El pelotudo no entiende. Será que es
un pelotudo y por eso no entiende. Pero la cosa es que no entiende. El pelotudo
no entiende por qué puta razón, por qué faquin motivo, por qué
maldita/extraña/curiosa/pinche circunstancia –el pelotudo vio una película
mexicana que era un rosario de puteadas y se le pegó pinche, una mala palabra
que sale a borbotones de las bocas más cloacales de los hermanos mejicanos- un
pelotudo -un pelotudo importante, que camina por los bordes del pelotón de
pelotudos y que no debería ser un pelotudo porque es un ministro y los
ministros, por su condición de funcionarios y de los grosos, no deberían ser
tan pelotudos, según la sentencia del más brutal sentido común de Hebe de
Bonafini- le cuenta al mundo, por el tuiter, que se va a comer un churrasco con
ensalada y chau, que después del churrasco con ensalada se va a apolillar. ¿Por
qué mierda el tipo decide hacerse un churrasco y antes de poner la plancha en
el fuego y antes de salar el bife y echarlo a cocinar agarra la blacberri y
tuitea su decisión de hacerse un churrasco? ¿Qué pulso electromagnético activa
en su cerebro la iniciativa de difundir tan
pelotuda/cotidiana/nimia/intrascendente/rutinaria decisión de hacerse un
churrasco? ¿Qué insondable proceso síquico progresa en su conciencia? ¿Es el
eco de un trauma de la infancia lo que lo lleva a sobrevalorar tan desafortunadamente
la entidad de un bife con mixta? O mejor –pior, en rigor-: ¿Qué chingado cuadro
de alienación lo empuja a pifiarle tan feo a la valoración de su persona como
para suponer –estar convencido, en realidad- que una decisión suya tan pelotuda
puede perforar las paredes del interés doméstico –o sea, que le caliente a la
mujer y, cuanto mucho, a los hijos, porque viven con él y el churrasco va a
llenar la casa de olor a churrasco por un par de horas mínimo- y constituir un
asunto de interés público? Un churrasco con ensalada, repite el pelotudo y se
rasca la cabeza. Un churrasco con ensalada un churrasco con ensalada un
churrasco con ensalada un churrasco con ensalada. El pelotudo le da vueltas y
vueltas a la cuestión y nada. Se odia por no entender. Debo ser muy pelotudo,
se flagela. ¿Dónde está la joda?, se rebana los sesos, pero no consigue
entender. Debe ser un mensaje cifrado, vuela de pronto el pelotudo. ¡Ya está!,
se ceba: una contraseña. Como las del súper agente 86. Como el tractorcito rojo que silbó y bufó,
como siempre llovió al sur de Cincinnati.
El tipo tuitea que se va a comer un churrasco con ensalada y un complejo plan
secreto se pone en marcha –el pelotudo se da rosca y se imagina una
conspiración, una grande que involucra a altos funcionarios del Gobierno,
espías locales con nombres de guerra como Simón o Sinclair o Larguirucho con
apoyo de agentes de poderosos organismos de la contrainteligencia saudí y topos
de la inteligencia rusa reclutados en las redacciones de grupos mediáticos hegemónicos
del tercer mundo, preferentemente periodistas con caras de feliz cumpleaños,
impensables habitantes del submundo del recontra espionaje, y empresarios
inescrupulosos y clérigos de votos débiles y mandamientos elásticos. El
pelotudo prefiere delirar y justificar al funcionario que tuitea que se va a
comer un churrasco con ensalada, porque Hebe tiene razón, piensa: un
funcionario –un ministro, para colmo- no puede ser tan pelotudo.
No entiende. El pelotudo no consigue
entender por qué un pibe –un pibe grande, que carga sus bolas en carretilla-
confiesa en el feisbuc que su adolescencia estuvo marcada por Dawson`s Creeck, una serie juvenil
yanqui que no te puede marcar porque si te marca te deja una marca brava, o sí
puede marcarte, porque de adolescente sos flor de pelotudo, pero, dice, cree
el pelotudo, lo que no da es que muchos años después, ya superada esa etapa de
pelotudez extrema, confieses alegremente, ligeramente, livianamente –lo más
choto, digamos- que sos un pelotudo marcado por Dawson`s Creeck. Que lo cuentes en una sesión de terapia grupal
como el tipo que confiesa que es alcohólico o drogadicto o golpeador de mujeres
o timbero mal y todos los demás le dicen gracias,
Jorge –ponele que se llama Jorge-, por
compartir tu historia –y hasta por ahí lo aplauden por abrir su corazón de
perdedor-, vaya y pase. Pero que lo publiques en el feisbuc…
El pelotudo no entiende.
