27/6/13

VOL 2/3 - Cap. 9/5 - El Pelotudo Medio recargado - Ella y Él


Lo bueno de viajar a Buenos Aires a las cinco de la mañana es que vas como trompada por la autopista porque son poquitos los pelotudos que viajan a Buenos Aires a las cinco de la mañana, pero lo malo es que dos por tres no llueve pero hay niebla y entonces no podés ir como trompada porque no se ve un cura en la nieve. El pelotudo hacía este razonamiento mientras achinaba lo’ojo para ver si veía algo en medio de un espeso banco de niebla –nunca puede recordar cuándo es niebla y cuándo, neblina, y eso que una vez consultó a un meteorólogo para sacarse esa duda, una de las tantas dudas pelotudísimas que cada tanto lo asaltan y lo ponen piñón fijo, lo ponen- que reducía la visibilidá en el tramo La Plata – Hudson de la autopista por la que al menos cinco de siete días a la semana viaja para cumplir con su rutina de pelotudo medio recargado que tiene no uno, sino dos trabajos que le dejan el libre albedrío hecho apenas una sombra de lo que nunca fue.

La niebla finalmente se disipó cuando pasó el primer peaje y el pelotudo pensó que entonces podría acelerar pero no… ¡Zas! Tuvo que detener completamente la marcha porque delante suyo se extendía un río de lata que se perdía más allá del alcance de su mirada, todavía achinada después de hacer fuerza para ver en la niebla. O sea, un puñetero embotellamiento de la santísima concha. Pasaron dos minutos y la galleta no movía. Pasaron cinco minutos y nada. Diez y nada. Pasaron quince minutos y nada y el pelotudo se hinchó las pelotas y se bajó y se puso a caminar entre los autos preguntando a cada pelotudo embotellado qué era lo que estaba faquin pasando allá adelante, más allá de su mirada ahora achinada por la bronca.

—Hay un piquete, mostro- le dijo uno con cara de hay que matarlos a todos. —Otra vez esos negros de mierda, otra vez— completó el ñato.

Al pelotudo se le dibujó en la cara una mueca de resignación que vino acompañada de un leve encogimiento de hombros. Giró sobre sus talones y volvió sobre sus pasos hasta el coche —volvió sobre el recuerdo de sus pasos, en realidad, porque los pasos no quedan en el lugar donde los damos, se dio cuenta el pelotudo. Pasaron 20 minutos más y el pelotudo seguía ahí, como un pelotudo, y entonces de pronto manoteó el Página del asiento del acompañante en un gesto mecánico de hastío y aburrimiento. Zapeó títulos, el pelotudo, espantado por la tapa copada por el quilombo del día anterior en el Puente:

-          La cacería policial terminó con dos muertos a balazos.

-          Lo mataron mientras auxiliaba a otro.

-          Veremos a policías tirar y tirar.

-          Los obispos, muy preocupados por la violencia pero muy cautelosos.

-          El Fiorito, espejo del dolor por la represión.

-          Una noche de repudio.

-          Mucho silencio y caza de brujas.

-          La masacre anunciada.

-          Koehler y su mala onda con la Argentina.

-          La cuenta de la fuga de divisas.

—Este diario todo mal—, pensó el pelotudo en voz más o menos alta. Y entonces manoteó el Clarín, que andaba bien con Duhalde y estaría más livianito, supuso. Pasó la tapa sin mirar y zapeó títulos:

-          La crisis causó dos nuevas muertes.

-          Cuatro historias de un día trágico.

-          Una escalada de violencia que vuelve más frágil a la democracia.

-          Escenas de violencia y muerte en Avellaneda, al borde del Riachuelo.

-          Intentan marchar a Plaza de Mayo.

-          Fuerte advertencia de la Iglesia.

-          El Fondo Monetario va de la irritación a la decepción.

-          Los bancos dicen que no se van.

-          Emitirán hasta 7.000 millones de pesos para asistir a los bancos.

