22/6/12

CAPÍTULO 20 Se perdió, el pelotudo


El pelotudo solía perder el auto. Para tomarse el micro a Buenos Aires, a veces lo dejaba en la Terminal y a la vuelta se bajaba en la rotonda, convencido de que estaba ahí y no estaba, porque lo había dejado en la Terminal. Y creía que se lo habían robado. O que lo había dejado en otro lado pero no sabía dónde. O a veces le pasaba que lo dejaba en la rotonda para tomar el bondi ahí pero por alguna razón/motivo/circunstancia el micro no estaba pasando o no le paraba ninguno entonces se iba a la Terminal y dejaba el auto ahí pero no registraba el cambio y a la vuelta se bajaba en la rotonda, convencido de que lo había dejado en esa cortadita que otros muchos pelotudos que viven en La Plata y trabajan en Buenos Aires usan para dejar los coches. Y no. Decía la puta madre, qué pelotudo cuando se acordaba y entonces tenía que tomarse un taxi a la Terminal. Y otras veces ni siquiera lo sacaba de la casa –lo dejaba en el garaje- pero a la vuelta no se acordaba y, seguro de que lo había dejado en la rotonda, se bajaba del micro ahí y ¡zas!, diría Miguel Mateos…
En una época tenía una moto. Y la usaba para ir a trabajar. Como no la podía entrar al laburo y en esa época choreaban motos de la calle todos los días, se había alquilado una cochera a la vuelta y la guardaba ahí. Pero a veces no iba en la moto porque a la hora de arrancar para el trabajo ponele que llovía. Y se tomaba el micro. Entonces cuando salía del laburo el pelotudo iba a buscar la moto a la cochera y quedaba como un pelotudo con el sereno, porque iba a buscar una moto que nunca ese día había estado ahí. Aunque lo peor era cuando le pasaba al revés: iba al laburo en la moto como todos los días pero después, en algún momento, se desataba una fuerte tormenta y al pelotudo se le instalaba la idea de que llovía desde temprano, con lo cual descartaba la posibilidad de haber ido en la moto. El pelotudo salía del laburo, se tomaba el bondi, llegaba a su casa y ¡zas!, otra vez Miguel Mateos que le avisaba que la moto dormiría en la cochera de a la vuelta del laburo.
O sea: el pelotudo cada tanto perdía la moto y ahora solía perder el auto. Y se perdía –quedaba perdido por un rato, como boleado.
En rigor, el pelotudo era de perder cosas todo el tiempo.
Perdía los documentos, perdía ropa, perdía el micro, perdía el trabajo, perdía el tren –el de las vías y el del progreso también, con ese dilei tan de pelotudo con el que accedía a los avances tecnológicos.
Perdía oportunidades de ser menos pelotudo, perdía plata porque lo cagaban como de arriba de un sauce muy seguido, perdía peso si no comía como un animal -y entonces andaba de atracón en atracón y de cagadera en cagadera.
Perdía siempre en el casino pero nunca mucho porque era medio miserable y jugaba poca plata, y después nada porque ya no iba porque había notado que perdía siempre y el juego entonces perdía sentido.
De pibe perdía siempre a la bolita. Sus amigos se quedaron con fortunas suyas en bolitas, porque el pelotudo era horrible -lejos el peor del barrio y de la escuela.
En los deportes no era malo pero perdía más de lo que ganaba y una vez se perdió un viaje por quedarse a jugar un partido importante de una instancia a la que su equipo no había llegado nunca precisamente por perder más de lo que ganaba, y perdió no sólo ese partido por el que se perdió el viaje sino los cuatro meses siguientes de su vida recuperándose de un desgarro machazo que le hizo también perder peso porque tuvo que hacer una dieta estricta que lo hizo perderse el placer de comer carne, quesos y fiambres –o sea que se perdió el viaje y perdió como en la guerra, el muy pelotudo.
Perdía mucho el tiempo. Lo perdía en la parada del bondi y lo perdía en pelotudeces -el pelotudo pasaba la mayor parte del tiempo perdiéndolo.
Perdía sistemáticamente toda batalla doméstica que se atrevía a librar. Ejemplo: que el perro no durmiera en el sofá. Le molestaba que en el sillón donde él se echaba a mirar la tele el perro se revolcase, se rascase, estornudase y se lamiese las bolas, pero el pelotudo perdía esa batalla contra el perro –un ser supuestamente inferior en términos de desarrollo neurológico-, que se cagaba en las pretensiones del pelotudo de su amo, que de amo, según quedaba claro, no tenía nada. Cuando el pelotudo estaba pululando por la casa, el perro no se subía al sillón, porque si se subía el pelotudo lo bajaba a boleos en el culo. Pero apenas el pelotudo dejaba de circular y –un suponer- se iba a acostar, el muy guachito –el perro- ponía su mejor hocico de pelotudo y sigilosamente se acercaba al sofá, pegaba el saltito y ahí se acomodaba y ahí dormía todo despatarrado, haciendo ostentación de su impunidad. En definitiva, el pelotudo no quería que el perro durmiese en el sofá y el perro… dormía en el sofá, lo más choto.   
Últimamente el pelotudo había perdido también la iniciativa y algo del tono vital de otros tiempos. También el buen gusto y el miedo al ridículo.
Había perdido el sentido común, el sentido de justicia, la ecuanimidad y el equilibrio emocional, con lo cual a menudo perdía la cordura, perdía la línea, perdía la paciencia y, al final, perdía la cabeza.
Estaba perdiendo amigos, también, por eliminarlos del chat de la blacberri en su intento por desandar la autopista de la híper conexión, ésa que es de un solo sentido porque bla bla bla...
Y estaba perdiendo el color original de su pelo, que se estaba volviendo gris, y el pelo propiamente dicho. Lo único que, lejos de perder, ganaba, eran manías –ya las coleccionaba.
O sea: el pelotudo era un tipo que había vivido perdiendo. Era, sin más, un perdedor.
Hasta la esperanza de no ser tan pelotudo había perdido y, como la esperanza es lo último que se pierde, ya no le quedaba más que perder. Y se perdió. Se perdió él.
Esa mañana, como todas las mañanas –al menos cinco de siete mañanas a la semana- el pelotudo había ido a tomar el micro a la rotonda. Había ido en el auto y lo había dejado ahí, para tenerlo a la vuelta. Pero resulta que la subida a la autopista estaba cortada por un grupo de pelotudos postergados que peticionaban a las autoridades. Con lo cual el micro no estaba pasando. Otros pelotudos que se habían clavado como él habían decidido irse a la Terminal, y el pelotudo los había llevado a todos. Y había dejado el auto en la Terminal. Pero a la vuelta ¡zas! Otra vez. Se había olvidado de esa movida y se había bajado en la rotonda. Obvio: no había encontrado el auto. Y se había boleado. Se había alunado, el pelotudo. Y así, medio boleado/alunado, se había largado a caminar.
Nadie sabe nada del pelotudo. Dejaron de verlo en los lugares que solía frecuentar. Se perdió. Se perdió a él mismo. Y se ve que no se puede encontrar. O no quiere encontrarse. O se fue. Simplemente se fue. Porque están quienes creen que el pelotudo perdió definitivamente la razón y anda por ahí, vagando, errante, sin norte ni sur ni este ni oeste. Y están los otros, los que aseguran que se hinchó definitivamente las pelotas y se fue, se rajó, fugó –como tanto pelotudo medio que termina plantando rabanitos en San Marco Sierra, cómodamente adormecido en una nube de pedos- en busca del borde, de la frontera más allá de la cual pueda apropiarse de su vida y hacer, como quien dice, de su pito un culo.
-          Por ahí el pelotudo tiene la ilusión de que hay una puerta de salida y un afuera- le dijo un pelotudo amigo del pelotudo a otro.
-          ¡Qué pelotudez! ¡Hombre grande…!- condenó ese otro.

