con los pulgares, se ha puesto últimamente muy prepotente –un pelotudo imperativo, digamos. El tipo que te habla por el chat supone que lo asiste el derecho a captar tu atención ya. Ahora. Y no espera. No acepta dilaciones. O sea, si te hablan tenés que interrumpir todo (un laburo, una película, una lectura, una charla con tu jefe cuando estás por arrancarle el aumento que el faquin explotador te viene negando desde hace 36 años, una entrevista de trabajo, una consulta con el dentista que te está metiendo el puto torno hasta la garganta y querés que termine lo antes posible, el muy hijo de puta; la siesta de 17 minutos que te reconoce el convenio colectivo de trabajo que un sindicalista corrupto les legó a todos los pelotudos de tu gremio, el picado con los muchachos en el preciso instante en que tu vida está por cambiar para siempre porque estás solo frente al arco con el arquero revolcado a tres metros y vas a dejar de ser el único pelotudo del barrio que jamás hizo un puto gol, y hasta el polvo salvaje que te estás echando en el baño de la empresa con la perra de Compras y Suministros que tiene caliente a todo el edificio y hoy se le ocurrió que sos tan sexi pero sabés, estás convencido de que no va a tardar en darse cuenta de que sos un pelotudo) y contestar ya. ¡¡¡Ya!!! Si no, el chateador impaciente empezará a ametrallarte con reproches tipo Eeeeeyyyy, Euuuu, ¡Contestame!, Dale, puto, dame bolaaaaaa o con una sucesión de hola, hola, hola, hola, hola, hola que te taladra la cabeza porque ahora el chat hace ruiditos como patitos o como sapitos o unos chirridos como de grillos estrangulados. Y cuando le preguntás qué le pasa que está tan loco –porque por ahí te preocupás- te dice nada, quería saludarte, y entonces te sentís como el Increíble Hulk, que no sos vos cuando te disgustás.

O sea: todo es urgente, nada puede esperar, lo que resulta una pelotudez que no resiste el menor análisis.

El pelotudo vuelve entonces a la metáfora de las visitas y se imagina a un pelotudo sacado colgado del timbre o cagándole a patadas la puerta de su casa porque demora en salir y ni qué hablar si decide directamente no atender. Y concluye que hay algo mal que no está andando bien en esta comunidad de chateadores sobre-excitados, compulsivos, enfermos de ansiedad.

(El pelotudo ha notado también que hay cada vez más pelotudos híper conectados que caminan por la calle enchufados: con los auriculares metidos en las orejas para ir hablando por teléfono sin parar, o sea que no sólo llevan consigo aparatos que los mantienen conectados fultaim, sino que eso no les alcanza y van con el teléfono metido en las orejas y no se lo sacan cuando cortan porque ponen música entre conversación telefónica y conversación telefónica).

(El pelotudo, es sabido, está con eso de que no hay que hacer un tango de todas las cosas. Es una frase que le choreó a Rolando Hanglin. O sea: que no hay que volverse loco, y la locura –cree- es el destino inexorable del pelotudo medio híper conectado. Entonces anda en el auto escuchando un disco de Jack Johnson, un pibe que camina la vida en ojotas, con una guitarra criolla colgada en la espalda –quiero tocar la guitarra todo el día y que la gente se enamore de mi voz, le habrá dicho alguna vez a la madre-, surfeando olas en un mar azul como el mar azul y cantando buenas canciones de fogón playero –re pancho, o sea, lo más choto. Y el pelotudo escucha esas canciones y las canta mal y va llevando –mal- el ritmo con los deditos en el volante).

La cosa es que el pelotudo ahí anda ahora, a contramano por el pasto, desandando el camino de la híper conexión bajo una lluvia de insultos propinados por el pelotón de pelotudos que viajan en la dirección correcta y lo ven venir de frente por el pasto y por el parabrisas alcanzan a reconocer a un pelotudo medio –lo reconocen por la cara de pelotudo- y entonces le imputan deshonestidad intelectual, ponele, y con ademanes ampulosos cargados de furia y acusaciones de traición lo intiman a retomar el camino en el sentido que marcan las flechas.

¡¿Eliminar a todos los contactos del chat de la blacberri?! ¡Habrase visto! Los reproches suben de tono. Los pedidos de explicaciones trasuntan la sospecha de oscuras razones subterráneas. Alguien teje hipótesis conspirativas. No le creen al pelotudo que no eliminó selectivamente sino que eliminó a todos para eliminar un canal, para desenchufar al menos uno. Me eliminaste, me cagaste, me borraste, canta Lucía Galán, y se arma la gorda y no hay forma de arreglarla y el pelotudo va por el pasto, a contramano, con el parabrisas astillado por los piedrazos, condenado al encierro en la leprosería, confinado al sótano de los inadaptados de siempre. Eso sí, abajo hay uaifai, así que no tiene excusas.