—Ta madre, che— pensó el pelotudo en voz bastante alta y tiró el diario para el asiento de atrás y reclinó el asiento para tratar de apolillar un rato, cosa que logró rápido, cree, porque no hay pelotudo capaz de determinar con precisión cuánto tarda en dormirse y, como éste es un pelotudo medio, tampoco él ha desarrollado esa habilidad. Tampoco podría precisar cuánto tiempo durmió, pero le pareció que habían pasado apenas unos minutos cuando se despertó sobresaltado por los golpes en la ventanilla. Enfocó en el agente del orden utilizando solo el ojo izquierdo, porque el derecho lo tenía cerrado sobre el earbag, que evidentemente había usado a modo de almohada durante esos minutos durante los que se había torrado. Se incorporó con dificultá y con más dificultá enfocó —ahora sumando el ojo derecho apenas entreabierto— primero en el humo que salía del motor, segundo en la trompa convertida en un bollo de lata, tercero en la columna que se le metía casi hasta el parabrisas y cuarto, haciendo un esfuerzo para mirar bien para arriba, en el cartel colorado que le planteaba una opción: Ella o Vos.

—Andá a la puta que te parió— pensó el pelotudo en voz baja.

25/6/13

VOL 2/3 - Cap. 8/4 - El Pelotudo Medio recargado - De película


El pelotudo fue al cine a ver una de zombis y pensó que no iba a haber mucha gente en el cine porque el pelotudo medio adulto no debería ser tan pelotudo como para ir a ver una de zombis. Las de zombis son ahora refugios de nuevos nerds. Antes los nerds eran los pelotudos que se mataban con la tecnología, o más bien con las computadoras, porque no había antes, en la época en que los nerds eran los que se mataban con la tecnología, todo lo que hay ahora para matarse con la tecnología –la plei la ui la equisbox la decé la tablet la notbuc la netbuc el aifon el aipod el esmartiví y la chota de jara.com. En cambio, ahora el pelotudo medio es medio nerd en el sentido ése; en el sentido de que todos los pelotudos se matan con la tecnología. Ergo: al nerd le coparon el rancho, lo corrieron por el lado que corría, digamos; le robaron la franquicia y lo sumieron en la marea informe de pelotudos ultra tecnologizados –le robaron el alma, casi que. Pero el nerd resiste, da pelea, presenta batalla. No se rinde así nomás. No está dispuesto a dejar de ser señalado con el dedo. No quiere que dejen de discriminarlo por nerd. Entonces muta. El nerd muta. Busca otras ropas, otros rostros, otros campos de acción. El pelotudo creía que el fanatismo por los zombis era uno de los escondrijos del nuevo nerd. Creía, el pelotudo, que el nerd estaba ahí, agazapado en esa madriguera, nerdeando entre videojuegos, libros y películas de zombis. Y pensó: para llenar los cines no alcanzan los nerds. Pero… ¡zas! Otra vez el mismo error, de nuevo suponiendo –mal- que era capaz de pensar con originalidad, de razonar distinto al pelotudo medio, y pensó que como el protagonista de esta película de zombis era Brad Pitt capaz que no era tan bizarra y no era sólo para nerds camuflados en fanáticos de los zombis. Claro, todos los pelotudos pensaron lo mismo y el cine se llenó de pelotudos.