19/6/12

CAPÍTULO 19 Huellas y despelotudizadores

La condición de pelotudo con conciencia de clase –un pelotudo asumido, que reconoce un pelotudo en la imagen que le devuelve el espejo cada mañana- lo somete a un tormento insoportable: la certeza de su intrascendencia, de su finitud.
Está dicho: el pelotudo trasciende poco y nada y la muerte, para él, es una fecha de vencimiento insalvable. Su paso por la vida es, entonces, eso: un paso, fugaz y efímero. El pelotudo es, en el mundo terrenal –el único conocido hasta ahora, en la medida en que es el único que el hombre ha podido relatar sin que lo tomen por loco o endrogado-, un pasajero en tránsito. Pasa y listo, a la mierda, fue. No se queda. Casi no deja nada, más allá de recuerdos mejores o peores, más o menos perecederos, en un puñado de pelotudos que irán, de a poco, guardando esos recuerdos en rincones cada vez más recónditos de la memoria –son rastros, los recuerdos que deja el pelotudo medio, que se van borrando y van siendo tapados, reemplazados de generación en generación por huellas de los pelotudos que los recordaban vagamente pero también  mueren. Del polvo venimos y al polvo vamos, pensó el pelotudo y confundió todo, como siempre confunde todo porque es un pelotudo.
La conciencia de su finitud, de su intrascendencia, somete también al pelotudo al sentimiento corrosivo y corruptor de la envidia –no a padecerlo como víctima, sino como victimario. El pelotudo siente una envidia profunda y malsana por los que tienen algún don, alguna habilidad, cierta gracia que los recorta por encima del pelotón de pelotudos y les permite trascender, burlar su fecha de vencimiento, como estirarse más allá de la muerte y reducir la muerte, entonces, a un evento físico poco determinante, nada definitorio. Hay tipos y minas que, aunque los alojen seis pies bajo tierra y los conviertan en banquete de la gusanada, aunque los reduzcan a cenizas que se pierden en la inmensidad de un mar turbulento o de un río torrentoso o devengan abono de una de las áreas chicas de –un suponer- la cancha de Lanús, dejan marcas indelebles, una obra que los inmortaliza y los convierte en leyendas, estatuas, calles, escuelas, salas de lectura de bibliotecas de centro de fomento, canchas de padel y, lo mejor, en parte de la cultura de un pueblo equis.
El pelotudo tuvo un pico de envidia mientras caminaba como un pelotudo por la calle Sarmiento y recordaba, al cruzar Esmeralda, que en esa esquina Pipo Cipolatti se había bajado de un taxi una noche calurosa de sábado y se había comprado un paquete de pastillas Renomé para llevarse al cine a ver una de terror. En ese momento, una frase se recortó nítida de una conversación borrosa que mantenían dos chicas de menos de 20 –¡dos nenaaaaas!- que lo cruzaron como sin verlo.
-          Si la hacemos, la hacemos bien- dijo una de ellas.
El pelotudo hubiera apostado cualquier cosa: la chica no sabía de dónde carajo había salido esa expresión. Acaso nunca haya visto la repetición de un programa del Negro Olmedo, que había muerto antes de que ella naciera, pero tenía esa frase incorporada, porque la frase estaba en el diccionario, en el idioma, en el acervo popular, en la cultura callejera, en el rígido de la memoria emotiva de los argentinos. Y eso, al pelotudo, lo mata bien muerto de la envidia.
BUENOS DESPELOTUDIZADORES
Por eso -por la conciencia de su finitud y de su intrascendencia que lo angustian y lo cargan de envidia por los que dejan una huella indeleble en la humanidad y bla bla bla- el pelotudo ha probado todas las porquerías que hoy en día le ofrece al pelotudo medio el polirubro de la espiritualidad.
Se ha entregado a la romería de pelotudos menos pelotudos que él que se venden como buenos despelotudizadores y ganan fama y dinero tratándolo de pelotudo y tratando de concenverlo de que puede salir de pelotudo simplemente convenciéndose de que no es ningún pelotudo.
El pelotudo se masacra con el perversamente desopilante Claudio María Domínguez. ¿Tenés una vida chotita, chotonga?, le pregunta con una sonrisa pelotudísima de oreja a oreja, el muy sádico hijo de puta. Y el pelotudo va y se compra todos los libros y las revistas y se fuma los micros de la tele que pasan a la madrugada y los programas de radio que pasan en horarios chinos y no logra creerse un genio de la vida porque no logra entender qué carajo quiere decir Claudio María el despelotudizador cuando le dice que tiene que dejar de vivir la vida de otro y encontrarse a sí mismo para vivir la propia, porque en realidad piensa que estaría buenísimo vivir la vida de otro y no vivir la de él, que es la vida de un pelotudo que cinco de siete días a la semana tiene que levantarse como un pelotudo para ir a laburar, o sea a hacer lo que no tiene ganas de hacer porque tiene que ir a hacer lo que a otro pelotudo se le canta el quinto forro del culo que haga cuando se le viene en sus reputísimas ganas y encima tiene que viajar promedio tres horas por día para ir y venir de hacer eso que le rompe soberanamente las pelotas hacer cinco de siete días a la semana y no los cinco que él elige sino los que le elige el pelotudo con cargo.
