29/10/12

VOL 2 Volver al futuro CAP 4 Encerrado afuera


El pelotudo todavía temblaba cuando comprobó que los agentes de la Policía Militar se habían alejado en el blindado. A su alrededor, lo que queda de algún barrio periférico: casas abandonadas y derruidas –seguramente intrusadas, con sus paredes agujereadas a balazos y sus jardines convertidos en baldíos infestados de vaya a saber qué variedad de alimañas hostiles-, lo que alguna vez había sido una estación de servicios, ahora devenida cementerio de autos quemados o reducidos a chatarra, y un viejo complejo de canchas de fútbol cinco transformado en campamento por ex ciudadanos desesperados y atrincherados en alguna forma precaria y frágil de organización comunitaria. Creyó reconocer, en el cruce de las dos avenidas que partían en cuatro aquel paisaje desolador, los restos del Monumento a la Madre. El alivio que había sentido por haber sobrevivido al secuestro y al interrogatorio se le escurrió como arena entre los dedos ante la sospecha de estar en 60 y 137, esquina que había sido un hervidero en épocas de esplendor de la populosa localidad de Los Hornos pero que hoy, en el año 2019, no es otra cosa que un páramo polvoriento y peligroso, dominado por nadie y por todos; una de las tantas zonas liberadas a las hordas de cancelados que pelean por la supervivencia y que, como había visto el pelotudo antes de ser arrestado, estaban desarrollando la capacidad de comer carne humana, lo que lo convertía a él en una cena potencial. Encima, el Comando Central le había reseteado el DIM, que inició una descarga frenética de informes y recordatorios de tareas y deberes vencidos intercalados con mensajes furiosos de sus jefes del diario, que lo amenazaban con el despido si no enviaba con urgencia las crónicas adeudadas. Muerto de hambre y de sed, aterrado por el desamparo a cuarenta cuadras de la fortaleza de cemento y acero de su casa y aturdido por la ráfaga frenética del DIM y por la repetición imparable de la pregunta sin respuesta ¿Por qué puta razón me está pasando esto a mí, un pelotudo inofensivo?, el pelotudo sintió una irrefrenable necesidad de correr –en ese torbellino emocional, su memoria recogió del pasado la amenaza de Terry Benedict, el personaje de Andy García en La gran estafa, a Rusty Ryan, el ladrón encarnado por Brad Pitt, cuando éste le comunica por teléfono que se le han metido en la bóveda de seguridad de sus casinos y están a punto de chorearle 180 palos verdes. Ok, felicitaciones, eres hombre muerto; así que éste es mi consejo: corre y escóndete, le había advertido el malo al dandi. Y corrió, el pelotudo. Corrió como Forrest Gump. Como Lola, corrió el pelotudo. Corrió sin saber a dónde ir, empujado por el motor más poderoso: el miedo. Corrió unas cuantas cuadras. ¿Seis, siete, ocho cuadras? No las contó. Estaba fuera de sí. Se detuvo exhausto, sin aliento, frente a una cancha de fútbol abandonada que todavía conservaba el cartel de la entrada: en forma de escudo, el pelotudo adivinó que alguna vez había sido blanco con una banda cruzada celeste. La sigla CFLH era inequívoca: estaba frente a la cancha del Centro Fomento Los Hornos, en 58 y 132, la misma en la que, durante una calurosa mañana del año 2009, acorraló contra la línea lateral izquierda al corpulento Gonzalo Santos y el joven cronista del rodete lo enfrentó con pelota dominada y, tras clavar la mirada en la separación imprudente de sus piernas, hizo lo que el pelotudo adivinó que haría: le tiró un caño que, pese a su capacidad de adivinación, el pelotudo se comió como un pelotudo y, herido en su orgullo de marcador experimentado, sólo atinó a taclear al grandote para, al menos, honrar el dicho futbolero que establecía —cuando todavía se jugaba al fútbol— que pasa la pelota pero no el jugador —Santos caería desplomado pesadamente sobre el pecho del pelotudo y, en represalia adicional y artera, se levantaría pisando sin querer queriendo el muslo derecho del zaguero, que durante los siguientes 30 días sufriría cada una de sus carcajadas como puñaladas en su pecho que lo hacían maldecir aquel maldito caño, aquel faquin tacle, aquel malvado cronista del rodete, aquella puñetera decisión de jugar contra los pinches pendejos de la redacción y, por qué no, al Pelado Buffarini, que había facilitado la realización del muy puto cotejo aportando la chingada cancha del Fomento que ahora, diez años y una catástrofe global después, elegía como refugio para pasar la noche que ya caía sobre la ciudad, territorio impredecible de los cancelados, de los excluidos, de los expulsados, de los negados que luchan cada día por extender un día más su agonía de muertos vivos.