Igual la ida al cine fue productiva –y eso puso contento al pelotudo porque, al fin, lo que busca el pelotudo medio es que lo que hace sea productivo: la misión del pelotudo en la sociedad es producir algo y no ser un parásito, un pelotudo inútil. El tema es que en el cine se dio cuenta de algo. No, mentira: fue al cine y después de ver la película de zombis y de comerse un balde de pochoclo –el pelotudo va al cine y se compra un balde de pochoclo, para no ser menos pelotudo que la media- y después de irse del cine y después de llegar a su casa de vuelta y después de pasar un par de horas pelotudeando, el pelotudo se dio cuenta de algo –recuérdese que tarda en darse cuenta-: se dio cuenta de que le gustaría vivir en el cine. O sea: vivir como en el cine. Es decir: vivir en situación de haber ido al cine. Digo: no vivir en el cine haciendo todo lo que un pelotudo medio hace cuando vive, porque trabajar en la oscuridad le rompería los ojos y dormir en las butacas sería por demás incómodo y freír una milanesa en el cine sería harto molesto para los demás y jamás podría, un suponer, tirarse un pedo con ruido porque –a menos que se cagara justo cuando en la película explota una bomba, otro suponer- todos se darían cuenta y el pelotudo sería blanco de un repudio colectivo y de una condena social que lo marginaría –se imagina a todo el cine abucheándolo y se imagina arrancado del confortable anonimato que su pertenencia al club del pelotudo medio le garantiza. Al pelotudo le gustaría vivir como cuando va al cine, repitiendo esa experiencia una y otra vez, en continuado, sin que nada nunca alterase la paz y la tranquilidad que tiene cuando está viendo una película en el cine.

El pelotudo fue enumerando los beneficios que tendría vivir en el cine. Y anotó:

1)    Nunca tendría mucho frío ni mucho calor porque en el cine la brecha térmica no es muy amplia, con lo cual una remera un buzo y una campera liviana constituirían un equipo capaz de ajustar la temperatura corporal al ideal según se fueran dando esas leves variaciones.

2)   No tendría hambre y le alcanzaría un menú básico de pochoclo confites sugus y coca cola para atender placenteramente alguna ansiedad oral nacida de la tensión de la trama de la película, un tercer suponer.

3)     Nunca nadie le hablaría y él no debería hablarle nunca a nadie.

4)    Podría vivir sacándose las zapatillas y podría entonces vivir en patas, con lo que le gusta al pelotudo vivir en patas y arrancarse cueritos mientras mira películas.

5)  Viviría con música de fondo, con lo cual su vida sería mucho más colorida y emocionante –el pelotudo está convencido de que la vida de los protagonistas de las películas es más emocionante que la del pelotudo medio de la vida real porque tiene música de fondo que enfatiza los momentos de alegría tristeza desesperación miedo euforia angustia placer sexual etcétera.

6)   Como el pelotudo se cree las películas –se cree todo lo que pasa en las películas-, viviría una vida mucho más divertida y variada que la realidad que vive a diario, que le resulta aburrida porque su condición de pelotudo medio no le deja grieta por donde escaparle a la certeza de que todos los días –o al menos cinco de siete días a la semana- deberá levantarse para ir a trabajar y no tendrá opción de torcer ese destino de pelotudo medio que no puede elegir levantarse y decidir no ir a trabajar y quedarse rascándose la guinda hasta desangrarse. Viviendo en el cine casi que viviría tantas vidas como historias contaran las películas y viviría aventuras romances proezas revoluciones epopeyas viajes espaciales guerras interestelares apocalipsis epidemias y grandes logros deportivos; sería ladrón policía gangster presidente líder guerrillero superhéroe indio convicto conquistador faraón dios semidios famoso poderoso mafioso estrella de rock y poeta; sería hombre y mujer y todo lo que hay en el medio y viviría el presente el pasado y el futuro o las tres cosas en un lapso de dos horas cuando dieran Volver al futuro.

Se dio cuenta, el pelotudo, que viviendo en el cine podría suplantar su vida de pelotudo medio por otras vidas. Y supuso, el muy pelotudo, que ya no querría lo que no tiene, esa aspiración tan de pelotudo medio que suele torturarlo. 