Además se compró el libro de Confianza Total (www.confianza-total.com), que viene con unas alitas en la tapa y una leyenda irresistible que dice que muy de vez en cuando aparece un libro que realmente puede cambiar tu vida y dos minas con caras de exitosas. El combo, pergeñado por el gran despelotudizador Jack Canfield (Uno de los principales maestros de El Secreto y coautor de Los principios del éxito y Chocolate caliente para el alma, según la presentación que se hace el muy turro, que tituló un libro Chocolate caliente para el alma, como si el alma necesitara chocolate caliente... ¿El alma toma la leche con los amiguitos como los pelotudos de Carozo y Narizota? ¿El pelotudo de Ari Paluch se inspiró en el genio de Jack para sus combustibles espirituales? ¿Tan hijos de puta son que ni siquiera pueden inventar sus propias pelotudeces y se chorean entre ellos?) viene DVD, película (este apasionante film te dará la confianza necesaria para poder vivir tus sueños, aseguran, pero el pelotudo dice que él no quiere vivir sus sueños porque sería un pelotudo que viviría durmiendo y, se sabe, cocodrilo que se duerme es cartera, sino que lo que él quisiera vivir es una vida no tan de pelotudo, una de verdad, digamos) y cursos presenciales en teatros a los que el pelotudo, por supuesto, ya fue -y sigue siendo un pelotudo.
Se compró también los dos volúmenes de El combustible espiritual porque vio al pelotudo de Paluch una vez en el programa de tele de Gerardo Rozín diciendo que a él, que leyó a Osho y a otro montón de despelotudizadores transnacionales, la inspiración le baja, le baja, le baja, como el torrente sanguinoliento de una regla de primer día, pero al pelotudo lo único que le baja, le baja y no para de bajarle es la autoestima.
El pelotudo está endemoniado. Tiene el Diablo en el cuerpo y compra porquerías compulsivamente. El otro día estaba en la librería y no pudo resistir la tentación de comprarse Prende el optimismo, de Sergio Lapegüe, un libro esencial en el que el autor, famoso por conducir un programa de tele que ninguna democracia madura debería privarse de censurar, asegura tener la receta para una buena onda y un optimismo rozagantes: predisposición para recibir la buena noticia, la felicitación, la sonrisa amiga. Con eso, leyó el pelotudo, alcanzaría para atraer la felicidad, y se lo contó a un pelotudo amigo y el pelotudo amigo le contó las últimas noticias que recibió: la mujer se fue con un escultor indigente y le pide para la manutención del escultor (y para los pañales de la suegra incontinente, que se la dejó viviendo con él), el hijo menor se fue a estudiar biología marina al sur y le pide para la manutención de las ballenas francas de Península Valdez, la mayor se fue con un pibe a recorrer la América del Sur y le pide para la manutención de todos los pueblos originarios del subcontinente (y para el pibe que se la llevó a encontarse con sus orígenes y sus almas y la Pachamama y la reconcha de su lora), el jefe le cambió los francos (se los pasó al martes y al miércoles, salteado semana por medio) y unos chorros le entraron a la casa/le comieron la pizza fría que guardaba para el desayuno/le contaron el final de Dr.House/le garcharon al Boby. 
El pelotudo también se dejó llevar por consejos más imperativos: basta de miedos, de la Vivi Canosa, y ¡Pare de sufrir!, de ese pastor brasileño que, a la hora de las brujas, te ordena a los gritos que pares de sufrir enfrentando la cámara con la misma cara efedrínica de Maradona gritando el gol a Grecia en el fatídico mundial de Estados Unidos 94.
El pelotudo no falta nunca a las misas que ministra el Obispo Romulado (se pronuncia Gomualdo, con una G carrasposa, casi una J sería), un despelotudizador que todos los domingos mete tres lucas de pelotudos en una especie de templo/yopin del barrio porteño de Almagro y te garantiza la gracia de Dios, cura tullidos varios y te libera de los espíritus malignos que te atan a tu vida de pelotudo medio. Si no podés ir, Gomualdo tiene página en la interné (www.arcauniversal.com.ar), programa de tele, canal en iutub, feisbuc, tuiter y radio propia.
Igual no hay caso. El pelotudo no logra sacarse de adentro esa sensación de angustia que es como una acidez que le quema el esófago, como al pelotudo de Panigazzi. Y está empezando a desconfiar de las buenas artes de todos estos buenos despelotudizadores. Cada tanto, cuando tiene un ratito y revisa todo el material que amontona en la casa (los libros, los DVD, las revistas, el chocolate caliente y el combustible que chorrean en la alfombra), cuando alcanza a mirarse para sus adentros y en el espejo implacable del antebaño, llega a la misma, demoledora conclusión: ya vendrán tiempos peores.