21/5/12

CAPÍTULO 11 Serás un pelotudo, o no serás una mierda



He hablado en estas páginas de cómo un joven excepcionalmente optimista experimentó el derrumbamiento de todos los valores, escribía F. Scott Fitzgerald cuando promediaban los 30 y él se acercaba a sus 40 –que serían sus últimos años- y el mundo deprimido no lograba reponerse del crack y la burbuja de los años felices, desmesurados y prósperos –prósperos en Estados Unidos a costa de la miseria europea de posguerra- de lo que él llamaba la era del jazz era apenas una evocación amarga y su cabeza, su corazón y todo el andamiaje de la estrella literaria que había sido –los grandes novelistas eran las estrellas pop de aquel tiempo- se desmoronaba para, seguro –él estaba seguro-, nunca volver a reconstruirse porque una fuga total es algo de lo que uno no puede recuperarse, es algo irreparable porque el pasado deja de existir, advertía, y recordaba que, como ya no podía cumplir las obligaciones que la vida y él le habían impuesto, seguiría siendo escritor porque era de lo único que sabía (sobre)vivir, pero que, a sus 39, había renunciado a cualquier intento de ser persona, a ser amable, justo o generoso. Había llegado por fin a ser sólo un escritor, se aliviaba, e iba por más –por todo-: La persona que persistentemente he intentado ser, se convirtió en tal carga que la he soltado con tan poco remordimiento como el de una negra que suelta a su hombre el sábado por la noche.

Como buen pelotudo que es, el pelotudo tardó en entender por qué se había zambullido en esos relatos autorreferenciales, desprolijos y oscuros que el aclamado novelista norteamericano escribió cuando ya no pudo lidiar con el destino que parece común a los novelistas norteamericanos aclamados –el alcoholismo, la insatisfacción, el desencanto del sueño americano que antes los aupó, en algunos casos la demencia. Entre libros viejos, el pelotudo encontró este volumen ajado, de tapas arqueadas y páginas amarilleadas y se sintió inexplicablemente atraído por ese título a priori enigmático: The Crack-Up. El pelotudo no conocía esa expresión pero la entendió bastante ajustadamente. Le sonó a crisis, a quiebre, a ruptura y la verdá, pensó, que crisis, quiebre y ruptura van bien con lo que en realidad es, un desmoronamiento, porque una crisis no es otra cosa que la ruptura y el desmoronamiento de una estructura de pensamiento, de valores, de creencias… de lo que fuere.

El pelotudo, se sabe, no es original. No rompe moldes. Su vida es más bien una colección de clichés. Él mismo es un cliché. Entonces no tiene una crisis a los 33 ni a los 46. Si va a tener una crisis, la tiene a los 40. El pelotudo medio, digamos –el regular, el estándar- llega a los 40 y tiene una crisis.




Anécdota ilustrativa al margen: El otro día el pelotudo fue a la traumatóloga porque lo estaba matando la cintura y, cuando la mina le preguntó qué le andaba pasando, en vez de explicarle que le dolía la cintura, el pelotudo le hizo un atribulado: puso los ojitos como el gato de Shreck cuando quiere convencer al ogro de que lo lleve con él y le dijo que lo que le andaba pasando es que está viejo, a lo que la facultativa, sin levantar la vista de su ficha, como despreciando tan primario y pelotudo comentario –sólo le faltó, a la médica, soltar su fastidio en un largo resoplido-, le dijo que todos los pelotudos de 40 años van a su consultorio y le lloran que están viejos –no dijo pelotudos para no perder las formas, pero lo pensó, seguro.




Además del dramatismo funerario con que vela a la juventud –olvidate de que una pendeja de 25 te dé bola… ¡olvidate!, masacró y deprimió a un pelotudo amigo que se separó y anda perdido como mirada de maniquí-, el pelotudo puso en cuestión un puñado de creencias y valores de los que fue casi militante durante décadas. Ponele: aunque se hace más marxista con cada porquería izquierdosa que lee porque el muy pelotudo compra todo lo que lee, ya no cree aquello tan marxista de que el trabajo dignifica al hombre y menos si el hombre sigue laburando pa’l macho porque el tan mentado proletariado, al final, no fue sepulturero de nadie (el pelotudo leyó un libro de un marxista que dice que últimamente Marx se ha vuelto a poner de moda y entonces el pelotudo dice, con voz grave, que, ya que el viejo garpa otra vez y que el capitalismo tiene la imagen por el piso por los zafarranchos globales de estos años, vendría siendo tiempo de hacer un casting de sepultureros para encontrar uno con ganas de cavar esa tumba de una vez por todas, o por ahí algo no tan drástico, o distinto, algo superador, por decirlo así, que permita que el pelotudo medio, aunque no consiga zafar de la obligación de levantarse todos los días para ir a trabajar, pueda aspirar a hacerlo con un poco más de onda por saber que, al menos, ya no labura pa’l macho –que no le rompen tanto el orto, digamos).

La cosa es que el pelotudo ya no valora la hiperactividad laboral necesariamente como una virtud del pelotudo que la ejerce. Consecuentemente, no condena al que no tiene demasiado apego por el trabajo, o sea que ya no tacha de vago –casi que reivindica- al que prefiere rascarse la guinda antes que laburar 12 horas por día –y más al que tiene éxito en esa empresa. Tampoco la institucionalidad ni la legalidad están entre sus preferencias y más bien le cae simpático el que se porta medio mal y consigue escaparle al largo brazo represor del sistema –lo piensa así, en esos términos grandilocuentes que, claro, también son un cliché. Y ya no enarbola la bandera de la coherencia y reivindica al que puede cambiar, siempre –cambiar de todo, menos de cuadro de fútbol- porque cambiar es consecuencia de aprender porque el aprendizaje –la disposición a aprender leyendo, viajando, probando, sintiendo, prestándole atención y tratando de descular el mundo- les da a las personas herramientas para interpelar hasta a sus propias convicciones. El que no aprende no cambia y el que nunca cambia está muerto y el que decide no aprender nada más y no cambiar más decide morir, cree el pelotudo, que acaso esté en una regresión al adolescente rebelde que no fue. Acaso esté cansado del que ha sido con intensidad constante, a velocidad crucero. Está con eso de no hacer un tango de todas las cosas, el pelotudo.