13/6/13

VOL 2/3 - Cap. 7/3 - El Pelotudo Medio recargado - El Súper Pelotudo





El tema es el sueño. Este año, claramente el problema del pelotudo es el sueño. Tiene mucho sueño. Anda con sueño todo el día -y toda la noche también, incluso cuando duerme, porque, deduce, si mientras duerme no tuviera sueño se despertaría. Medio dormido, anda el pelotudo. Medio dormido come, medio dormido hace la digestión, medio dormido se baña, medio dormido mea, medio dormido maneja, medio dormido trabaja, medio dormido viaja en subte, medio dormido se viste, medio dormido se embotella, medio dormido piensa duda sueña ama odia bosteza parpadea ve oye huele... Cabeceando más que Palermo, el pelotudo anda entrando y saliendo de la realidá, o capaz que fundiendo -y confundiendo- la realidá con la inconsciencia. Anda todo el tiempo al filo, por el borde, haciendo equilibrio entre los abrires y los cerrares de ojos. Medio boleao, por ahí abre lo'ojo y está acá, y por ahí los cierra y chau: se fue para allá, pero cerca, a un paso de acá. La frontera es delgada. Y es difusa. ¿Dónde es acá y dónde allá? A veces, el pelotudo no sabe, no logra distinguir, se aturde. Si lo apuran, capaz que no puede contestar. 

—¿Estás acá, pelotudo?— le suelen preguntar cuando lo ven medio ido, metiendo un frentazo tras otro. 

— ¿Eh? ¿Lo qué? Ah, sí sí. Bah, no, o sí, ¿qué sé yo? ¿Acá dónde?— suele balbucear sin que se le entienda una goma, un poco desde acá y otro poco desde a allá.

Pero el problema no es, en rigor, el sueño. Este año, el problema del pelotudo es la incertidumbre que le provoca esto de andar saltando de un lado al otro, porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Miedo a cuando se torra, tiene. Miedo a lo que pueda hacer cuando se le apaga la tele. Porque allá es más libre. Allá es él: el pelotudo en toda su dimensión; el pelotudo liberado de las ataduras de la faquin cultura represora de sus instintos, de sus pulsiones, del puto Súper Yo, diría Sigmund; de ese pelotudo castrador que lo reprime para que no sea un total inadaptado social, para que sublime y, siguiendo a Sigmund, convierta la libido mala en libido buena —la libido es bipolar, como el colesterol— y mantenga a raya al pelotudo peligroso y lo convierta en un pelotudo útil y utilitario que cinco de siete días a la semana se levanta a las cuatro y cuarto de la plena madrugada para cumplir sus deberes de pelotudo medio —un pelotudo manso y tranquilo. 

El pelotudo le tiene miedo, entonces, al pelotudo mismo: a lo que pueda hacer el pelotudo recargado del más allá en alguna vuelta que se confunda y saque todo el pelotudo que tiene adentro, pero en el más acá. O sea, que haga lo que se anima a hacer en sueños -algún cagadón penado por la moral pública- pero en la realidad, sin distinguir una cosa de otra.

Este año, entonces, el problema del pelotudo es el sueño y es el miedo, porque el sueño lo enfrenta al miedo -al terror- que le produce un monstruo impredecible: el Súper Pelotudo.


