El pelotudo se recibió de pelotudo
completo y espera que alguna universidad lo distinga con el titulo de Pelotudo
Honoris Causa. Es que honoris causa
es una expresión latina que significa “por sus méritos” y el pelotudo está
convencido de que, por tantos méritos que viene haciendo –y seguirá haciendo
indefectible y sistemáticamente porque es un pelotudo con destino de pelotudo,
o sea que fue, es y seguirá siendo un pelotudo por los siglos de los siglos-,
ya es hora de que el mundo solemne, recoleto y riguroso de la academia mensure
sin mezquindades la envergadura de su pelotudez y le clave una cucarda en la
sien, como a los toros campeones de la Rural, y lo eleve un poco por sobre las
cabezas del pelotón de pelotudos sin medallas –del pelotudo medio, regular,
estándar, digamos.
UNA DIGRESIÓN.- Al pelotudo, se sabe, hay palabras -y expresiones también- que le quedan
dando vueltas en la cabecita, como una laucha en un fuentón. Son palabras –y
expresiones también- de uso muy corriente pero de las que no se conoce mucho su
etimología –su origen, o sea. Pues envergadura
es una palabra que, por razones más bien obvias –el pelotudo, se sabe, tiene
fuerte apego por la obviedad, por lo vulgar, y está peleado con la
originalidad-, llama la atención del pelotudo y se queda resonando en su cabecita
afiebrada. ¿La envergadura es el acto
de envergar?, se pregunta el pelotudo
y suelta una risita como si se hubiera re zarpado, y se larga a la aventura de
la deducción a partir de un presunto sentido común que en su caso no suele ser
más que una larga cadena de errores basados en groseros baches conceptuales.
Allá va el pelotudo lanzado como un bólido: si la envergadura –razona- es el acto de envergar y envergar es
poner una verga en algún lado y la verga es el pene, entonces envergar es coger –al pelotudo le suena
a empernar o empomar-, o más bien el acto unilateral de penetrar, y la envergadura es, justamente, la
penetración en el acto sexual, aunque no el acto sexual completo, entendiendo
que en el acto sexual está la acción de penetrar y también la acción de ser
penetrado, que, por más pasiva que parezca, no deja de ser una acción, que es
la de aceptar ser penetrado –incluso incitar a que se produzca la penetración y
luego celebrar el acontecimiento con entusiasmo expresado en gemidos, gritos y
hasta palabrotas. Bueno, pero no, nada que ver. El pelotudo, como buen pelotudo
que es, le erró como a las bochas. En la jerga marítima, la envergadura es el ancho de una vela y
sí, viene de envergar, pero envergar es sujetar o atar las velas a las vergas, que, por ser palos largos y delgados (y sí, falos)
corresponden, en ese diccionario náutico, a una percha labrada convenientemente a la cual se asegura el grátil de una
vela –el grátil es el borde u orilla
de la vela o la parte central de la
verga (en fin, no va a faltar el pelotudo que, apegado a la obviedad, sangrando
vulgaridad, salga con una pelotudez tipo agarrame el grátil o soeces del
estilo).
El grueso del pelotón de pelotudos
usuarios del sistema de transporte público de pasajeros –o sea, la marea de
pelotudos que suben cada día, más de una vez por día, sin poder elegir no
hacerlo, a un bondi o a un tren o a un subte o a dos de ellos o incluso a los
tres- debió padecer horas y horas de insoportable quietud –la dramática
inmovilidad que deja al pelotudo como muerto o en punto muerto- haciendo cola
para obtener la tarjeta magnética SUBE. El pelotudo, en cambio, no. La sacó sin
esfuerzo. Casi que se tropezó con ella una mañana de invierno de 2011 en el
vestíbulo del edificio en el que trabaja todos los días de su vida –al menos
cinco de siete días a la semana. Acaso por eso no valora debidamente ese pedazo
de plástico que le sirve para pagar el boleto de cualquier bondi, tren o subte
que tome en la llamada Área Metropolitana Buenos Aires (AMBA) –al pelotudo
medio le encantan las siglas.
