Sin darse cuenta casi, el pelotudo se
híper conectó. Con dilei –porque es un pelotudo con tecno-dilei, o sea un
pelotudo que se resiste a las novedades tecnológicas con cara de pelotudo retro
que anda diciendo qué pelotudez andar
enchufado a todos esos aparatitos que te deshumanizan-, el pelotudo terminó
siendo un pelotudo híper conectado que andaba todo el día entrando y saliendo
frenéticamente del mundo real por obra y gracia de todas las mierdas que
confluyen en su faquin blacberri, el invento más diabólico de la posmodernidad.
El pelotudo terminó rehén del maldito
aparato ése y sus dos chats, sus dos casillas de correo, sus mensajes de texto,
el tuiter y el feisbuc. Ya le dolía el cogote de tanto mirar para abajo y le
estaban saliendo callos arriba de las orejas de tanto ponerse y sacarse los
anteojos. Porque el pelotudo no ve de cerca y usa anteojos de leer, lo cual
resulta ser un contratiempo fatal porque le impide leer lo que sale en la
blacberri sin ponerse los anteojos. Entonces el pelotudo parece Mariano
Grondona, o el licenciado Gambeta –recuérdese la sátira de Mariano Grondona que
hacía Andrés Redondo, el de Veladas
Paquetas, en Hiperhumor o Telecataplum o alguno de los ciclos de
la entrañable trup de uruguayos que también integraban Espalter, Almada,
Dángelo, Carámbula y alguno más que al pelotudo se le pianta de la memoria.
Al pelotudo le entra un mail, se pone
los anteojos, lo lee y se los saca.
Al pelotudo le entra un mensaje de
texto, se pone los anteojos, lo lee, por ahí lo contesta y se vuelve a sacar
los muy putos anteojos.
A los 30 segundos le entra la
respuesta a su respuesta al pinche mensaje de texto, vuelve a ponerse los
anteojos, lo lee, quizá lo contesta y se vuelve a sacar los chingados anteojos.
Al pelotudo le habla alguien por el faquin
chat o por el maldito mésenyer, se pone los recalcadísimos anteojos y chatea,
pero, como no puede controlar al otro –dat is de point-, al que chatea con él,
por ahí cree que cerró la conversación y se saca las reputísimas gafas,
pero el otro le sigue hablando y se las tiene que volver a poner y así
infinitas veces –el pelotudo se agarra unas calenturas machazas cuando ya se
sacó los puñeteros anteojos de mierda y le vuelve a sonar el mal parido aparatito
hijo de puta y se vuelve a poner los anteojos y el otro lo único que dice es… ok.
Hinchado los huevos, con los nervios como
un capullo de fideos cabellos de ángel -crudos, duritos, como una esponjita de
virulana-, el pelotudo es presa de una creciente y precoz fobia social: le
rompe las pelotas que lo interrumpan cuando lee, cuando escribe, cuando
trabaja, cuando mira una película arrancándose cueritos de las patas… lo ponen
patilludo los tipos que gustan de la conversación escrita con los pulgares
sobre unos botoncitos de mierda y son capaces de enredarse en interminables
disquisiciones sobre los nuevos desafíos de las economías emergentes en tiempos
de crisis global y la oportunidad de los países periféricos frente a la crisis
de las potencias tradicionales de occidente y, sobre todo, de los productores
de alimentos en virtud de la creciente demanda de los BRICs.
El pelotudo siente que no controla la
comunicación con su entorno y que su entorno lo persigue, lo acosa, lo invade,
se le mete, lo penetra… casi que se lo empoma, digamos.
El pelotudo decidió, entonces,
desandar el camino de la híper conectividad, escaparse, fugar, salirse un poco
del laberinto. Silbando bajito, con su mejor cara de pelotudo, sin hacer
aspavientos, sin cargarle a esto ningún tono épico, sin hacer de su empresa una
causa neojipi, sin disfrazarse de salmón, empezó a desconectarse, a descolgarse,
a desenchufarse, a cortar, de a uno, con paciencia oriental, los hilos de la
red en la que, como buen pelotudo que es, había quedado atrapado.