Es que imagina que el Súper Pelotudo, en ese estado fronterizo de semi inconsciencia, medio como soñando despierto, vendría a ser, sería capaz de darse todos los gustos que el pelotudo despierto se reprime, sublimando sus pulsiones más pelotudas para transformarlas  en un río torrentoso de pelotudez utilitaria, políticamente correcta, más o menos productiva, moralmente intachable. Sí, el pelotudo no tiene dudas: el Súper Pelotudo sería un zarpado capaz -un suponer- de entrar a un baño público y manotearle fuerte el picaporte al pelotudo que estuviese cagando y, después de sobresaltarlo por ese miedo razonable a que te abran la puerta en el que acaso sea el momento más íntimo de la persona humana, abandonar el recinto sanitario apagando las luces a la pasada; de dejar en el bar la servillera de papel usada de nuevo en el servilletero, pero bien usada para que fuese muy dificil sacarla para usar las que están limpias; de hacer como que no anda el lector de tiquets de la barrera del estacionamiento del yopin justo la noche de ofertas del Día del Padre y poner la marcha atrás como pidiendo permiso para pasarse a la barrera de al lado; de ir con un amigo al banco y en la cola fruncir la nariz como que hay muy mal olor y preguntarle al amigo en voz muy bajita pero lo suficientemente alta como para que se escuche: ¿Fuiste vos, hijo de puta?, y ante la respuesta negativa del otro empezar a mirar para todos lados como buscando al responsable y clavarle la mirada a la minita de atrás con clara actitud acusadora; de pedir que le abran una camisa que está toda doblada y llena de alfileres y plastiquitos y cartones y, después de probársela, dejarla con el argumento de que no, que no hay caso, que a él las camisas no le van; de llamar a una radio y decir pija al aire, de decirle a su mujer que las milanesas le salen como el orto, de ir al restó más caca de Recoleta, comer como un cerdo, clavarle un chorro de soda a un Rutini y rajarse sin pagar; de decirle al forro de su jefe que la secretaria les contó a todos que no se le para, de decirle a su jefe que tiene cara de forro, de hacerle 15 preguntas a la cajera de McDonalds, de pedirse una soda, hacerse un fondo blanco y volarle la peluca de un eructo a una vieja cheta en La París; de asfixiar con una milanesa de soja al hijo de puta que ronca como un puerco y babea al lado suyo en el bondi y de tantas otras locuras que el pelotudo prefiere ni imaginarse porque entra en pánico y porque, además, tiene mucho sueño como para seguir pensando tanto.


10/6/13

VOL 2/3 - Cap. 6/2 - El Pelotudo Medio recargado - La galleta final

El pelotudo se despertó por dos cosas:

1) Los cartones con propaganda de Aceite Marolio que había puesto para tapar el sol se habían caído y entonces ya nada tapaba el sol, que a las siete y media de la mañana pegaba justo en el parabrisas porque tan mala leche tenía el pelotudo que el día del bloqueo final el coche justo le había quedado como a Subiela le había quedado el protagonista de la peli: mirando al sudeste.

2) Otra vez ese picor -un picor insoportable en la ingle derecha, ya casi en carne viva de tanto rascarse y rascarse las pelotas.  

Encandilado, con lo'ojo finito como puñalada en la lata, el pelotudo levantó el abdomen separando el culo de la butaca como para poner su cuerpo recto como una tabla -o una tablet, para más modernidá- y deslizó su mano derecha por adentro de su pantalón y de su calzoncillo y se rascó y sus uñas volvieron a teñirse de rojo -rojo sangre. Se olió los dedos y tuvo arcadas. Se miró las uñas larguísimas y vio que tenía allí abajo mucha piel acumulada. Se llevó los dedos a la boca y con los dientes rasqueteó la parte de abajo de las uñas y fue escupiendo esos residuos epiteliales hasta que uno se le fue por el caminito viejo y se atoró. Se atoró, el pelotudo, y una tos seca lo encorvó, lo sacudió, lo hizo saltar como montado en un potro salvaje. Varias veces se dio la cabeza contra el techo del auto, el pelotudo, hasta que el cuerpo extraño salió eyectado de sus fauces envuelto en una baba gelatinosa que, después de varias vueltas tipo boleadora, se estrelló contra el parabrisas -allí quedó unos segundos hasta que comenzó a desprenderse y, tras unos instantes balanceándose en movimientos pendulares, terminó descansando sobre el tablero de comando. Se rascó también la cabeza pero le costaba cada vez más hacerlo: tenía el pelo tan enredado que los dedos se le quedaban atrapados en el enjambre. Y se rascó también la cara, tapada por una barba tupida -el picor solía empezar en la ingle derecha y después se le viralizaba a todos los rincones del cuerpo, especialmente a los pliegues más oscuros y húmedos y debajo del pelo, donde acumulaba grasa tierra bichos y otras yerbas.