Eso dijo la otra noche –que no hay que hacer un tango de todas las cosas- y metió una nota discordante, disonante en medio de una conversación de varios pelotudos amigos que discutían, con la gravedad que los temas trascendentes, que las situaciones límite le imprimen a la voz humana, qué hacer con el hijo de uno de ellos, que había repetido un año de la secundaria, y barajaban opciones para que la criaturita de Dios no perdiera el año y cursara el tercero en otro colegio. El pelotudo sabía que acaso ardería Troya, pero en algo seguía siendo el mismo pelotudo de siempre: no tenía filtro. Y soltó:

- No hay que hacer un tango de todas las cosas… al fin y al cabo, un año en la vida no es nada, che.

Cuando vio que un par de pares de ojos se ponían como el dos de oro en señal de asombro rayano con el estupor, intentó explicar lo que quería decir: que acaso no era bueno que el chico, por no perder un año en la vida, resignase la posibilidad de seguir formándose en un colegio que el pelotudo valoraba por su enfoque humanista y por los valores progresistas que transmitía a sus alumnos en un clima de promoción de la libertad como plataforma para la formación de hombres y mujeres entrenados en el arte del razonamiento y el pensamiento crítico como herramientas para poder después andar por la vida decidiendo por ellos mismos qué corno hacer con ella –la voz también se le puso grave al pelotudo, y al final de la parrafada la cara se le vino entre morada y azul por la hipoxia.

No digas pelotudeces- lo increpó el pelotudo más exaltado. -Acá lo importante es que el pibe se reciba a los 18 años- sentenció y, acercándosele muy cerca con ojos inyectados en sangre y empuñando ademanes de una vehemencia acaso desmesurada para una charla entre amigos íntimos en un asado organizado para ver a Estudiantes por la tele en su presentación frente a los sanjuaninos de San Martín, le preguntó sin esperar respuesta: 

-¿Vos sabés la carga sicológica que va a llevar ese chico por ser repetidor?

El pelotudo creyó oportuno retirarse de la contienda y se quedó pensando que sí, que su amigo tenía razón: si repetía el año, el pibe soportaría una fuerte carga sicológico porque todos, por culpa de los adultos, le haríamos sentir que es, con 15 años recién cumplidos, un vago o un inútil o un perdedor o un fracasado o un marginal o un diferente. O todo eso.

Otra vez, al pelotudo se le llenó el culo de preguntas.

¿Por qué es una tragedia que un pibe no termine el secundario a los 18 años? ¿Por qué los adultos conducimos a los pibes a los cachetazos por el estrecho y hermético pasillo de la institucionalización sin admitir la más mínima mora ni dilación ni matiz, y en muchos, tantísimos casos sin hacer el esfuerzo por persuadir en lugar de imponer? ¿Qué catástrofe acontece ante la menor distracción? ¿Por qué queremos estandarizarlos sin preguntarnos absolutamente nada? ¿Es más fácil ese camino? ¿Los pelotudos medios con pretensiones intelectuales, que en estos días nos sentimos re jipis levantando el puño cerrado o haciendo la V con los dedos en la cancha de River en la maratónica misa rogeriana (*), no hemos visto ya mil veces, durante 30 años, al perturbado y bueno de Pink arañando el muro perimetral del sistema en busca de una grieta que le permitiera salirse y zafar, al mismo tiempo, del abrazo sobreprotector y castrador de la madre gorda y miedosa? ¿Qué curioso concepto del éxito les inoculamos como un bicho que después les crecerá adentro y ya no podrán controlar y los someterá a la lógica binaria del éxito y el fracaso, como si algún reglamento de la vida nos obligara a ganarle a alguien, a conseguir determinadas cosas –títulos, medallas, autos, casas, salarios- para ser personas íntegras, plenas y felices?

¿Por qué mierda ponemos a nuestros hijos, a los que amamos más que a nada en el mundo –el pelotudo y sus clichés: él siempre dice que ama a sus hijos más que a nada en el mundo y se siente una buena persona-, en un desfiladero del que no parece haber escapatoria sin caer por el barranco de la frustración?

¿Por qué aspiramos a que nuestros hijos sean lo que somos nosotros –dotores, ponele- o, peor, lo que no pudimos ser, en vez de ayudarlos a ser lo que libremente, recorriendo un camino que acaso sea sinuoso y no definitivo, permitiéndose avanzar y retroceder o salirse y volver o inventar caminos alternativos, decidan ser a cada paso?

¿Qué queremos? ¿Reclutar a nuestros hijos en el ejército del pelotudo medio? ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué queremos?

El pelotudo, otra vez, tiene el culo lleno de preguntas. Tiene un millón de preguntas, pero ninguna respuesta. Al cabo, es un pelotudo.


(*) Este capítulo fue escrito en algún día de marzo, durante la maratón de recitales de Rogelio Aguas en Buenos Aires.

17/5/12

CAPÍTULO 10 Morirse por las patas




El pelotudo no tiene vicios. Podría decirse que no es un vicioso. O sea: no es adicto al cigarrillo ni al alcohol ni a los medicamentos ni a drogas ilegales. Se jacta de poder acercarse a ciertos placeres sólo eventualmente –se jacta para adentro, no es que ande por ahí gritando aaahhh yo me acerco a ciertos placeres sólo eventualmente, lero lero… porque quedaría como un pelotudo-, sin quedar atrapado en dependencias molestas ni dañinas en términos sicofísicos, y de daños espirituales el pelotudo cree estar a salvo porque aún no ha encontrado su espiritualidad -con lo cual no existe todavía el objeto dañable-, aunque acepta que no se ha tomado el trabajo de buscarla porque cagarse de risa viendo al desopilante Claudio María Domínguez en C5N no podría ser admitido como un esfuerzo por encontrarse a sí mismo, digamos.