No entiende tampoco por qué un
diputado –un representante del pueblo no puede ser tan pelotudo, diría la
compañera Madre- cuenta en el tuiter que su hijito le dice no sé qué cosa
–seguramente nada importante, viniendo de una criaturita de Dios en edad de
destete- y se vuelve a jugar o por qué una periodista de la tele relata su
existencia más íntima en tiempo real y sólo para cuando duerme –el pelotudo
piensa por qué no dormirá más- o por qué una mina que vive colgando videítos
musicales en el feisbuc cuenta que está soooooooo
tired, but still happy –la mina es argentina y vive en Argentina, pero pone
que está soooooooo tired, but still happy
y cuando un zángano le pregunta por las razones de su bilingüidad, si es
que tiene amigos en una comunidad angloparlante o algo por el estilo, la mina
responde por qué no?, como revelando
que no es consciente de la criminalidad de sus actos sin siquiera darse cuenta
de que está haciendo esa revelación porque la pelotudez es un espiral infinito.
El pelotudo no entiende por qué el
tecno-pelotudo medio da en feisbuc o en tuiter los buenos días y las buenas
noches y cuenta sus estados de ánimo en el arranque y al cierre de cada
jornada. Y le da la sensación de que el tecno-pelotudo medio despierta cada
mañana a dos mundos: el real y el del tuiter y el feisbuc. Y sospecha que es
más amable con sus seguidores y sus amigos de tuiter y feisbuc que con la mina
con la que duerme –o el tipo con el que duerme, al que le pone cara de ojete
todas las mañanas y lo condena a dormirse cada noche escuchando una sarta de
reproches. (Recuerda, el pelotudo, a un pelotudo que una noche pidió perdón por
el tuiter porque era tarde y se había olvidado de saludar, como quien se olvida
de darle un beso a un hijo).
El pelotudo tiene el culo lleno de
preguntas.
¿Por qué le contamos nuestra
intimidad a un montón de extraños en las redes sociales y no hacemos lo mismo,
pero cara a cara, con los extraños de la cola del banco o de la panadería? ¿Por
qué no entramos a la peluquería y nos ponemos a contarles a las viejas chotas
que se están haciendo el brayin o la toca que nos comimos un churrasco con
ensalada y que nuestro hijo dijo culo? ¿Por qué no entramos al cine megáfono en
mano y anunciamos que el nene hizo caca en la pelela?
¿Por qué ponemos en feibusc nuestros
álbumes de fotos íntimas? ¿Por qué involucramos a terceros en esa publicidad
sin pedirles permiso? ¿Por qué, entonces, no repartimos esas fotos en la cancha
entre cuanto extraño encontramos en la tribuna? ¿Por qué no repartimos fotos de
nuestros novios/esposas/amigos/hijos/parientes varios en los negocios del
barrio cuando hacemos los mandados?
¿Por qué hacemos lo que hacemos en
las redes sociales? ¿Eh? ¿Eh? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Morbo? ¿Vanidad? ¿Exhibicionismo?
¿Alienación? ¿Soledad?
¿Queremos ser Ricardo Fort? ¿Tan
pelotudos como Ricardo Fort queremos ser?
Se sabe: el pelotudo medio es chiquito
–tiene el aura entallada, ceñida a su cuerpecito. Flaco es el impacto de sus
acciones en el devenir de la Historia. Poco influyen sus actos en los procesos
políticos, económicos, sociales y culturales que agitan, modifican o estremecen
el mundo. El pelotudo medio rara vez hace una revolución o desafía al establiyment
o quiebra códigos culturales. No suele inventar nada, el pelotudo medio. Más:
por lo general, sus decisiones prácticamente no tienen repercusión alguna en la
vida de su comunidad, y son muchos los que ni siquiera tienen injerencia en el
reducido espacio de su casa –no deciden dónde se va la familia de vacaciones,
cuándo cambia el auto, dónde pasa la Nochebuena, de qué color se pinta la
piecita del fondo… ni el maldito nombre del faquin perro pulgoso de mierda
puede poner, el muy cero a la izquierda.