El pelotudo es un pelotudo
estructurado. Como pelotudo grande, también, resiste los cambios sin razón
aparente. Ni siquiera decide resistir los cambios y ensaya, elabora un sostén
argumental de esa resistencia. Se resiste sin darse cuenta. Por inercia se
resiste –la inercia, recuérdese, es la tendencia a seguir como se está, o sea a
mantener el propio statu quo… es
conservadora la inercia, mierda lo parió. Se pasó, el pelotudo, como ocho meses
con la tarjeta en la billetara al pedo. Aunque ya andaba, no la usaba. Todos
los días, a la salida del trabajo, compraba en el quiosquito de la parada un
boleto para volver a su casa y otro para tener a la mañana siguiente para ir al
trabajo. Todas las noches, dos boletos. Nunca uno porque a la mañana siguiente
podría pasarle que tomara el micro en una parada donde no hay quién le vendiera
el boleto o porque en otra a la que suele ir hay un quiosquito que suele
quedarse sin boletos. Entonces sí o sí compraba un boleto más para tener al día
siguiente. Y nunca tres. Ni cuatro. Dos, siempre dos. ¿No tiene plata para
comprar una montaña de boletos de una vez y olvidarse por -un suponer- un par
de semanas? Sí, pero el pelotudo, vaya a saber por qué corno –el pelotudo oyó a
la Presidenta decir corno, que a las corporaciones no les importa un corno
no se acuerda qué cosa, y le pareció que corno
sonaba bien- compraba dos. Uno para hoy y uno para mañana.
Un día (*) dijo –se dijo-: Qué pelotudo… tengo la tarjeta y no la uso.
Y se lanzó a la aventura de incorporar una novedad en su rutina, a darle
sepultura a una costumbre anclada en el itinerario de sus días, a hacer
rechinar una bisagra, a asomarse al despeñadero de lo desconocido. Y no se anduvo
con chiquitas, el pelotudo.
- ¿Cuánto
es lo máximo que le puedo poner?- le preguntó al de la boletería del subte.
- 300-
le dijo el otro, seco como lengua’e loro.
- Metele
que son pasteles- se agrandó Chacarita.
El pelotudo salió como un cuete –con
el ímpetu del cuete que despega buscando el espacio exterior- por la boca del
subte buscando ganar la calle –se sentía capaz de ganar la calle- y sintió el
viento fresco que le refrescó la cara y le revolvió el pelo engelado –duro, el
pelo del pelotudo. (Nota del autor: lo del pelotudo que siente el viento fresco
en la cara después de cargarle crédito por primera vez a su tarjeta SUBE
pretende ser una metáfora de la sensación de renovación que sintió el pelotudo
por haber incorporado, después de ocho meses de resistencia inercial, una
novedad a su vida que, además, es una novedad tecnológica, lo cual le da doble
mérito al acontecimiento porque es sabido ya que el pelotudo juega para los
pelotudos con tecno-dilei).
Pero no tardó en caerle la noche
encima al falso uiner. Treinta metros y cinco minutos después, cuando subía al
bondi con su plástico en la mano y el pecho inflado de orgullo, el chofer, muy
orondo, les anunciaba a los pasajeros que, a partir del día siguiente, la
Costera no aceptaría más el pago magnético.
En estado de shock, con la sensación devastadora
de que le había caído un piano en la cabeza, alcanzó a soltar una amarga queja
de bandoneón que heló la sangre del resto del pasaje:
- Listo:
me meto 300 mangos en el orto.
(*) El presente capítulo fue escrito un día de fines de febrero o principios
de marzo de este año, más o menos, cuando la Costera aumentaba su tarifa sin
autorización y por eso no podía aceptar el pago con la tarjeta SUBE.
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