No es adicto a la tele, tampoco, aunque no llega a esa declaración de principios que algunos sueltan al pasar -pero queriendo- con una arrogancia intelectual que los lleva a fruncir la naricita como si estuviesen oliendo mierda y a sacudir de un lado al otro la manito tiesa, con los dedos pegados unos con otros, como saludando pero sin mover todo el brazo sino haciendo eje en la muñeca: Yo ni tengo tele.

Lo que más se acerca a una adicción de consumo, o por lo menos a una conducta compulsiva, es su debilidad por el chocolate, lo que no lo convierte tampoco en un loco bárbaro ni mucho menos en un reventado. El pelotudo se lastra todas las noches una barra de chocolate Águila con un cucharón de dulce de leche encima –encima de la barra de chocolate, no encima de él. Y últimamente es débil ante un tipo de maní que algunos llaman cervecero y en el mercado donde él lo compra lo rotulan como maní japonés. Denominaciones aparte, es uno que viene recubierto por una corteza crocante y bien salada. El pelotudo le entra al maní nipón como loquito al puré. Le mete antes de la cena mientras pica algo de queso con un vinito –por ahí repite la ceremonia en la sobremesa- y se mata con esta porquería mientras hace el asado y se clava varios fernés.

Pero lo que el pelotudo no puede no hacer, y lo que no puede dejar de hacer cuando ya lo está haciendo, es arrancarse cueritos de las patas. Es una adicción muy pelotuda y vergonzante, inconfesable casi. Tanto, que el pelotudo no se imagina admitiendo su problema ni siquiera en una reunión de arrancadores de cueritos de las patas anónimos, o sea en la comunión íntima, secreta y condescendiente de los débiles, que son como hermanos en el pecado. No cree que pudiera pararse y decir soy un pelotudo y me arranco cueritos de las patas. Entonces se despelleja en el refugio de la soledad, como el perro callejero que se lame las pelotas en un zaguán al resguardo de las sombras de una noche impiadosa de invierno, o como el solitario que se inflige satisfacción por mano propia con unos horribles azulejos fileteados como únicos testigos involuntarios.

Pasa que al pelotudo se le descascaran las plantas de los pies y los bordes de las plantas de los pies –lo peor son los talones y los bordes de los talones. Sobre todo le pasa en verano y no sabe si es por la pileta o por andar tanto en pata o en ojotas, o sea por andar tanto con los pies a la intemperie. Debe ser que se le reseca la piel de las patas y con el agua –bien de la pileta, bien de la ducha- se le ablanda y es ahí cuando los cueritos quedan a punto caramelo: tiernos, suaves, irresistibles… ¡una mantequita!, diría el Bambi.

Los fines de semana son mortales, porque el ocio es terreno fértil para el pecado. Los fines de semana el pelotudo se despelleja a cuatro manos, con fruición, por momentos con sereno placer y a veces, con desesperación. Una buena película, ponele, representa mínimo dos horas a uña batiente –la película es peor que la lectura, porque el libro le ocupa al menos una mano y eso le complica la faena. Con movimientos más bien suaves, como sin querer, sin retirar la vista de la pantalla del televisor, como haciéndose el pelotudo consigo mismo, el pelotudo recoge una pierna hacia afuera y hacia atrás como cuando se realizan ejercicios de estiramiento de cuádriceps, o bien hacia adentro como cuando se estiran los aductores. Y la ceremonia empieza con un rápido estudio del terreno: el roce ligero de las yemas de los dedos sobre esas mínimas pestañas de piel muerta que se arquean separándose del pie, como ofreciéndose al sacrificio de un ritual autodestructivo, produce en el pelotudo un estremecimiento que lo sobrecoge. Inmediatamente pasa a la fase 2: el cuerito queda atrapado entre la uña y la carne de su dedo mayor y alcanza un impulso leve, sutil para producir el primer desprendimiento y la primera sensación de satisfacción y alivio. Pero la saciedad no dura más que un par de segundos –recuérdese que el pelotudo es un adicto, y ningún adicto se conforma con una dosis, como ningún niño se conforma con un solo caramelo Sugus, una de las drogas más solapadamente adictivas que el Estado aprueba alegremente. Entonces el pelotudo va por más: elige un cuerito que sobresale por su turgencia prominente, obscena –casi sexual, podría decirse- y lo atrapa entre las yemas de sus dedos pulgar e índice, como haciendo un gestito de idea o la mitad de un gesto grosero para la parcialidad visitante –este ademán se completa introduciendo reiterada, rítmicamente el otro dedo índice en el redondel que se forma uniendo el pulgar y el índice de la otra mano. Siempre sin dejar de mirar la tele, el pelotudo tira con fuerza sostenida y va despegando una lonja de piel con la certeza mortificante de que llegará eso que interrumpirá bruscamente el placer: ¡Tac! El pinchazo. El pelotudo se va de mambo y se arranca piel sana y se provoca una lastimadura que no ponderará ajustadamente hasta que se pare y sienta un ardor intenso que lo hará cojear como un pelotudo pero no lo detendrá, porque el pelotudo, una vez que inició esa cabalgata desbocada que cada vez se hace más y más frenética, no podrá parar de arrancarse cueritos de las patas hasta que un estímulo externo reviente la burbuja espesa en la que se ha metido (la entrada de alguien al recinto o el fin de la película, un suponer).