Tomó, primero, algunas medidas de
bajo perfil, sutiles. No abre el mésenyer en la blacberri y cuando trabaja en
su notbuc se pone en estado ausente. De esa manera cree que está excusado de
atender cuando alguien, a pesar de la aclaración –le queda una marquita naranja
cuando está ausente-, le habla igual. Cree que, de esa manera, puede aprovechar
las ventajas de la herramienta sin sufrir sus efectos no deseados. Pero con el
chat de la blacberri hizo cirugía mayor. Tomó en este caso una medida drástica.
Hizo una masacre virtual. De un saque, eliminó a todos sus contactos. Chau. A
la mierda. ¡Sácate! De una. ¡San se acabó! (No hay consenso entre los
estudiosos sobre el origen de esta expresión ni sobre cómo se escribe, porque
hay quienes lo ponen todo junto: sanseacabó).
Resultado: la hecatombe, un escándalo.
No fueron muchos los ofendidos, pero
los que se declararon asaltados en su buena fe le imputaron un concurso de
faltas morales que lo convirtieron en irrespetuoso, desconsiderado, maleducado,
grosero, impiadoso y otras cuantas enormidades del estilo. Y alguno al que le
explicó que no era nada personal le pidió mil perdones por el exabrupto y le
dijo que era un genio y esas otras desmesuras.
Hay gente que hace un tango de todas
las cosas. Es gente que tiene la emoción fácil, que ama y odia con sorprendente
facilidad. Que ama un día, de repente, y odia al otro, también de repente.
¿Cómo hacen estos campeones de la sensibilidad para amar tan rápido y para
odiar con la misma soltura? ¿No son, el amor y el odio, sentimientos que
requieren cierto tiempo de cocción, cierto estacionamiento, como los quesos, o
cierta maduración, como las frutas, o cierto vaya a saber qué carajo, como los
vinos o los uisquis? ¿Se puede construir un amor –fraternal, filial o del tipo
que fuere- en un día? ¿Estos eyaculadores precoces de sentimientos aman y odian
de verdad o se dejan llevar por pasiones efímeras, calenturas, emociones
violentas? ¿Y por qué, encima, te cuentan sus picos emocionales, te relatan el
devenir de su inestabilidad emotiva en tiempo real y en tono de telenovela?
Al pelotudo lo sacan un poco estos
comentaristas de emociones. Son comentaristas de sus emociones contradictorias,
atizadas por ráfagas de fiebre. Padecen convulsiones emocionales y verborragia
melodramática. Son manifestantes compulsivos de sentimientos súbitos. Si hoy me amás de repente –pide el
pelotudo- tomate tu tiempo para
chequearlo antes de decírmelo. Y si
al otro día ves que te parezco un idiota –reclama- primero date cuenta de que el amor incondicional que sentías por mí
estaba un poquito flojo de papeles y, segundo, dudá del odio ése que ahora te
estremece las entrañas y no me lo manifiestes, por las dudas, hasta por lo
menos el día siguiente, porque no es descabellado suponer que ese sentimiento
profundo de desprecio se va a disipar también, como la bruma de la mañana o,
ponele, como un pedo en una canasta.
* * *
CAPÍTULO 13 Un camino de ida (híper
conectados II)
El pelotudo se dio cuenta –tarde,
porque es un pelotudo- de que la híper conexión electrónica (su nueva obsesión,
ahora que se le pasó un poco el trauma de la quietud en la parada del bondi) es
una autopista de un solo sentido: te lleva como tiro, a toda velocidad, y no
tiene retorno, no te da opciones para volver. Apenas te deja salir cada tanto,
pero la salida es una trampa: un rulo que te vuelve a meter en esa cinta
transportadora que te lleva –junto a un tropel de pelotudos- casi sin
demandarte esfuerzo alguno, como si fueras a mil por hora pero quieto –uh, la
puta quietud en movimiento, otra vez.
La híper conexión, dice el pelotudo
–se dice, porque habla solo el muy pelotudo- es como una escalera mecánica: das
el primer pasito y, una vez que te montaste sobre el primer escalón, fuiste,
subís o bajás solito, y recular es como recular en chancletas: casi una misión
imposible –y más si la escalera está llena de otros pelotudos que suben o
bajan.