No era para menos el pánico del pelotudo. En 2019, salir de casa, salir a la calle, no es salir: es entrar. Salir a la calle es entrar a un laberinto que puede encerrar al desprevenido en el afuera mismo. Así se sintió el pelotudo: encerrado afuera, en un afuera sin salida, (des)gobernado por hordas anárquicas de salvajes que llevaron a la Humanidad de regreso a su estado más primitivo, con hombres y mujeres despojados de todo vestigio de  sentimiento de culpa o remordimiento frente a la falta o el crimen, del sentido del bien y del mal que la cultura se había encargado de inocularles a lo largo de siglos de sistemática represión institucional. Hoy, en 2019, en la calle los hombres y las mujeres viven en estado de naturaleza, entregados al dominio de sus pulsiones: en la calle comen, cagan y cogen donde quieren o donde pueden, lo que quieren o lo que pueden, con quien quieren o con quien pueden. Toman lo que necesitan –el alimento, una pareja- cuando lo necesitan, sin pedir permiso, y pelean con quien sea para tener lo que sus cuerpos les reclaman. Pelean hasta matar o hasta morir. Y el que no mata, muere.


El pelotudo chequeó la carga de su arma reglamentaria y la empuñó con dos manos, como le habían enseñado durante la instrucción obligatoria en la Escuela para Civiles de la Policía Militar. Sin poder controlar el jadeo seco, sintiendo que el corazón se le salía por la boca y los huevos lo asfixiaban alojados en su garganta, avanzó por el pastizal de dos metros de altura hasta la puerta desvencijada de lo que podría haber sido un vestuario. La empujó apenas y se zafó de la bisagra y cayó al piso y provocó un estruendo que hubiese sido fatal si el vestuario hubiese estado ocupado por algún grupo de cancelados. Milagrosamente, por esas cosas del destino que el pelotudo no estaba en condiciones de descifrar, el lugar estaba vacío, apenas habitado por un perro sarnoso que miró al pelotudo casi como disculpándose de no atacarlo, casi como invitándolo a hacerle compañía, a compartir la miseria, el abandono, el hambre, la soledad, el desamparo… esa vida de perros, de pobres diablos condenados a una muerte prematura.

Ya desde adentro, el pelotudo volvió a poner la puerta en su lugar y fue al rincón donde lo esperaba el perro y acomodó unos cartones sobre el piso húmedo y se sentó y el perro se le acurrucó y le apoyó la cabeza sobre sus muslos contracturados. El pelotudo lo acarició con su mano izquierda –en la derecha, el arma cargada, lista para tirar a matar- y lo sintió temblar. Y los dos temblaron juntos, como dos pelotudos.