13/6/12

Capítulo 18 ½ (No tan) sordos ruidos

Cuando se enteró de la muy interesante iniciativa de la Facultad de Periodismo de La Plata de unificar los baños y, de esa manera, derribar las tradicionales barreras sanitarias de género (barreras físicas pero sobre todo culturales, porque muchos pelotudos, acaso con el altruista interés de mantener la sensualidad de un sector de la población y la libido propia a resguardo de la acción corrosiva de los costados más escatológicos de las personas, siguen sosteniendo el mito de que las chicas no hacen caca o, en todo caso, si lo hicieran, que sus deposiciones olerían a delicadas fragancias –rosas, jazmines o praderas, ponele), el pelotudo, que le ve siempre el pelo al huevo porque es un pelotudo con dedicación exclusiva, pensó que el problema son los ruidos. Incluso se lo comentó a su madre: le dijo a su madre, que no se sorprende de sus pelotudeces porque lo conoce como que lo parió, que el problema de los baños mixtos son los ruidos. Y le explicó:
1)      El pelotudo medio es sensible –su pudor se eriza- a la trascendencia de sus actividades fisiológicas más allá de los límites de su privacidad, sean estos márgenes los que sean, porque no necesariamente la privacidad siempre es de uno, porque uno puede hacer cosas privadas de a dos, de a tres o con la cantidad de gente que más le plazca. O sea: a nadie le gusta que terceros que están fuera de su privacidad le escuchen sus vientos. De hecho, no hay situación más límite, más embarazosa, más dramática que la del novio que va a cenar por primera vez a casa de los padres de la novia y, acorralado por inclemencias gastrointestinales impostergables, advierte que el servicio está tan cerca de la mesa del comedor que la puerta no alcanzará para evitar la publicidad de sus actos si es que sus vísceras deciden ignorar las expectativas de su ser social y ponerle sonido a sus procedimientos. De ahí la metáfora popular: apretado como pedo de visita.
2)      Enfrentado al mingitorio, al pelotudo medio le gusta sentir en sus manos el peso de su virilidad -lo mensura con sutiles movimientos descendentes y ascendentes- y suele compartir el orgullo de macho con el amigo que, cómplice en ese ritual tan masculino, le dice faaaaa, loco, ahí tenés medio kilito de peceto, ¿no? Pero lo que más le gusta, lo que lleva al éxtasis al pelotudo medio varón es soltar -rajarse es la palabra adecuada, porque es una acción esmerada- un pedo bien sonoro -de esos que provocan la risotada adolescente incluso en la barra de amigotes cincuentones reunidos frente a la tele para ver Ferro-Brown de Madryn- mientras se echa una meada de ésas en las que se libera de la mitad de su peso en líquido. Sin ir más lejos, el pelotudo atendía hoy severas urgencias encerrado en uno de los cubículos del baño de la oficina cuando dos pelotudos entraron y -según pudo adivinar- se entregaron juntos al placer de esa meada reparadora frente a los mingitorios. Promediaba el trámite cuando un flato (del latín flatus: viento) largo y para nada discreto (un vetarrón, digamos), imprevisto como el estruendo de un pantalón que se rasga en una agachada imprudente, cortó el leve sonido de los chorros sobre la porcelana blanca y las bolitas igual de blancas de naftalina y conmovió los azulejos del recinto como un trueno en el sosiego de una noche calma de verano. Gracias, dijo uno y enseguida prrrrrrrrrrrr, la respuesta proporcional y el remate: Faltaba más, mandó el otro y los dos echaron a reír a carcajadas, felices, plenos y livianitos como boleadora de rhodesias.
- Sí: el problema de los baños mixtos son los ruidos- insistió el pelotudo y explicó: -Por el pudor de los pudorosos, porque quizá las chicas no estén dispuestas a tolerar las tradiciones de los pelotudos varones y porque ellos, ante la falta de mingitorios y con tal de no resignar esas ceremonias atávicas, ancestrales, van a terminar meando en los árboles de los jardines, como a todo pelotudo que se precie le gusta echarse una buena meada.