El mundo, entonces –su universo- se
le hace estrecho y es como que las paredes lo oprimen, lo asfixian. El tuiter y
el feisbuc, pues, le han salvado la vida al pelotudo medio, que quiere fama y
no sabía –no tenía- cómo conseguirla. (Porque, otra cosa: el pelotudo medio
quiere lo que no tiene. Sí, lo que no tiene lo quiere. Tiene familia, quiere
salir de joda. Está solo y sale todas las noches, quiere una mina para sentar
cabeza. Tiene laburo groso y se queja del estrés y entonces quiere rascarse las
bolas todo el día. Labura poco y se rasca mucho y quiere más acción porque se
siente un parásito. Es un perfecto ignoto que camina lo más choto por la calle
sin que nadie le rompa las pelotas y quiere fama –fantasea con la gran vida que
se dan los famosos, sumergidos siempre en una locura re loca de sexo, drogas y
rocanrol. Pero resulta que los famosos –con carita de fastidiosos- se la pasan todo el día escapando de los fans porque
las hordas de acosadores salen de los
taxis de la sopa del placard y entonces preferirían andar borrachos en el subte. No es fácil la vida de la estrella de
rock, dicen los pelotudos tirados en un sofá rojo de tres metros cincuenta del
Faena clavándose un farol de Jonnhy Walker etiqueta azul mientras una modelito
de 22 les zarandea la papirola con fruición adolescente.)
En el tuiter y el feisbuc el pelotudo
medio, digamos, se zambulle en un espejismo de notoriedad y protagoniza con
excitación primeriza un módico pero resarcitorio riálitiyou.
- ¡La
vanidad! ¡El tema es la vanidad!- teoriza con entusiasmo el pelotudo hablando
solo.
La vanidad –desarrolla ahora para sus
adentros, después de consultar el diccionario- es la arrogancia, la presunción,
el envanecimiento, y es también la capacidad de ser vano, o sea hueco, falto de sustancia… hueco y también inútil. La vanidad –arriesga el
pelotudo- es un rasgo de la condición humana y, entonces, del pelotudo medio.
Ok: que nadie se haga el cancherito/superado/limpio de culpa y cargo porque la
vanidad es un bicho que todos llevamos adentro, se ataja, pero advierte: el
pelotón de pelotudos se divide en los que pueden reprimirla y los que no
-aunque para reprimirla primero hay que despreciarla, identificarla como un
rasgo patético, grotesco, y ahí está una división anterior, que aparta a los
que ni siquiera se dan cuenta y entonces lejos, a años luz de reprimirla.
El pelotudo cree, por ejemplo, que en
el universo de pelotudos están de un lado los pelotudos que reciben premios y
del otro, los que no. Que está el pelotudo que se gana una nominación al Martín
Fierro y se compra –o alquila- un esmoquin pensando que es Brad Pitt que va a
la entrega de los oscares del brazo de Angelina Jolie y va y se saca fotos en
la alfombra roja –que está medio ajada y medio arqueada y por ahí hasta se
tropieza en cámara, el pelotudo- y después gana el pinche premio y llora como
un marrano y sube al escenario y saca un papelito –o sea que antes escribió el
papelito- y, moqueando, dice que le dedica el premio a Mati y a Pili, que son
sus soles, y a Tito y Chola, que lo apoyaron siempre. Y el pelotudo vuelve a no
entender qué chingado cuadro de alienación empuja al premiado a pifiarle tan
feo a la valoración de su persona como para suponer –estar convencido, en
realidad- que su amor filial por sus soles Mati y Pili y su gratitud para con
Tito y Chola, o sea dos materias de su más íntima esfera privada, pueden
perforar las paredes del interés doméstico y constituir un asunto de interés
público que merezca ser ventilado… ¡¡¡por la televisión nacional!!!
El pelotudo está cansado de no
entender. Igual cree que, por más que no entienda, está buena su inquietud por
estos temas de la vida moderna. Es más: cree que alguien debería publicar sus
devaneos. Capaz que empieza por feisbuc. Sí, por ahí pone todo esto en feisbuc.
A muchos, cree –está casi seguro- les va a interesar. Me gusta, van a poner, seguro.
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