En esa noche que se anticipaba interminable al pelotudo se le dio por pensar pelotudeces. Intentó establecer con alguna claridad por qué el mundo se había descajetado del todo y pensó que, en líneas generales, el cine y la literatura de ciencia ficción se habían equivocado poniendo por fuera de la raza humana la responsabilidad de la devastación. Pensó, por ejemplo, que, aunque no era exagerado asumir que los esmartfouns habían terminado siendo más esmart que muchos pelotudos como él, no habían sido las máquinas las que, como en la saga Matrix, se habían emancipado y se le habían vuelto en contra al Hombre y le habían arrebatado el control del mundo y lo habían sojuzgado bajo un gobierno sin alma. Pensó, también, que tampoco habían sido alienígenas más inteligentes y con tecnologías más sofisticadas los que, como en La guerra de los mundos, la novela de Orson Wells, habían venido a aniquilar a la raza humana para quedarse con los recursos naturales que habían depredado en sus planetas de origen. Y pensó que tampoco había sido una catástrofe sanitaria la que había terminado con la civilización tal como la habíamos conocido —no fue una epidemia que convirtió a los sobrevivientes en vampiros despiadados, como en Soy leyenda, la película de Will Smith, ni en zombis insaciables, como en Resident Evil, la de la gélida Mila Jovovich— ni una glaciación como la que había terminado con los dinosaurios ni un diluvio como el del viejo Noé ni un meteorito como en El día después de mañana, la de Dennis Quaid, ni un planeta desorbitado como en la extrañísima y exquisita Melacholia, la de Kirsten Dunst y Kiefer Sutherland, ni un extraño fenómeno como el de 2012, donde la Tierra deja de girar y la inercia hace que todo se vaya al carajo —o algo así. El pelotudo cayó en la cuenta, entonces, de que la serpiente había crecido desde adentro; que la Humanidad había cavado su propia tumba a paladas de miseria, egoísmo, estupidez, maldad y avaricia; que, cegados por la angurria, los que habían concentrado el poder y las riquezas del planeta no habían sido capaces de advertir la inviabilidad del mundo salvajemente injusto que estaban modelando ni de entender que los que estaban quedando afuera no tardarían en voltearles los pórticos de sus mansiones para tomar lo que les correspondía y cobrarse la venganza que venían cocinando en frío.


En el silencio inestable de la noche, estremecido por detonaciones y gritos desgarrados de dolor que golpeaban como latigazos en el fondo de la oscuridad, el pelotudo pensó –se preguntó, digamos- si la Humanidad, así como se había sumido a sí misma en las sombras del apocalipsis, sería capaz de encontrar una luz que la guiara en el camino a un nuevo mundo. Se preguntó eso, el pelotudo, y se sintió un pelotudo romántico soñador delirante.

19/10/12

VOL 2 Volver al futuro CAP 3 Casi cuatro horas y fracción (parte II)

El pelotudo preguntó si podían darle algo caliente para saciar el hambre y sacarse algo del frío –mezclado con el miedo que imponía el grandote con cara de Lanata- que lo hacía temblar como un flan Ravana (la comparación que le salió en ese momento de zozobra le produjo al pelotudo un yoc de angustia por el contraste con su tierna infancia en el barrio platense de La Loma, siempre sobre ruedas en su bici naranja con falsos amortiguadores y asiento banana, y el viaje se le presentó con la cortina musical del yingle que fue un clásico: si se mueve, uaua, si se mueve…). Pero el grandote con cara de Lanata le dijo que ni en pedo, que si se portaba bien terminarían rápido.

  Dale, gordo, una sopa Knorr no se le niega a nadie— lo increpó el pelotudo, envalentonado por el zezeo del grandote.

  Voy a hacer como que no dijiste nada, pelotudo. Y Ahora me vas a decir dónde encuentro a Bonfatti— lo apuró el gigantón apoyándose con las dos manos en el pupitre mínimo, inclinando su cuerpote hacia adelante y casi quemándole la nariz –que no es como para que le digan Poroto- con el pucho que le colgaba de la comisura izquierda y se balanceaba de arriba para abajo y viceversa con el movimiento de los labios, mientras dos tipitos de mameluco instalaban una pantalla de 42 pulgadas frente a él.

El pelotudo quedó estupefacto. ¿Por qué reputísima razón el energúmeno éste de tiradores y sombrerito suponía que él, un pelotudo normal, estándar, un pelotudo más, sin relieve, podría llegar a tener alguna faquin idea de dónde se escondía Bonfatti?