Para desandar el camino de la híper
conexión, el pelotudo híper conectado arrepentido sólo tiene dos opciones: la
banquina y el pasto y, obvio, a contramano. Las dos alternativas lo colocan en
una marginalidad ominosa y vergonzante, afuera de la ley, en el rol de un
maldito desubicado que será señalado con el dedo acusador de la multitud de
pelotudos que le hará ver, a coro, que el pelotudo medio no va a contramano
–que es un pelotudo precisamente porque va para el mismo lado que todos.
El pelotudo advirtió que había ido
demasiado lejos por esa autopista frenética una vez que estuvo hasta las
pelotas de conectividad: mésenyer, chat de la blacberri, dos casillas de
correo, mensajes de texto, chat de feisbuc y tuiter. Fue una noche, en la
soledad de su habitación, cuando, bañado en sudor frío, con la boca pastosa y un
temblequeo nervioso de su dedo pulgar derecho –si fuera una peli, la escena
arrancaría con un primerísimo plano de sus ojos inyectados en sangre y se
retiraría abruptamente, como en un brusco zoom al revés, hasta mostrarlo muy
chiquito, sentado en su cama rodeado por la inmensidad de una habitación que se
agranda y al mismo tiempo lo empequeñece a él hasta convertirlo en una suerte
de Nelson, el hombre rata de Susana Gímenez-, notó que había perdido el control
de sus relaciones sociales y que, por el contrario, sus relaciones sociales
estaban controlándolo a él. O sea: su dinámica de relacionamiento cotidiano con
el entorno social no nacía de decisiones soberanas de su voluntad –que había
sido como colonizada, podría decirse.
Es que, según se figuró el pelotudo
-en una asociación metafórica que le llenó el pecho de orgullo intelectual-,
vivir con todos los canales electrónicos de conexión abiertos es como vivir con
la puerta de la casa abierta y que todo el tiempo le caigan visitas sin
avisarle ni tocar timbre ni nada. O como convivir con un montón de gente que no
ha elegido para convivir sino para tratar eventualmente, cada tanto, de vez en
cuando. Y nadie quiere que le caigan visitas todo el tiempo sin avisar y menos
convivir con gente que no ha elegido para eso porque todo pelotudo pretende
ejercer el derecho de administrar su vida social, la potestad de elegir los
momentos en que se relaciona con el entorno para no tener que estar siempre
presentable y poder, en cambio, disfrutar, un suponer, de una buena yoguineta
vieja, de ésas que tienen el elástico medio vencido y se te caen como calzón de
puta y te dejan media raya del culo a la vista, a lo plomero, combinada con las
medias Pingüi con agujeros en los dedos gordos –ésas que aprendieron a caminar
solas en los noventas y, justamente por esa habilidad casi humana, han logrado
evadir los embates de tu mujer, que te las quiere tirar a la mierda desde hace
18 años- y las adilets –esas ojotas Adidas con la tira ancha, azules y blancas-
como las que usaba el Mencho Medina Bello en las concentraciones de River en la
temporada 86/87.