A veces, por la noche, cuando con el cielo también se oscurecen sus pensamientos, el pelotudo cree que las patas se le mueren.  Que toda esa piel muerta es el principio del fin. O mejor –pior, en realidad-: que él –o al menos su parte de afuera- empieza a morirse por las patas, que una irreversible desolladura por la muerte súbita de sus células epiteliales comienza por las patas y no se detendrá hasta convertirlo en un esperpento en carne viva. Entonces se propone sacar turno con el podólogo, aunque le parece mucho porque el podólogo es un especialista en patas con formación universitaria. Es decir, es un médico dedicado a las patas de la gente, lo que suele producirle al pelotudo cierta estupefacción porque piensa, se pregunta, cómo llega una persona a tomar la decisión de pasarse unas cuantas horas del día durante –un suponer- cuarenta años revisándole y curándole las patas a la gente que tiene problemas importantes en las patas (ponele deformaciones, juanetes y sabañones que pueden, para colmo, venir acompañados por afecciones dermatológicas fuleras como onicocriptosis, onicomicosis –los clásicos champiñones- e infecciones varias, todas cosas que el pelotudo supone que deben dar mucho olor). Entonces le parece que debería hacer una consulta de menor jerarquía con la pedicura de la otra cuadra, que hace laburos menores –pero no por eso menos heroicos- como desencarnarte una uña o limarte un callo meta y meta con la lima o cosas así. O que más vale se compra una piedra pómez y se raspa él mismo, pero le da cosa porque le viene la imagen de sus patas despellejadas mal, con la carne a la vista, y se imagina arrastrándolas ensangrentadas, dejando una huella de un rojo negruzco como los zombis de las películas y cayendo sobre la cama en estado de semiinconsciencia sin tiempo siquiera para escribir una carta de despedida explicando la razón de tan pelotudo final.

Entonces no hace nada de todo eso. Y se levanta del sofá donde estuvo masacrándose con la inquietud de la tarea inconclusa y dejando a menudo, por descuido, como prueba irrefutable de su debilidad, un piloncito de restos cutáneos en el borde de la mesa ratona.

14/5/12

CAPÍTULO 9 Pelotudo Honoris Causa



El pelotudo se recibió de pelotudo completo y espera que alguna universidad lo distinga con el titulo de Pelotudo Honoris Causa. Es que honoris causa es una expresión latina que significa “por sus méritos” y el pelotudo está convencido de que, por tantos méritos que viene haciendo –y seguirá haciendo indefectible y sistemáticamente porque es un pelotudo con destino de pelotudo, o sea que fue, es y seguirá siendo un pelotudo por los siglos de los siglos-, ya es hora de que el mundo solemne, recoleto y riguroso de la academia mensure sin mezquindades la envergadura de su pelotudez y le clave una cucarda en la sien, como a los toros campeones de la Rural, y lo eleve un poco por sobre las cabezas del pelotón de pelotudos sin medallas –del pelotudo medio, regular, estándar, digamos.



UNA DIGRESIÓN.- Al pelotudo, se sabe, hay palabras -y expresiones también- que le quedan dando vueltas en la cabecita, como una laucha en un fuentón. Son palabras –y expresiones también- de uso muy corriente pero de las que no se conoce mucho su etimología –su origen, o sea. Pues envergadura es una palabra que, por razones más bien obvias –el pelotudo, se sabe, tiene fuerte apego por la obviedad, por lo vulgar, y está peleado con la originalidad-, llama la atención del pelotudo y se queda resonando en su cabecita afiebrada. ¿La envergadura es el acto de envergar?, se pregunta el pelotudo y suelta una risita como si se hubiera re zarpado, y se larga a la aventura de la deducción a partir de un presunto sentido común que en su caso no suele ser más que una larga cadena de errores basados en groseros baches conceptuales. Allá va el pelotudo lanzado como un bólido: si la envergadura –razona- es el acto de envergar y envergar es poner una verga en algún lado y la verga es el pene, entonces envergar es coger –al pelotudo le suena a empernar o empomar-, o más bien el acto unilateral de penetrar, y la envergadura es, justamente, la penetración en el acto sexual, aunque no el acto sexual completo, entendiendo que en el acto sexual está la acción de penetrar y también la acción de ser penetrado, que, por más pasiva que parezca, no deja de ser una acción, que es la de aceptar ser penetrado –incluso incitar a que se produzca la penetración y luego celebrar el acontecimiento con entusiasmo expresado en gemidos, gritos y hasta palabrotas. Bueno, pero no, nada que ver. El pelotudo, como buen pelotudo que es, le erró como a las bochas. En la jerga marítima, la envergadura es el ancho de una vela y sí, viene de envergar, pero envergar es sujetar o atar las velas a las vergas, que, por ser palos largos y delgados (y sí, falos) corresponden, en ese diccionario náutico, a una percha labrada convenientemente a la cual se asegura el grátil de una vela –el grátil es el borde u orilla de la vela o la parte central de la verga (en fin, no va a faltar el pelotudo que, apegado a la obviedad, sangrando vulgaridad, salga con una pelotudez tipo agarrame el grátil o soeces del estilo).