El ex gobernador de Santa Fe, segundo dirigente socialista que había gobernado una provincia argentina, está prófugo desde diciembre de 2012, cuando el entonces diputado nacional Agustín “Chivo” Rossi lo sindicó como capo del cártel de Arroyo Seco y contacto local del cártel mejicano de Acapulco, que lideraba la mítica pareja de criminales conocidos con los alias tía Berta y tío Acner. La punta del aisberg había sido el jefe de la policía santafesina, al que habían pillado hablando con chicos malos. Bonfatti se quejó de que no le habían avisado que estaban investigando a su subordinado, y mandó al Congreso un proyecto de ley para obligar a los espías a tocar timbre, pero resulta que lo peor que no le habían avisado era que al que estaban buscando en realidad era a él. Con careta del Lole Reutemann y traje antiflamas, el mandatario abandonó en moto la casa de gobierno provincial a las 12 PM en punto del 31 de diciembre, aprovechando los estruendos de la pirotecnia de Año Nuevo. Y nunca más se lo vio en los lugares que solía frecuentar. La gobernación quedaría en manos del vicegobernador Henn, que era radical, dato que nunca había tenido en cuenta el denunciante, sobre quien recayó una unánime condena social –Rossi sufrió violentos escraches en la puerta de su domicilio por parte de multitudes enardecidas que portaron pancartas con el lema PEOR EL REMEDIO QUE LA ENFERMADAD. (El sucesor natural de Bonfatti duró unos poquitos meses en el poder y también tuvo que escapar subrepticiamente de la casa de gobierno, pero en su caso, siguiendo otra tradición partidaria –la primera que respetó fue la de no terminar el mandato-, se rajó por los techos en helicóptero). Meses después circularía en la interné un video casero que fue reproducido por las principales cadenas de televisión: vestido con una camisa jauaiana de colores vivísimos y con un puro cubano entre los dedos, Bonfatti se reía a carcajadas echando su cuerpo hacia atrás y dejando ver su abdomen inflamado, coronaba la risotada con un nariguetazo largo, profundo, y con sus bigotes a estrenar blanqueados y sus ojos inyectados en sangre hacía como que miraba al espectador y, ofreciendo el plato a la cámara, volvía a soltar una carcajada desafiante. Hoy se dice que en estos siete años el ex militante socialista, pionero del llamado socialismo narco, en el que militan en la clandestinidad decenas de dirigentes que aseguran haberse hinchado las pelotas de tanta corrección política, construyó un imperio criminal con ramificaciones en toda Latinoamérica: el Régimen lo acusa de quemarle la cabeza a los jóvenes con la cocaína y con su otro gran negocio: la distribución ilegal de libros de pensar.

(El Régimen ejerce un férreo control de todo lo que se publica y aplica un tamiz apretadísimo –como pedo de visita- que reduce a un puñado los escritores autorizados, todos inscriptos en el género de la autoyuda y la espiritualidad –el catálogo oficial incluye títulos de Ari Paluch, Claudio María Domínguez, Sergio Lapegüe, Luis Majul, Elisa Carrió, Andrés Calamaro, Daniel Amoroso, Luis Ventura, Caruso Lombardi y Orlando Barone. El filtro está a cargo del ministro de Control Editorial, el ex animador, actor y pistolero Baby Echecopar)

El grandote de cabeza chiquita ametralló al pelotudo con un interrogatorio en el que lo amenazó reiteradas veces con borrarle el rígido de su súper computadora personal –a lo que el pelotudo se animó a preguntarle si todavía seguía calenchu- y lo sometió a salvajes tormentos sicológicos: le pasó, una tras otra, las rutinas de estandap que Jorge Lanata ensayaba en el show televisivo revisteril de los domingos a la noche en el trece, mechadas con las conclusiones que exponía el médico y periodista Nelson Castro en su programa El Juego Limpio hablándole y reclamándole cosas a la Presidenta y las agarradas del abogado y periodista Eduardo Feinmann con alumnos tomadores de escuelas porteñas. Pero no consiguió nada. Aunque turbado por tanta TV basura, el pelotudo dijo una y otra vez lo mismo: ¡Sólo soy un pelotudo! ¡Sólo soy un pelotudo! ¡Sólo soy un pelotudo!

Habían pasado casi cuatro horas y fracción cuando el grandote tiró la toalla.