Porque, además, el pelotudo ha
advertido que el conversador de chat –en cualquiera de sus múltiples
versiones-, además de haber incorporado el gusto por las charlas interminables
escritas con los pulgares, se ha puesto últimamente muy prepotente –un pelotudo
imperativo, digamos. El tipo que te habla por el chat supone que lo asiste el
derecho a captar tu atención ya. Ahora. Y no espera. No acepta dilaciones. O
sea, si te hablan tenés que interrumpir todo (un laburo, una película, una
lectura, una charla con tu jefe cuando estás por arrancarle el aumento que el
faquin explotador te viene negando desde hace 36 años, una entrevista de
trabajo, una consulta con el dentista que te está metiendo el puto torno hasta
la garganta y querés que termine lo antes posible, el muy hijo de puta; la
siesta de 17 minutos que te reconoce el convenio colectivo de trabajo que un
sindicalista corrupto les legó a todos los pelotudos de tu gremio, el picado con
los muchachos en el preciso instante en que tu vida está por cambiar para
siempre porque estás solo frente al arco con el arquero revolcado a tres metros
y vas a dejar de ser el único pelotudo del barrio que jamás hizo un puto gol, y
hasta el polvo salvaje que te estás echando en el baño de la empresa con la
perra de Compras y Suministros que tiene caliente a todo el edificio y hoy se
le ocurrió que sos tan sexi pero sabés, estás convencido de que no va a tardar
en darse cuenta de que sos un pelotudo) y contestar ya. ¡¡¡Ya!!! Si no, el
chateador impaciente empezará a ametrallarte con reproches tipo Eeeeeyyyy, Euuuu, ¡Contestame!, Dale, puto, dame bolaaaaaa o con una
sucesión de hola, hola, hola, hola, hola,
hola que te taladra la cabeza porque ahora el chat hace ruiditos como
patitos o como sapitos o unos chirridos como de grillos estrangulados. Y cuando
le preguntás qué le pasa que está tan loco –porque por ahí te preocupás- te
dice nada, quería saludarte, y
entonces te sentís como el Increíble Hulk, que no sos vos cuando te disgustás.
O sea: todo es urgente, nada puede
esperar, lo que resulta una pelotudez que no resiste el menor análisis.
El pelotudo vuelve entonces a la
metáfora de las visitas y se imagina a un pelotudo sacado colgado del timbre o
cagándole a patadas la puerta de su casa porque demora en salir y ni qué hablar
si decide directamente no atender. Y concluye que hay algo mal que no está
andando bien en esta comunidad de chateadores sobre-excitados, compulsivos,
enfermos de ansiedad.
(El pelotudo ha notado también que
hay cada vez más pelotudos híper conectados que caminan por la calle
enchufados: con los auriculares metidos en las orejas para ir hablando por
teléfono sin parar, o sea que no sólo llevan consigo aparatos que los mantienen
conectados fultaim, sino que eso no les alcanza y van con el teléfono metido en
las orejas y no se lo sacan cuando cortan porque ponen música entre
conversación telefónica y conversación telefónica).
(El pelotudo, es sabido, está con eso
de que no hay que hacer un tango de todas las cosas. Es una frase que le choreó
a Rolando Hanglin. O sea: que no hay que volverse loco, y la locura –cree- es
el destino inexorable del pelotudo medio híper conectado. Entonces anda en el
auto escuchando un disco de Jack Johnson, un pibe que camina la vida en ojotas,
con una guitarra criolla colgada en la espalda –quiero tocar la guitarra todo el día y que la gente se enamore de mi
voz, le habrá dicho alguna vez a la madre-, surfeando olas en un mar azul
como el mar azul y cantando buenas canciones de fogón playero –re pancho, o sea,
lo más choto. Y el pelotudo escucha esas canciones y las canta mal y va
llevando –mal- el ritmo con los deditos en el volante).
La cosa es que el pelotudo ahí anda
ahora, a contramano por el pasto, desandando el camino de la híper conexión
bajo una lluvia de insultos propinados por el pelotón de pelotudos que viajan
en la dirección correcta y lo ven venir de frente por el pasto y por el
parabrisas alcanzan a reconocer a un pelotudo medio –lo reconocen por la cara
de pelotudo- y entonces le imputan deshonestidad intelectual, ponele, y con
ademanes ampulosos cargados de furia y acusaciones de traición lo intiman a
retomar el camino en el sentido que marcan las flechas.
¡¿Eliminar a todos los contactos del chat de la blacberri?!
¡Habrase visto! Los reproches suben de tono. Los pedidos de explicaciones
trasuntan la sospecha de oscuras razones subterráneas. Alguien teje hipótesis
conspirativas. No le creen al pelotudo que no eliminó selectivamente sino que
eliminó a todos para eliminar un canal, para desenchufar al menos uno. Me eliminaste, me cagaste, me borraste,
canta Lucía Galán, y se arma la gorda y no hay forma de arreglarla y el
pelotudo va por el pasto, a contramano, con el parabrisas astillado por los
piedrazos, condenado al encierro en la leprosería, confinado al sótano de los
inadaptados de siempre. Eso sí, abajo hay uaifai, así que no tiene excusas.
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