El grueso del pelotón de pelotudos usuarios del sistema de transporte público de pasajeros –o sea, la marea de pelotudos que suben cada día, más de una vez por día, sin poder elegir no hacerlo, a un bondi o a un tren o a un subte o a dos de ellos o incluso a los tres- debió padecer horas y horas de insoportable quietud –la dramática inmovilidad que deja al pelotudo como muerto o en punto muerto- haciendo cola para obtener la tarjeta magnética SUBE. El pelotudo, en cambio, no. La sacó sin esfuerzo. Casi que se tropezó con ella una mañana de invierno de 2011 en el vestíbulo del edificio en el que trabaja todos los días de su vida –al menos cinco de siete días a la semana. Acaso por eso no valora debidamente ese pedazo de plástico que le sirve para pagar el boleto de cualquier bondi, tren o subte que tome en la llamada Área Metropolitana Buenos Aires (AMBA) –al pelotudo medio le encantan las siglas.

El pelotudo es un pelotudo estructurado. Como pelotudo grande, también, resiste los cambios sin razón aparente. Ni siquiera decide resistir los cambios y ensaya, elabora un sostén argumental de esa resistencia. Se resiste sin darse cuenta. Por inercia se resiste –la inercia, recuérdese, es la tendencia a seguir como se está, o sea a mantener el propio statu quo… es conservadora la inercia, mierda lo parió. Se pasó, el pelotudo, como ocho meses con la tarjeta en la billetara al pedo. Aunque ya andaba, no la usaba. Todos los días, a la salida del trabajo, compraba en el quiosquito de la parada un boleto para volver a su casa y otro para tener a la mañana siguiente para ir al trabajo. Todas las noches, dos boletos. Nunca uno porque a la mañana siguiente podría pasarle que tomara el micro en una parada donde no hay quién le vendiera el boleto o porque en otra a la que suele ir hay un quiosquito que suele quedarse sin boletos. Entonces sí o sí compraba un boleto más para tener al día siguiente. Y nunca tres. Ni cuatro. Dos, siempre dos. ¿No tiene plata para comprar una montaña de boletos de una vez y olvidarse por -un suponer- un par de semanas? Sí, pero el pelotudo, vaya a saber por qué corno –el pelotudo oyó a la Presidenta decir corno, que a las corporaciones no les importa un corno no se acuerda qué cosa, y le pareció que corno sonaba bien- compraba dos. Uno para hoy y uno para mañana.

Un día (*) dijo –se dijo-: Qué pelotudo… tengo la tarjeta y no la uso. Y se lanzó a la aventura de incorporar una novedad en su rutina, a darle sepultura a una costumbre anclada en el itinerario de sus días, a hacer rechinar una bisagra, a asomarse al despeñadero de lo desconocido. Y no se anduvo con chiquitas, el pelotudo.

- ¿Cuánto es lo máximo que le puedo poner?- le preguntó al de la boletería del subte.

- 300- le dijo el otro, seco como lengua’e loro.

- Metele que son pasteles- se agrandó Chacarita.

El pelotudo salió como un cuete –con el ímpetu del cuete que despega buscando el espacio exterior- por la boca del subte buscando ganar la calle –se sentía capaz de ganar la calle- y sintió el viento fresco que le refrescó la cara y le revolvió el pelo engelado –duro, el pelo del pelotudo. (Nota del autor: lo del pelotudo que siente el viento fresco en la cara después de cargarle crédito por primera vez a su tarjeta SUBE pretende ser una metáfora de la sensación de renovación que sintió el pelotudo por haber incorporado, después de ocho meses de resistencia inercial, una novedad a su vida que, además, es una novedad tecnológica, lo cual le da doble mérito al acontecimiento porque es sabido ya que el pelotudo juega para los pelotudos con tecno-dilei).

Pero no tardó en caerle la noche encima al falso uiner. Treinta metros y cinco minutos después, cuando subía al bondi con su plástico en la mano y el pecho inflado de orgullo, el chofer, muy orondo, les anunciaba a los pasajeros que, a partir del día siguiente, la Costera no aceptaría más el pago magnético.

En estado de shock, con la sensación devastadora de que le había caído un piano en la cabeza, alcanzó a soltar una amarga queja de bandoneón que heló la sangre del resto del pasaje:

- Listo: me meto 300 mangos en el orto.


(*) El presente capítulo fue escrito un día de fines de febrero o principios de marzo de este año, más o menos, cuando la Costera aumentaba su tarifa sin autorización y por eso no podía aceptar el pago con la tarjeta SUBE.