11/6/12

CAPÍTULO 18 Ya no da

El pelotudo está casado hace una punta de años –punta de años decía uno de sus abuelos, cree. Con lo cual, el pelotudo es un bicho raro, un anacronismo con patas. Porque hoy, el pelotudo medio se separa. Se casa o se junta y se separa. Más temprano que tarde se separa. Rápido, sin darle muchas vueltas al asunto. Se separa y a la mierda. La mina le rompe las pelotas más de lo que creyó que se las iba a romper y se separa. Se hincha las bolas y se separa. Se va. Con lo puesto. Entrega todo –casa, auto, piano, discos, la ropa y el perro- con tal de que no le rompan más las pelotas. O ve que ya no tiene ganas de clavarla todas las noches como al principio y se separa. No va más. Se acabó la pasión. No da para más. Y chau. Se separa. Pasa mucho después de que llegan los hijos. La mina no le da más bola y el pelotudo no se la banca y se va. Listo. O lo echan. Se da mucho últimamente. La mina se cansa del pelotudo y lo saca a la calle, como la bolsa de basura. Antes le dice que hace siete años que están en crisis y desencaja al pelotudo, que no se había dado cuenta y le reprocha: ¿Y por qué mierda no me avisaste que estábamos en crisis, así por ahí la remaba un poco? ¡Porque me acabo de enterar de esta crisis de siete años, yegua hija de puta! Después el tipo recapitula y sí, ponele que estaba medio pajero, reconoce, pero sigue puteando porque la perra no le avisó de la crisis ¡¡en siete putos años!! Como sea, el tipo se va. Entrega todo y arma otra casa y duplica los gastos y después se calienta con otra mina que capaz tiene hijos que se le adosan y se junta –al pedo se junta, porque se junta con la yegua nueva y con sus tres críos y por ahí tiene un par más propios y entonces se compra docenas de quilombos cuando lo que se había propuesto era vivir solo para que nadie le rompiera las pelotas- y al tiempo vuelve a separarse y vuelve a juntarse y cuando se da cuenta tiene que bancar tres casas, las puteadas de tres locas de mierda y una prole que parece un pac de fouars de los pumas –por la cantidad y por lo que lastran, las criaturitas de Dios.
Con sus amigotes del colegio, el pelotudo tenía un plan: todos al mismo tiempo se separaban a eso de los 35, cuando más o menos estarían presentables y con algún mango en el bolsillo como para pasarse un par de años de joda. Pero no quemaban los puentes, cosa de poder volver con el caballo cansado buscando refugio para la segunda mitad de la vida. O sea, el tema era no irse mal. Tenían que abrir apenas un paréntesis con alguna mariconada muy del pelotudo posmoderno tipo gorda, estoy confundido/necesito un tiempo para mí/no sos vos, soy yo o alguna gansada del estilo. Bueno, el plan fracasó estrepitosamente. El pelotudo nunca se separó y se convirtió en un caso de estudio. Otro se separó a tiempo pero al mes se encajetó de nuevo y ahí está, encajetado –hay pelotudos que es como que se apunan si los sueltan más de 24 horas. Y otros dos se separaron pero a los tiros –los echaron, digamos- y surfean la soltería con suerte dispar. A saber:
-          Uno se enfermó. Se le afiebró el pito. Y mantiene –acaso movido por el pánico a quedarse sin nada para comer- seis o siete relaciones paralelas a fuerza de un trabajo de inteligencia que a cualquier otro mortal lo alienaría con sólo imaginarse en ese entrevero.
-          Al otro cada relación le dura lo que la mina tarda en reclamarle subir apenas, casi imperceptiblemente el piso de compromiso por encima del cero. O sea, nada. Cada relación le dura nada porque las chicas no tardan nada en pedir un mínimo gesto: una cena a más de dos metros de la cama, un mensaje de texto que supere los 23 caracteres necesarios para coordinar un polvo, algo parecido a una palabra después de acabar –no entienden el efecto apocalíptico que tiene el orgasmo sobre el macho, se queja el pelotudo amigo del pelotudo, y abunda: no entienden que la eyaculación nos vacía por completo el cuerpo y el alma y nos marca el fin del mundo, al menos por un rato, que es variable pero nunca, jamás menor a diez minutos.
(En estos años pos-posmodernos de principios de siglo, las mujeres cacarean su emancipación económica/cultural/social pero lidian todavía algo torpemente con sus flamantes libertades/autonomías. Son como adolescentes en pleno estirón, cuando el cuerpo se les viene ajeno, inmanejable por momentos. Medio que están como agorafóbicas, digamos, y padecen cuadros intermitentes de hiperventilación)
Ahora el pelotudo tiene otro amigo, también cuarentón, que analiza seriamente la posibilidad de separarse. Y está convencido de que está comprando un boleto directo a la lujuria, al desenfreno, a la vida loca. Error. La otra noche, el pelotudo lo sentó y encadenó un argumento con otro en el intento de abrirle los ojos con la convicción de que a los 40 ya no da. Le dijo:
-          Es una fantasía eso de separarse a los 40 y creer que vas a salir como un campeón a revolear la garcha y que las pendejas de 25 te van a abrir las piernitas en efecto dominó como al insaciable Nico Cabré.
-          A los 40 ya estás grande y te ves como hombre grande. Así te ven las pendejas de 25. Te ven venir y dicen ahí viene un señor grande. Se te nota en la panza, en el pelo -en la ausencia de pelo en la cabeza y en los pelos que te asoman de la nariz y de las orejas-, en los bostezos de medianoche y en el blíster de pastillas azules que asoma de tu bolsillo.
-          Olvidate: las pendejas de 25 no te dan bola. A menos que tengas mucha guita o mucho poder, que son cosas que van de la mano –el poder da guita y la guita da poder-, pero los tipos con mucha guita y mucho poder no cuentan porque viven en un mundo distinto al nuestro.
-          Por ahí te dan bola las minas de treinta y pico, y a esa edad se pueden encontrar piezas en admirable estado de conservación. Pero las que no tienen hijos quieren tenerlos con vos… ¡¡ya!! Y terminás cambiando pañales y haciendo mamaderas a las 4 de la mañana como un pelotudo.
-          Ayer me encontré con un amigo de 42 que tenía las bolsas de los ojos como dos bolsas de consorcio que le llegaban al piso, igual que las bolas. Había llorado toda la noche el angelito -y él también.
-          Y las que ya tienen pibes quieren formar una nueva familia… ¡¡con vos!! Tengo un compañero de laburo que estaba contento porque había empezado a salir con una mina de 33, como Cristo. Un modelo 78 no está mal, pensó el pibe, porque bajaba siete modelos respecto de su ex. Pero la chica pretendió convertir la tercera salida (¡¡la tercera!!) en un fin de semana de tres. Pero no en una partusa: ¡¡¡En una escapada en familia con su hija de tres años!!!!
-          Y bueno… las de más de 40… tienen más de 40. O sea, un canje mano a mano. 13V por 13V. No da.



Esa misma noche, el pelotudo repitió toda esa argumentación en la sobremesa. La mujer, que miraba la enésima escena de casi chupón entre Carina Zampini y el madera Estevanez en Dulce Amor, le preguntó, sin sacar los ojos de la pantalla:
-          ¿Y por qué me decís todas estas pelotudeces a mí?
-          No sé, gorda, por ahí para que te quedes tranquila- ensayó el pelotudo, con poquísima convicción.
-          Ah no. Vos sos un pelotudo- lo liquidó ella, lamentándose por otro chupón frustrado de la dupla Zampini-Estevanez y dejándole una pregunta retórica mientras se alejaba sin dejar margen para la apelación: -Vos lavás todo esto, ¿no?