Se incorporó con dificultá y se desperezó estirando sus dos brazos por encima del respaldo de la butaca y casi en el final del estiramiento se tiró un pedo que enrareció aún más el clima en ese habitáculo que había pasado la noche completamente hermético por miedo a los afanos. Frunciendo la cara por el olorazo, puso las llaves en contacto para habilitar el mecanismo eléctrico de apertura de las ventanillas. Bajó la de su lado conteniendo la respiración y, asomando el marote, llenó sus pulmones de aire más o menos limpio y sintió en su rostro una brisa fresca agradable que lo invitó a bajar y abandonar la atmósfera densa, ácida, rancia del interior del auto.

Todavía entumecido, el pelotudo volvió a estirarse. Despidió otra flatulencia, pero la brisa se la llevó y entonces fue inofensiva. El paisaje era el mismo. Todo estaba igual. Igual que los últimos dos meses trece días y 16 horas, cuando Buenos Aires terminó de colapsar porque las calles no tuvieron más lugar para que los autos pudieran moverse y las calles quedaron así, completamente embotelladas, atascadas sin solución, y los pelotudos que antes las recorrían a diario y venían sospechando que un día iban a quedar definitivamente embotellados quedaron definitivamente embotellados y se quedaron a vivir ahí, cada uno donde había quedado, esperando el momento en que se cumpliera la promesa de las autoridades de lograr destrabar la galleta más grande del mundo. Al pelotudo lo había agarrado en Retiro, tratando de llegar al centro por la calle que pasa por Buquebús. Ahí estaba, el pelotudo, hacía dos meses trece días y 16 horas, embotellado al vacío como un pelotudo.

Así que decidió circular un poco entre los autos que rodeaban al suyo y saludar a los vecinos, con la esperanza de que alguno se hubiera decidido a correr hasta el chino a comprar yerba -arriesgándose a que justo en ese interín se restableciera la circulación- y tuviera unos mates para convidarle -unos mates y unos bizcochos, porque los de la última entrega del Gobierno de la Ciudad se le habían terminado. Pero antes que nada tenía que vaciar el florero, que le desbordaba. Pensó en mear ahí, en la rueda izquierda del auto, como se le había hecho costumbre porque para los baños químicos habitualmente había que hacer colas de cuadra y media, pero esta vez no: no había nadies. Así que ahí fue, con el ímpetu de la mañana en sus pantalones, y se metió presuroso en una de esas cabinas hostiles, hediondas, infestadas de materias orgánicas anónimas, nacionales y populares.

En eso estaba -meando- cuando empezaron los golpes y los gritos. Violentos golpes en la puerta y gritos prepotentes y desesperados que lo instaban a apurar el trámite y salir del cubículo.

- ¡Dale, pelotudo...! ¡Dale, pelotudo...! ¿Sos pelotudo, sos? ¡Dale, pelotudo...!

No alcanzó a subirse los pantalones que la puerta cedió y se abrió. Pero ya no estaba en el baño, el pelotudo, sino en su auto, impecable en su traje de pelotudo. El escenario era el mismo -la calle de Retiro ésa que llega a Buquebús-, pero el paisaje ya no. Miró para adelante: nadie a menos de una cuadra. Miró para atrás: una fila interminable de autos que, al parecer, esperaban que él moviera el suyo. En su ventanilla izquierda, un sacado golpeando el vidrio y gritándole, desencajado: 

- ¡Dale, pelotudo, despertate y mové ese auto de mierda de una vez! ¿O querés quedarte a vivir acá, querés?