  Ok, evidentemente sos un pelotudo, pero no uno cualquiera: un pelotudo importante, porque sabemos que sabés y te hacés el pelotudo y sabés que no es gratis saber y hacerse el pelotudo— le dijo el ropero al pelotudo sacándose el sombrero y rascándose la cabecita.

El gordo dio media vuelta y se fue yendo, su mano izquierda en el bolsillo de los pinzados y la derecha llevando el trigésimo cuarto cigarrillo a su boca, pero antes de cerrar la puerta metálica asomó apenas su cabecita y le advirtió al pelotudo:

     No te relajes, eh: nos volveremos a ver.

Enseguida dos guardias volvieron a encapucharlo y lo arrastraron otra vez por los pasillos angostos y ásperos hasta el blindado. Anduvieron un tiempo indescifrable hasta que el camión frenó y la puerta se abrió. El pelotudo sintió otra vez que lo agarraban del cuello del gabán, lo bajaban bruscamente y le sacaban la capucha.

     Tomá, pelotudo, cuidate, que la calle está dura— le aconsejó uno de los guardias mientras le devolvía la pistola reglamentaria. 

15/10/12

VOL 2 Volver al futuro CAP 2 Casi cuatro horas y fracción (parte I)


El pelotudo dobló la esquina de 8 y 51 por la vereda de enfrente de las ruinas de la Legislatura y se sintió apenas conmovido por un sentimiento que podría reconocer como melancolía republicana, pero lo curó enseguida el rostro mofletudo y eternamente bronceado de Osvaldo Mércuri, que se le apareció de pronto y lo arrastró en un viaje relámpago al pasado: en el tórrido verano de 1995, el pelotudo cubría la temporada veraniega en Pinamar para el diario El Día de La Plata, que, a sabiendas de que la frivolidad y el lujo de esas costas irritaba las fibras filo marxistas del cronista, le había alquilado un cuchitril inhabitable de tres por dos que parecía una celda de Guantánamo incrustada como una espina en el corazón de la abundancia (el departamento era tan chiquito que tenía media cocina, o una cocina de dos hornallas, digamos, y un horno tan angosto que una tartera de tamaño regular entraba a 45 grados, con lo cual el pelotudo se pasó un mes juntando del piso el queso de la pizza). En esa década insólita, el diputado había salido a robar por los caminos de la provincia de Buenos Aires con el verso del medio ambiente y unas máquinas que aplastaban latas de aluminio reciclable –o algo así. El pelotudo recordó particularmente la tarde en que, vestido con bermuditas blancas, mocasines y chomba rosa, el legislador montó en la playa el espectáculo del aplaste latero acompañado por un ejército de gatos en calzas blancas y final a toda orquesta con hectolitros de champán que el líder de Lomas de Zamora descorchó con pericia de campeón de Fórmula 1 y sirvió bien frapé, a las cuatro PM, a señoras copetudas y a distinguidos borrachines de alcurnia convertidos al peronismo.

El pelotudo creía haberlo visto todo, pero en la vereda de lo que supo ser, durante décadas, Bastons Deportes, quedó yoqueado como Viviana Canosa cuando en octubre de 2012 se enteró de que estaba embarazada -la ex conductora de televisión y actual primera dama  terminó haciéndole juicio y arruinando de por vida al padre de la criatura, Alejandro Borenstein, a quien demandó por daños y perjuicios insanables al ver que sus caderas volvían a ensancharse de manera ya irreversible (la pobrecita ya nunca dejó de estar gruesa). Hincados sobre sus rodillas desnudas, tres ex ciudadanos saciaban su hambre atroz comiendo de las entrañas del cuerpo inerte de un pelotudo que, a juzgar por la frescura de su sangre, había sido boleta apenas un rato antes. Pero el sacudón lo sacó violentamente del trance: desde atrás, un agente de la policía militar había tomado al pelotudo del cuello de su gabán y lo había tirado al piso, de espaldas, y antes de poder decir pío otro cana le metió la rodilla en la traquea y lo sofocó. En un movimiento lo dieron vuelta, le esposaron las manos sobre la espalda y le leyeron sus derechos: tenés derecho a quedarte piola, gato, a menos que quieras que te desfigure la cara de pelotudo ésa que tenés, le dijo uno, y el otro se cagó de risa.