8/6/12

CAPÍTULO 17 Ollas y sartenes


Tipo nueve de la noche el pelotudo venía caminando por Corrientes lo más choto, disfrutando el olor a moscato, pizza y fainá y los efectos de la glaciación –el pelotudo dice que, a diferencia del calor, que le empasta la cabeza, el frío extremo le agita los pensamientos, aunque siempre termina pensando pelotudeces porque, claro, es un pelotudo-, cuando lo para una mina con un bombo de –ponele- siete meses y le pide que le compre algo de comer. El pelotudo le da unos mangos y sigue camino rumiando la frase tan de pelotudo medio que el Beto Brandoni le dijo a Juan Manuel Tenuta en aquella memorable escena de “Esperando la carroza”: Dios mío, qué poco se puede hacer por la gente… lo único que se puede hacer es no pensar (http://www.youtube.com/watch?v=MX24bb1-ncg). No va que llega a 9 de Julio y se choca con un montón de pelotudos y pelotudas que venían caminando por la avenida más ancha del mundo (es muy de pelotudo medio argentino destacar las proezas criollas, como la de tener la avenida más ancha y la más larga, el río más ancho y esas pelotudeces) con caras de enojados y enojadas (todos y todas) y batiendo con furia el parche de teflón de cacerolas y otros enseres.
-          Cuánta pobreza…- le dice el pelotudo a un pelotudo que tiene al lado y lo mira con cara de ¿vos sos pelotudo o te hacés? Pero el pelotudo no se amilana y abunda:
-          Mirá qué cosa que es la ignorancia, la falta de educación: se gastan lo poco que tienen en tintura platiné y chalinas ánimal print para parecerse a Susana…
Pero después se da cuenta –después de un buen rato, porque es un pelotudo- de que no son pobres ni desocupados ni desamparados ni excluidos los que venían cortando la avenida principal del centro porteño dándole y dándole a la cacerola, que no venían de la villa 31 sino desde Recoleta y que no pedían trabajo sino que los dejen comprar dólares, y alcanza a identificarlos con el mismo sector social (ahora garpa decir colectivo) que en 2001/2002/2003, con el país prendido fuego mal, quería pasarles por encima con sus autos de alta gama -comprados en la Argentina año verde verde verde todo verde del bendito uno a uno carlista- a los piqueteros/negros de mierda/vagos que no quieren laburar que cortaban calles pidiendo un hueso para cumplir un objetivo tan módico como sobrevivir. Recuerda entonces, el pelotudo, que la 9 de Julio es la misma avenida sobre la que solían acampar otros piqueteros/negros de mierda/vagos que no quieren laburar provocando pavor y pavura en el pelotudo medio civilizado y la reacción engolada del periodismo guardián de los más altos valores de la República. Y entonces piensa que seguro seguro seguro llegará a su casa y escuchará en la tele un coro engolado de periodistas guardianes de los más altos valores de la República pidiendo respeto por el derecho a la libre circulación del pueblo arrrrrrrgentino y reclamando que algún fiscal comprometido con la vigencia plena del Estado de Derecho empuñe cual Jiman el poder del artículo 194 del Código Penal para mandar al calabozo a los desacatados de la tintura platiné y las chalinas ánimal print. Y piensa que seguro seguro seguro saldrá esa misma noche el jefe de Gobierno porteño Mauricio que es Macri con la yugular como una morcilla exigiendo la intervención enérrrrrrgica de las fuerzas federales de seguridad para poner orden en las calles de su ciudad porque no hay democracia sin orden y cuestionando severamente a las autoridades nacionales por tolerar y –por omisión- alentar el caos y la anarquía. (Después no verá ni escuchará nada de eso y entonces pensará que capaz que nadie dice nada porque los que le daban a la marmita y al jarrito para la leche del gato de angora eran gente decente, como llamaban hace dos siglos a las elites porteñas ilustradas y lustradas, y que, justamente por su condición de gente decente, no sale a hacer bardo porque sí sino que debía tener razones buenas para abandonar su tradicional afecto por el orden que trae progreso y zafarse de esa manera tan… tan… tan poco de ellos, viste).  
-          Yo estoy medio en contra pero también medio a favor- le dijo después en la parada del bondi el pelotudo que corta los boletos (un pelotudo que no puede elegir un día no ir a cortar boletos porque sí o sí tiene que cortar boletos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que él elige sino los cinco que elige por él un pelotudo que se cree menos pelotudo). Y se explayó:
-          Tengo una casa que heredé de mis viejos y yo solo no la puedo mantener y entonces la quiero vender, pero nadie me la compra porque nadie puede comprar dólares para pagármela.
El pelotudo entendió después –entendió casi llegando a La Plata, porque tarda en entender- que la cuestión de fondo está en determinar qué intereses mueven a los pelotudos y las pelotudas a protestar. Dejándoles a otros pelotudos más informados la tarea de determinar si detrás de esos aceros inoxidables se esconden, agazapados, poderosos lobis del poder económico, y asumiendo que la manifestación era genuina y espontánea, el punto es si los caceroleadores creen que dolarizar la economía es bueno para el conjunto de la sociedad (para todos y todas), o sea que se trata de la confrontación de dos proyectos colectivos que pretenden lo mismo haciendo cosas diferentes, o es bueno para ellos y malo para todos y todas pero no importa y, en ese caso, si no da relegar un poco el interés personal (que no es re urgente, digamos, porque se trata de preservar ahorros, no de opciones dramáticas como comer o no comer, como era la de los piqueteros/negros de mierda/vagos que no quieren laburar) en función del bien general de una comunidad que podría verse beneficiada, acaso no a corto pero sí a mediano/largo plazo, con la consolidación de un modelo económico soberano estructurado a partir de una moneda nacional fuerte que pueda llegar a ser, de una vez por todas, una buena reserva de valor y una garantía de certidumbre para los ahorristas. En última instancia, pensó el pelotudo, la batalla cultural excede la discusión sobre pensar en verde o no: la onda parecería ser que empecemos a pensar en plural, mirando más allá de nuestros ombligos.