4/6/13

VOL 2/3 - Capítulo 5/1 - El Pelotudo recargado - Doble cepo



Se despertó así, como en un susto, como atravesado por un rayo, con lo'ojo que le pasaron de cerrados a dos de oro sin escalas ni pegotes de lagañas. Se despertó como se despiertan en las películas cuando algo los sobresalta. Como eyectado por un resorte, pasó de modo acostado a modo sentado. Sudoroso, se despertó con un suspiro amariconado. Temblando como una hoja buscó en sus bolsillos el arma reglamentaria pero ni bolsillos tenía: el pelotudo estaba casi en pelotas, apenas cubiertas sus partes por un calzoncillo viejo, su elástico estirado —con esas ondas que se les hacen a los elásticos estirados de los calzoncillos—, el blanco original convertido en amarillo creciendo al ocre y una descosedura justo entre el culo y las bolas —no literalmente justo entre su culo y sus bolas porque estaría gritando como un marrano del dolor sino en el lugar de la tela del calzoncillo que va justo entre el culo y las bolas de cualquier pelotudo que usa ese tipo de prenda. Se hundió otra vez en las mantas —que permanecían prolijamente tendidas a pesar del sofocón porque el pelotudo tiene la manía de la simetría y otras varias obsesiones— y miró para acá y para allá pero solamente moviendo las bolitas de lo'ojo —las bolitas para acá, las bolitas para allá— haciendo fuerza para llegar con su visión lo más a la derecha y lo más a la izquierda posible —para ser un pelotudo amplio, pensó. También hizo fuerza con las bolitas (con las de lo'ojo) para arriba, para relojear el techo. De algo estaba seguro: no era esa habitación el vestuario tenebroso del abandonado Centro Fomento Los Hornos. El perro sarnoso no estaba junto a él y no estaba tirado en el piso frío y húmedo —no tenía un cartón abajo del culo para que la humedá no lo matara. El pelotudo tardó en caer, como buen pelotudo que es. Tardó en darse cuenta de que no era el año 2019 ni el mundo había caído en manos de sanguinarios regímenes neonazis ni vivía él en una fortaleza blindada ni había en la calle una guerra por la supervivencia entre hordas de ex ciudadanos despojados de sus derechos de ciudadanía y librados a su suerte y a sus fuerzas para ganarse el pan el refugio y la satisfacción de sus apetitos ni trabajaba él inventando noticias para suplantar con relatos de ficción la realidad que no ocurría en el mundo real ni tenía un chip en el marote que le hablaba le daba órdenes y le medía el nivel de azúcar en la sangre ni había sido secuestrado por policías de la una tal Policía Militar ni había sido interrogado por un gordo de tiradores con cara de Lanata ni nada de todo eso. Tardó unos minutos, el pelotudo, en darse cuenta de que había tenido una pesadilla.

(IMPORTANTE: El que escribe parece que también es un pelotudo que no inventa pólvoras y apenas atina a usar recursos gastados de novelas vespertinas en las que las pesadillas están siempre a mano para salvar un barquinazo argumental y volver a poner el relato en sus rieles)

Boleado, a mitad de camino entre ese mundo devastado de 2019 y éste de vaya a saber qué año de más acá, ahora el pelotudo intentaba sin éxito enfocar en el celular en busca de una referencia horaria. Es que el sudor de la frente (la sudoración por la pesadilla) se le había metido en lo'ojo, que le ardían como el demonio, y se le nublaba la vista. Se frotaba y parpadeaba fuerte —apretaba los párpados húmedos y salados y los abría hasta que le tiraban. Un haz de optimismo le penetró el temperamento y el pelotudo pensó que sería la sobrehumectación ocular que le devolvía una imagen distorsionada del reloj del teléfono: que no podía ser de ninguna manera que la alarma hubiera sonado a las cuatro y cuarto de la plena madrugada. ¿Por qué reputísima razón debería despertarse a las cuatro y cuarto de la plena madrugada? ¿Ahora era tan pelotudo que se programaba los viajes al baño para mear? ¿Había errado en la programación? ¿¡Qué carajo hacía despertándose a las cuatro y cuarto de la plena madrugada, el reverendo pelotudo!? La respuesta tardó en aparecérsele, todavía turbado por la amenaza del gordo con cara de Lanata (Nos volveremos a ver, le habia advertido el interrogador de tiradores mientras le soltaba el humo del pucho en la jeta). Pero al fin llegó, como llegan las revelaciones de verdades reveladas: como una flecha, como un navajazo, y se le clavó en el corazón mismo de la existencia y le incrustó un frío atroz que le subió desde el culo, porque por ahí le había entrado la muy sádica revelación.