10/5/12

CAPÍTULO 8 Un churrasco con ensalada



El pelotudo no entiende. Será que es un pelotudo y por eso no entiende. Pero la cosa es que no entiende. El pelotudo no entiende por qué puta razón, por qué faquin motivo, por qué maldita/extraña/curiosa/pinche circunstancia –el pelotudo vio una película mexicana que era un rosario de puteadas y se le pegó pinche, una mala palabra que sale a borbotones de las bocas más cloacales de los hermanos mejicanos- un pelotudo -un pelotudo importante, que camina por los bordes del pelotón de pelotudos y que no debería ser un pelotudo porque es un ministro y los ministros, por su condición de funcionarios y de los grosos, no deberían ser tan pelotudos, según la sentencia del más brutal sentido común de Hebe de Bonafini- le cuenta al mundo, por el tuiter, que se va a comer un churrasco con ensalada y chau, que después del churrasco con ensalada se va a apolillar. ¿Por qué mierda el tipo decide hacerse un churrasco y antes de poner la plancha en el fuego y antes de salar el bife y echarlo a cocinar agarra la blacberri y tuitea su decisión de hacerse un churrasco? ¿Qué pulso electromagnético activa en su cerebro la iniciativa de difundir tan pelotuda/cotidiana/nimia/intrascendente/rutinaria decisión de hacerse un churrasco? ¿Qué insondable proceso síquico progresa en su conciencia? ¿Es el eco de un trauma de la infancia lo que lo lleva a sobrevalorar tan desafortunadamente la entidad de un bife con mixta? O mejor –pior, en rigor-: ¿Qué chingado cuadro de alienación lo empuja a pifiarle tan feo a la valoración de su persona como para suponer –estar convencido, en realidad- que una decisión suya tan pelotuda puede perforar las paredes del interés doméstico –o sea, que le caliente a la mujer y, cuanto mucho, a los hijos, porque viven con él y el churrasco va a llenar la casa de olor a churrasco por un par de horas mínimo- y constituir un asunto de interés público? Un churrasco con ensalada, repite el pelotudo y se rasca la cabeza. Un churrasco con ensalada un churrasco con ensalada un churrasco con ensalada un churrasco con ensalada. El pelotudo le da vueltas y vueltas a la cuestión y nada. Se odia por no entender. Debo ser muy pelotudo, se flagela. ¿Dónde está la joda?, se rebana los sesos, pero no consigue entender. Debe ser un mensaje cifrado, vuela de pronto el pelotudo. ¡Ya está!, se ceba: una contraseña. Como las del súper agente 86. Como el tractorcito rojo que silbó y bufó, como siempre llovió al sur de Cincinnati. El tipo tuitea que se va a comer un churrasco con ensalada y un complejo plan secreto se pone en marcha –el pelotudo se da rosca y se imagina una conspiración, una grande que involucra a altos funcionarios del Gobierno, espías locales con nombres de guerra como Simón o Sinclair o Larguirucho con apoyo de agentes de poderosos organismos de la contrainteligencia saudí y topos de la inteligencia rusa reclutados en las redacciones de grupos mediáticos hegemónicos del tercer mundo, preferentemente periodistas con caras de feliz cumpleaños, impensables habitantes del submundo del recontra espionaje, y empresarios inescrupulosos y clérigos de votos débiles y mandamientos elásticos. El pelotudo prefiere delirar y justificar al funcionario que tuitea que se va a comer un churrasco con ensalada, porque Hebe tiene razón, piensa: un funcionario –un ministro, para colmo- no puede ser tan pelotudo.

No entiende. El pelotudo no consigue entender por qué un pibe –un pibe grande, que carga sus bolas en carretilla- confiesa en el feisbuc que su adolescencia estuvo marcada por Dawson`s Creeck, una serie juvenil yanqui que no te puede marcar porque si te marca te deja una marca brava, o sí puede marcarte, porque de adolescente sos flor de pelotudo, pero, dice, cree el pelotudo, lo que no da es que muchos años después, ya superada esa etapa de pelotudez extrema, confieses alegremente, ligeramente, livianamente –lo más choto, digamos- que sos un pelotudo marcado por Dawson`s Creeck. Que lo cuentes en una sesión de terapia grupal como el tipo que confiesa que es alcohólico o drogadicto o golpeador de mujeres o timbero mal y todos los demás le dicen gracias, Jorge –ponele que se llama Jorge-, por compartir tu historia –y hasta por ahí lo aplauden por abrir su corazón de perdedor-, vaya y pase. Pero que lo publiques en el feisbuc…

El pelotudo no entiende.

No entiende tampoco por qué un diputado –un representante del pueblo no puede ser tan pelotudo, diría la compañera Madre- cuenta en el tuiter que su hijito le dice no sé qué cosa –seguramente nada importante, viniendo de una criaturita de Dios en edad de destete- y se vuelve a jugar o por qué una periodista de la tele relata su existencia más íntima en tiempo real y sólo para cuando duerme –el pelotudo piensa por qué no dormirá más- o por qué una mina que vive colgando videítos musicales en el feisbuc cuenta que está soooooooo tired, but still happy –la mina es argentina y vive en Argentina, pero pone que está soooooooo tired, but still happy y cuando un zángano le pregunta por las razones de su bilingüidad, si es que tiene amigos en una comunidad angloparlante o algo por el estilo, la mina responde por qué no?, como revelando que no es consciente de la criminalidad de sus actos sin siquiera darse cuenta de que está haciendo esa revelación porque la pelotudez es un espiral infinito.

El pelotudo no entiende por qué el tecno-pelotudo medio da en feisbuc o en tuiter los buenos días y las buenas noches y cuenta sus estados de ánimo en el arranque y al cierre de cada jornada. Y le da la sensación de que el tecno-pelotudo medio despierta cada mañana a dos mundos: el real y el del tuiter y el feisbuc. Y sospecha que es más amable con sus seguidores y sus amigos de tuiter y feisbuc que con la mina con la que duerme –o el tipo con el que duerme, al que le pone cara de ojete todas las mañanas y lo condena a dormirse cada noche escuchando una sarta de reproches. (Recuerda, el pelotudo, a un pelotudo que una noche pidió perdón por el tuiter porque era tarde y se había olvidado de saludar, como quien se olvida de darle un beso a un hijo).

El pelotudo tiene el culo lleno de preguntas.

¿Por qué le contamos nuestra intimidad a un montón de extraños en las redes sociales y no hacemos lo mismo, pero cara a cara, con los extraños de la cola del banco o de la panadería? ¿Por qué no entramos a la peluquería y nos ponemos a contarles a las viejas chotas que se están haciendo el brayin o la toca que nos comimos un churrasco con ensalada y que nuestro hijo dijo culo? ¿Por qué no entramos al cine megáfono en mano y anunciamos que el nene hizo caca en la pelela?