4/6/12

CAPÍTULO 16 Coger o no coger (cuando la duda no es la podonga)


El pelotudo no sabe si cree en las casualidades. Cree, más bien, que creer en las casualidades es una pelotudez. Que es una pelotudez creer siempre en las casualidades –en hechos fatales, fortuitos, atados a ningún otro que los preceda y los provoque-, porque a veces hay casualidades y a veces hay causalidades. O sea que no siempre las cosas pasan por casualidad, pero a veces sí. Pongámoslo así: el pelotudo, en realidad, cree en las casualidades, porque no cree que las cosas nunca pasen por casualidad y entonces admite la posibilidad de una casualidad, lo que significa que cree en las casualidades. Pero no de manera absoluta. No acepta que todo sea casualidad ni que admitir la existencia de las casualidades invalide las situaciones/hechos/acontecimientos/eventos que se producen a causa de otros –o sea, por una causalidad. En definitiva, el pelotudo se enrosca al pedo, porque cree en las dos cosas –casualidades y causalidades. Pero esto fue una casualidad, supone. Dos amigas le contaron el mismo día lo mismo. O sea: las dos le contaron el mismo día que les pasa lo mismo -lo que encierra dos casualidades juntas: que las dos, sin saber una de la otra, le cuenten a una misma persona una cosa y que a las dos les pase lo mismo-: resulta que las minas están con tipos que no se las cogen. El caso –los casos- es que ellas quieren que se las cojan, pero ellos no quieren cogérselas.

(Es muy probable que haya que cambiar definitivamente la forma de decir esto, y el desarrollo de este texto podría validar esta conclusión. Acaso haya que abandonar definitivamente el concepto de que los tipos se cogen a las minas y que si eso no sucede -si no se produce el acto sexual- es porque los tipos no se cogen a las minas, que es una idea machista y seguramente anacrónica, surgida del mecanismo biológico de la penetración, de la introducción del pene en la vagina como acción proactiva del hombre sobre la mujer, en el entendimiento de que la acción de penetrar involucra una voluntad y la de ser penetrada, en cambio, supone una actitud de pasividad, cuando, en rigor, la mujer, al ser penetrada, expresa su voluntad de ser penetrada en una actitud también proactiva que, además, habitualmente viene acompañada por otras iniciativas que denotan la toma de decisiones –besos, caricias y otros cachondeos. Será tiempo, entonces, de decir que los tipos quieren o no quieren coger y que ellas quieren o no quieren coger –no que quieren ser cogidas o que no quieren ser cogidas; no que quieren que se las garchen o que no quieren que se las garchen).

La cosa es que las amigas del pelotudo lo agarraron el mismo día para llorarle que están con pelotudos que –digamos- no quieren coger con ellas. Y que ellas les piden que se las cojan –perdón, les piden coger-, pero nada. Uno perdió el deseo sexual en el revoleo de una tormenta de ataques de pánico y cosas tan del pelotudo medio posmoderno –y parece ser que ya no lo encontró más. El otro prefiere ver películas –siempre prefiere ver películas a coger, el pelotudo.

Ahora bien: ¿será una casualidad o una causalidad que a las dos minas les pase lo mismo con dos pelotudos diferentes? ¿Será casualidad o será causalidad que los dos pelotudos ronden los 40 años? ¿Será casualidad o causalidad que las dos minas quieran y los dos pelotudos no quieran?

Las minas están espantadas. No hay hombres, dicen cada vez con más énfasis y menos margen para la duda o la refutación. Entre los que se animan a salir del placar y se revelan putos y los que no son putos pero no quieren coger, estamos al horno, lloran. Y el pelotudo medio siente que está condenado al desprestigio porque asegura, con rigurosa disciplina científica y ajustado lenguaje académico, que a ellas no hay poronga que les venga bien porque si les queremos dar a todas somos unos animalitos y si no les queremos dar, somos unos histéricos mariquitas.

Frente al lamento de las amigas, el pelotudo agravó la voz, se tomó la barbilla, frunció el ceño y ensayó una explicación con pretendido espesor sociológico que no escondía otra –vil- intención que la de escapar hacia tópicos que le ofrecieran un descanso a sus oídos y a sus huevos saturados frente al parloteo quejumbroso, desbocado, destemplado, cargado de sonoros esnifeos y de cambios permanentes de tono y de volumen al ritmo del ida y vuelta constante de la ira a la depresión, de los estallidos de furia a los sollozos asmáticos y flemosos.

Les dijo, el pelotudo –en rigor, con la primera de ellas balbuceó un poco porque iba improvisando, pero ya con la otra fue más convincente porque medio que se había aprendido el libreto y hasta se había convencido un poco de lo que decía- que probablemente/quizá/tal vez la culpa sea de la libertad –dijo culpa sin una carga negativa, como que quiso decir responsabilidad, consecuencia de. Que lo que acaso esté sucediendo es que hombres y mujeres sean ahora más libres para ser más honestos. Y que por ahí siempre hubo minas con ganas de coger y tipos sin ganas, pero ni las minas podían verbalizar sus ganas de coger –decirle a un tipo que se lo querían garchar, tomando ellas la iniciativa- ni los tipos podían admitir que no tenían ganas, porque ellas quedaban como unas putas y ellos como unos maricones aputasados; ellas, las atorrantas/fáciles/trolas/ligeras de cascos; ellos, traidores de la causa del macho argentino, ese implacable boiescaut siempre listo para servir a la Patria femenina, semental proveedor de esperma en cataratas. Hoy –les dijo el pelotudo- probablemente lo que esté pasando es que todo sea más transparente y tengamos que aceptar que hay de todo en la viña del señor, como en botica. O sea que el hecho de que a las dos minas les pase lo mismo podría tener algo de casualidad, pero también un poco de causalidad.

- ¿Pero por qué me tocan a mí los que no quieren?- le preguntaron casualmente las dos.

- Una puta casualidad- las consoló él, antes de que se pusieran a buscar causalidades en sus íntimos comportamientos, empezaran a tirarse tierra encima y lo atormentaran –a él, al pelotudo- con descarnados auto-flagelamientos sin final predecible.