El pelotudo se levanta a esa hora para ir a laburar. 

—¿Perdón?— se preguntó a él mismo, ya sabiendo la respuesta: acá, en el mundo real, el pelotudo se levanta cinco de siete días a la semana a las cuatro y cuarto de la plena madrugada para poder llegar a las seis al primero de sus dos trabajos. Porque ahora el pelotudo no tiene un trabajo: tiene dos. Dos puñeteros trabajos tiene. Dos. Y casi no le caben en el día.

Se sabe: el pelotudo no pertenece a la elit de hombres libres, ésos que un día se lavantan y pueden decidir que no, que ese día no van a trabajar y mandan todo a la concha su lora. En cambio, integra el dramáticamente mayoritario club de pelotudos que al menos cinco de siete días a la semana tienen que levantarse para ir a laburar y no pueden contra esa condena. Más: es parte de un grupete de pelotudos presumidos que suponen que trabajar en Buenos Aires les da como un lustre, una alcurnia, y entonces se pasan de tres a cuatro horas por día viajando para ir y volver del trabajo. Es, en definitiva, uno de los pelotudos que viven en una ciudad y trabajan en otra —una soberana pelotudez. Pero no le alcanzaba con todo eso y entonces, sin entender bien por qué —nunca entiende muy bien por qué hace lo que hace ni por qué le pasa lo que le pasa ni por qué pasa lo pasa en su cuadra en su barrio en su ciudad en su provincia en su país en su mundo en sus otros mundos— se consiguió otro empleo —otro en Buenos Aires, obvio— y lo trató de encajar con un calzador en la primera parte del día pero como no le entraba agarró el día de la mañana y lo estiró tres horas hasta que por fin le entró el segundo empleo, que quedó apretado como pedo de visita ahí, en los fiordos de la mañana.

O sea, digamos: el pelotudo —capaz que fantaseando en los arrabales de su conciencia desquiciada con ser un pelotudo importante— ahora es un doble pelotudo porque tiene doble razón para no poder levantarse y decidir que ese día no va a ir a laburar y se va a quedar en la casa amasándose la plastilina con fervor militante. No no no. Lejos de eso, el pelotudo es ahora un pelotudo con doble cepo a su libertá —que se le ha achicado hasta convertírsele en un residuo casi irreconocible, la pobrecita.

Notificado por él mismo —el pelotudo cree darse cuenta de que sufre cierto desorden de desdoblamiento de su Yo, con lo cual a veces al Yo se le sale un Tú o un Él, aunque hasta ahora nunca un Nosotros ni un ustedes ni un Ellos, por suerte— de su nueva condición de pelotudo doble recargado potenciado aumentado reforzado full full, el pelotudo se levantó y salió de la cama y arrancó para el baño pero ni dos pasos había dado que se frenó en seco. 

— ¡Esa decisión!— se acordó.

Tenía que tomar esa decisión que tomaba a diario, en la penumbra de la plena madrugada, que marcaría a fuego su jornada que ya del horno sale marcada por interminables odiosos estresantes desquiciantes enajenantes enfermantes travesías de unas puntas a las otras del mapa (porque tiene un trabajo en una punta y el otro en la otra), atrapado en mares de estresados desquiciados enajenados enfermados pelotudos que parecen todos distintos pero que son, en definitiva, soldados del mal que mal homogéneo compacto macizo ejército del pelotudo medio.

— ¿En auto o en bondi?— se interpeló el pelotudo, y ya se sintió cansado y entonces reculó sobre sus casi dos pasos —reculó en chancletas, con la dificultad máxima que eso supone— para sentarse en la cama a pensar. 

— ¿En auto o en bondi? ¿En auto o en bondi? La puta madre, che, me pregunto por qué me la hacen siempre tan difícl...