¿Por qué ponemos en feibusc nuestros álbumes de fotos íntimas? ¿Por qué involucramos a terceros en esa publicidad sin pedirles permiso? ¿Por qué, entonces, no repartimos esas fotos en la cancha entre cuanto extraño encontramos en la tribuna? ¿Por qué no repartimos fotos de nuestros novios/esposas/amigos/hijos/parientes varios en los negocios del barrio cuando hacemos los mandados?

¿Por qué hacemos lo que hacemos en las redes sociales? ¿Eh? ¿Eh? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

¿Morbo? ¿Vanidad? ¿Exhibicionismo? ¿Alienación? ¿Soledad?

¿Queremos ser Ricardo Fort? ¿Tan pelotudos como Ricardo Fort queremos ser?

Se sabe: el pelotudo medio es chiquito –tiene el aura entallada, ceñida a su cuerpecito. Flaco es el impacto de sus acciones en el devenir de la Historia. Poco influyen sus actos en los procesos políticos, económicos, sociales y culturales que agitan, modifican o estremecen el mundo. El pelotudo medio rara vez hace una revolución o desafía al establiyment o quiebra códigos culturales. No suele inventar nada, el pelotudo medio. Más: por lo general, sus decisiones prácticamente no tienen repercusión alguna en la vida de su comunidad, y son muchos los que ni siquiera tienen injerencia en el reducido espacio de su casa –no deciden dónde se va la familia de vacaciones, cuándo cambia el auto, dónde pasa la Nochebuena, de qué color se pinta la piecita del fondo… ni el maldito nombre del faquin perro pulgoso de mierda puede poner, el muy cero a la izquierda.

El mundo, entonces –su universo- se le hace estrecho y es como que las paredes lo oprimen, lo asfixian. El tuiter y el feisbuc, pues, le han salvado la vida al pelotudo medio, que quiere fama y no sabía –no tenía- cómo conseguirla. (Porque, otra cosa: el pelotudo medio quiere lo que no tiene. Sí, lo que no tiene lo quiere. Tiene familia, quiere salir de joda. Está solo y sale todas las noches, quiere una mina para sentar cabeza. Tiene laburo groso y se queja del estrés y entonces quiere rascarse las bolas todo el día. Labura poco y se rasca mucho y quiere más acción porque se siente un parásito. Es un perfecto ignoto que camina lo más choto por la calle sin que nadie le rompa las pelotas y quiere fama –fantasea con la gran vida que se dan los famosos, sumergidos siempre en una locura re loca de sexo, drogas y rocanrol. Pero resulta que los famosos –con carita de fastidiosos- se la pasan todo el día escapando de los fans porque las hordas de acosadores salen de los taxis de la sopa del placard y entonces preferirían andar borrachos en el subte. No es fácil la vida de la estrella de rock, dicen los pelotudos tirados en un sofá rojo de tres metros cincuenta del Faena clavándose un farol de Jonnhy Walker etiqueta azul mientras una modelito de 22 les zarandea la papirola con fruición adolescente.)

En el tuiter y el feisbuc el pelotudo medio, digamos, se zambulle en un espejismo de notoriedad y protagoniza con excitación primeriza un módico pero resarcitorio riálitiyou. 

- ¡La vanidad! ¡El tema es la vanidad!- teoriza con entusiasmo el pelotudo hablando solo.

La vanidad –desarrolla ahora para sus adentros, después de consultar el diccionario- es la arrogancia, la presunción, el envanecimiento, y es también la capacidad de ser vano, o sea hueco, falto de sustancia… hueco y también inútil. La vanidad –arriesga el pelotudo- es un rasgo de la condición humana y, entonces, del pelotudo medio. Ok: que nadie se haga el cancherito/superado/limpio de culpa y cargo porque la vanidad es un bicho que todos llevamos adentro, se ataja, pero advierte: el pelotón de pelotudos se divide en los que pueden reprimirla y los que no -aunque para reprimirla primero hay que despreciarla, identificarla como un rasgo patético, grotesco, y ahí está una división anterior, que aparta a los que ni siquiera se dan cuenta y entonces lejos, a años luz de reprimirla.

El pelotudo cree, por ejemplo, que en el universo de pelotudos están de un lado los pelotudos que reciben premios y del otro, los que no. Que está el pelotudo que se gana una nominación al Martín Fierro y se compra –o alquila- un esmoquin pensando que es Brad Pitt que va a la entrega de los oscares del brazo de Angelina Jolie y va y se saca fotos en la alfombra roja –que está medio ajada y medio arqueada y por ahí hasta se tropieza en cámara, el pelotudo- y después gana el pinche premio y llora como un marrano y sube al escenario y saca un papelito –o sea que antes escribió el papelito- y, moqueando, dice que le dedica el premio a Mati y a Pili, que son sus soles, y a Tito y Chola, que lo apoyaron siempre. Y el pelotudo vuelve a no entender qué chingado cuadro de alienación empuja al premiado a pifiarle tan feo a la valoración de su persona como para suponer –estar convencido, en realidad- que su amor filial por sus soles Mati y Pili y su gratitud para con Tito y Chola, o sea dos materias de su más íntima esfera privada, pueden perforar las paredes del interés doméstico y constituir un asunto de interés público que merezca ser ventilado… ¡¡¡por la televisión nacional!!!

El pelotudo está cansado de no entender. Igual cree que, por más que no entienda, está buena su inquietud por estos temas de la vida moderna. Es más: cree que alguien debería publicar sus devaneos. Capaz que empieza por feisbuc. Sí, por ahí pone todo esto en feisbuc. A muchos, cree –está casi seguro- les va a interesar. Me gusta, van a poner, seguro.