1/6/12

CAPÍTULO 15 La invasión de los ratones



El pelotudo es un pelotudo todo el tiempo. Siempre es un pelotudo. No es que a veces se hace el pelotudo. No es que cada tanto se pone pelotudo. O sea: el pelotudo no pelotudea de a ratos. La pelotudez no es un jobi, una manera de distraerse. El pelotudo –hay que decirlo claramente- es un pelotudo fultaim: un pelotudo, digamos, con dedicación exclusiva.

Un suponer: el pelotudo va por la calle y observa, escruta el mundo, pero con ojos de pelotudo, con una mirada muy pelotuda. Podría decirse que es un observador, pero un observador pelotudo, que observa y fantasea. Hace de cualquier pelotudez una teoría, o una hipótesis. O ficcionaliza la realidad y ve cosas raras detrás de pelotudeces que a la mayoría de los pelotudos no le llaman la atención. Se apoya en cierto fundamentalismo del pensamiento moderno que indica que el sujeto es el que crea o constituye los objetos, con lo cual cada pelotudo podría tener una realidad propia, cosa que no debe ser tan así porque, si así fuese, todo pelotudo podría crearse para sí una bruta camioneta, una casa en la playa y una mujer con buen culo y buenas tetas que no le rompiera las pelotas porque se va a la cancha todos los domingos o se cuelga con cara de pelotudo a ver por la tele fútbol de Inglaterra, de Italia, de España o de Kuala Lumpur los domingos al mediodía en vez de prender el fuego y hacer un puto asado, que es lo único que le sale más o menos bien; y toda pelotuda podría crearse para sí un tipo parecido a George Clooney que encima no fuera tan básico como para fantasear todo el día con una bruta camioneta, una casa en la playa y una mujer con buen culo y buenas tetas que no le rompiera las pelotas porque se va a la cancha todos los domingos o se cuelga con cara de pelotudo a ver por la tele fútbol de Inglaterra, de Italia, de España o de Kuala Lumpur.

Lejos de ser una virtud que pueda distinguirlo bien de entre el ejército de pelotudos que puebla las calles de Buenos Aires, esta costumbre rebela, en el pelotudo, una tendencia a la dispersión, a la evasión… cierta volatilidad de su capacidad de concentración y una inclinación a fugarse hacia mundos inventados, acaso una forma de escaparles un poco a su rutina de pelotudo medio y a las obligaciones cotidianas que le corresponden por añadidura sin que pueda elegir no tenerlas, porque, se sabe: el albedrío del pelotudo no es muy libre que digamos. Es un albedrío restringido, angosto como las vereditas de la calle Perón entre Reconquista y 25 de Mayo (el pelotudo se pregunta una y otra vez, sin querer la respuesta, a qué pelotudo se le habrá ocurrido hacer en Buenos Aires tantas veredas de medio metro de ancho, que generan feroces batallas entre peatones apurados que se cagan a hombrazos y codazos cuando pasan de a dos, uno para cada lado, y generalmente uno de ellos termina con uno de sus pies en la calle y es arrollado por un motoquero que, después de matarlo, no se detendrá siquiera para bajarle los párpados y evitar que el cadáver quede con esa expresión tan desagradable, con la mirada perdida como la de un maniquí).

El pelotudo ha notado con cierta preocupación el aumento sostenido del número de pelotudos que andan por la calle con esos auriculares gigantes en las orejas. Dice, el pelotudo, que son una nueva versión de nerds que no temen al ridículo y andan por la vida lo más chotos pareciéndose al ratón Mickey, que es el personaje más pelotudo de la historia de los dibujitos animados (el pelotudo sueña con ir a Disney alguna vez, pero en este caso no lo sueña igual que el pelotudo medio, sino que lo sueña movido por la ambición de enfrentar alguna vez a un Mickey, embestirlo con una patada voladora y, sin dejarlo reaccionar, mientras se halla indefenso en el piso, propinarle una paliza revolucionaria al grito de ¡tomá, ratón imperialista hijo de puta! ¡A Minnie se la garcha Larguirucho, que es sudaca, argentino y bien pijudo!).

El pelotudo ve a estos falsos Mickeys tironeados por una contradicción: como buenos nerds, son pelotudos híper conectados, pero desconectados. ¿Cómo? Sí, están habitualmente híper conectados, pero sus auriculares gigantes los encierran a la vez que los transportan a un mundo paralelo. Son pelotudos con música de fondo –pelotudos musicalizados-, lo que debería convertirlos en pelotudos embargados por fuertes emociones, porque la música de fondo es lo que hace que la vida de los protagonistas de las películas sea tan emotiva. O sea, la música que llevan metida en el cerebro estos falsos Mickey debería montarlos en un carrusel emocional, pero, lejos de vérselos conmovidos, sus rostros, sus semblantes, sus ojos sólo expresan ausencia. Van como idos, porque no conectan con su entorno inmediato sino con un entorno remoto, que está más allá de lo que los rodea –las personas, los perros, los autos, los sonidos-, en algún lugar incierto.

Acaso sea que andan dionisíacamente enfiestados, piensa el pelotudo -y se asombra de lo que acaba de pensar. Un filósofo que no se andaba con chiquitas porque anunció nada menos que la muerte de Dios –no como el pelotudo de Pergolini, que anunció la (falsa) muerte del pelotudo de Phill Collins- explicaba que las fiestas dionisíacas, que parece que incluían chupi y frula a lo loco, ponían a los enfiestados en un estado de embriaguez y éxtasis tal –quedaban re locos, digamos- que se abría un abismo del olvido que separaba el mundo de la realidad cotidiana del mundo de la realidad dionisíaca. O sea, los tipos quedaban como en una nube de pedos. Y en la conciencia del despertar de la embriaguez los tipos ven por todas partes lo espantoso o absurdo del ser del hombre y esto les produce náuseas –les da un asquito, como los votantes de Macri a Fito Páez. Entonces prefieren andar con esos auriculares gigantes, viviendo una realidad lejana, casi irreal, aun pagando el precio de parecerse al pelotudo del ratón Mickey.