El pelotudo, que nunca se caracterizó por desafiar al sistema, se quedó piola nomás. Y los uniformados lo llevaron con las patitas en el aire hasta el blindado, abrieron la caja y lo lanzaron al interior como una bolsa de papas. Al piso del camión llegó después de rebotar en la pared del fondo –del fondo visto desde atrás, pero en realidad la de adelante, la que da a la cabina, o sea. Uno de los guardias entró con él y le puso una capucha en la sabiola. No te hagás el pelotudo no te hagás, le advirtió, y el pelotudo quiso aclararle que él no se hacía, pero una sílaba alcanzó para que lo acomodaran de un mamporro en una oreja que lo dejó turulato, con el Dispositivo Inteligente Multifunción (DIM) bailándole en el tálamo.

El viaje fue accidentado. En la calle se ve que había más cadáveres que de costumbre y el camión pisó varios y el pelotudo anduvo de acá para allá como chorizo en fuente’e losa. Encima, atravesó dos balaceras y los disparos que impactaron en el vehículo retumbaron en el marote aturdido del prisionero, que no entendía por qué carajo se lo llevaban a él, un pelotudo obediente, regular, estándar, sin rasgos particulares que lo distinguieran del malón de pelotudos que vivían encerrados en sus casas blindadas haciendo los deberes del buen ciudadano –ganándose cada día el derecho a la ciudadanía, digamos. Todavía no habían desarrollado con éxito el DIM con lector de mentes, con lo cual no era posible que supieran las pelotudeces que cada tanto se ponía a pensar y que no compartía con nadie por vergüenza casi. Desde un asilo clandestino, Jorge Altamira, otrora combativo dirigente del Partido Obrero, sigue repitiendo que todavía no hay conciencia de clase en las clases populares argentinas, y Pino Solanas está como quiere desde que ocupa un asiento en el directorio de Clarín -dice que le prometieron una buena jubilación-, adonde se llevó como secretaria a la ex diputada Victoria Donda, que en los últimos años perdió tetas pero no las mañas. ¿A quién, entonces, podría interesarle ahora una revolución?

También en el aire lo sacaron del camión y lo llevaron escaleras abajo y por pasillos de no más de medio metro de ancho, según pudo adivinar por los constantes choques de sus codos contra superficies rugosas, ásperas, que lo enfrutillaron mal. Después escuchó el sonido de lo que sería una puerta metálica pesada que se cerró inmediata, violentamente detrás de él. Cuando le sacaron la capucha la luz enceguecedoramente blanca lo encandiló, y tardó unos minutos en ajustar sus pupilas para ver que estaba en un cuarto vacío, húmedo y frío como el Monumental durante la última campaña de River con el Pelado Almeyda como DT, cuando se salvó del descenso porque los bombardeos dirigidos por el comandante revolucionario Mauricio Macri y ejecutados por los pilotos Chori Domínguez y Torito Cavenaghi dejaron el viejo estadio de Núñez reducido a escombros y ultimaron a todo el plantel profesional millonario -el mellizo Ramiro Funes Mori ensayó unas patadas voladoras en un intento desesperado de voltear los aviones agresores, y aseguran que les erró por un tantito así nada más.

Horas interminables de frío, hambre y miedo pasó el pelotudo, con sus músculos abarrotados por la tensión de esperar lo peor y de saber que ocurriría tarde o temprano, en un instante o en el siguiente o en el que vendría después. Caminó en redondo durante un lapso imposible de determinar. Se recostó un par de veces y trató de calmarse. Le ardían los codos pelados –un reguero de gotas de sangre habían manchado el piso impoluto pero ya estaban secas- y el espanto le secaba la garganta.

De repente, ruido de metales pesados. La puerta se abrió por fin y entró un tipo con tiradores y sombrerito, enorme, obeso, pero de cabeza curiosamente chica. Lo rodeó sin sacarle lo’ojo de encima y fumando sin parar. ¿Te molesta que fume? Me chupa un huevo, ¿sabés? Yo fumé en la mesa de Mirtha, papá, mirá si no voy a fumar acá, le dijo el grandote con un zezeo que le arruinaba la pose de guacho pija. Y soltando una carcajada lo interpeló:

     ¿Qué? ¿Vos también vas a decirme que soy igualito a Lanata?

Se refería a Jorge, periodista/empresario de meteórica carrera que terminó en un confuso episodio cuando se lo dio por muerto producto de lesiones internas provocadas por una netbook que se habría tragado involuntariamente forcejeando con policías venezolanos en el verano de 2013. La presunta comprobación de la muerte por ingesta de computadora fue espectacular: sobre una mesa de operaciones, el cadáver del periodista fue sometido a una ecografía de laringe que fue transmitida en vivo y en directo en el programa del animador Chiche Gelblung. No obstante, al cuerpo nunca se le vio el rostro, lo que sembró dudas que aún hoy persisten.

El tipo se le acercó al pelotudo, pitó profundamente su cigarrillo por enésima vez, le tiró redondelitos de humo en la cara y le advirtió, con insoportable aliento a faso:

     Me vas a contar en qué andás, pelotudo, o no te vas a olvidar de esta carita en tu puta vida.

12/10/12

VOLUMEN 2 Volver al futuro - CAPÍTULO 1 La calle está dura


(SIETE AÑOS DESPUÉS…)

El pelotudo se despertó –se sobresaltó y se le sacudió el cuerpo como si le hubieran metido un cable pelado por el orto y se dio el marote, otra vez, contra el cabezal de la cama- con el chirrido ése de mierda que cada mañana, a las seis ocloc, le horada el cerebro desde adentro –literalmente desde adentro. Hace ya cuatro años que le implantaron el Dispositivo Inteligente Multifunción (DIM) en el tálamo, pero el pelotudo –que, se sabe, tarda en absorber las novedades porque es un pelotudo con tecno dilei- no se acostumbra a que le suene el despertador adentro del marulo y se estremece y putea en arameo cada puta mañana de su vida. De hecho, le queda el tic de tirar el manotazo sobre la mesa de luz con la esperanza de acertarle al viejo despertador con campanita.

Todavía medio tololo, mientras escucha la voz de trola que desde adentro de la cabeza le da un informe detallado y monocorde de las tareas que tiene agendadas para la jornada, de sus signos vitales y de sus necesidades alimentarias y fisiológicas y le avisa que su colesterol malo experimentó una leve suba en las últimas 72 horas, se estira para desperezarse y comprueba que lo sigue matando la cintura y sospecha –hace años que sospecha y nunca termina de convencerse, o sea que vive en constante estado de conjetura, el pelotudo- que es el sedentarismo que lo atrofia, lo des-tonifica, lo encorva y lo entumece.

El pelotudo se estira un poco más, corre la mirilla de la ventana metálica y achina lo’ojo para fisgonear cómo está el día, al tiempo que le pide al DIM el informe del clima y del tránsito. Abrir la mirilla para ver cómo está el día e interesarse por el clima y el tránsito son también reflejos residuales de cuando el pelotudo salía al menos cinco de siete días a la semana para tomar el bondi que lo llevaba a su trabajo en Buenos Aires, en un diario digital que desmontó la redacción en 2014 –inmediatamente después de que el Gobierno estableciera el estado de sitio- y mandó a sus periodistas a trabajar en sus casas. En su momento le pareció una bendición porque ya no tendría que soportar ese pinche viaje cotidiano que lo condenaba a dedicarle de tres a cuatro horas diarias más al trabajo que los pelotudos que vivían en La Plata y trabajaban en La Plata. Después sufrió algunos desórdenes sicológicos producto del encierro y ahora, que ya lleva casi cinco años prácticamente sin salir a la calle, es como que se acostumbró, igual que la mayoría de la minoría trabajadora que adoptó la modalidad del teletrabajo a la fuerza y mudó definitivamente su vida social a la interné, que provee de todo y satisface la mayoría de las necesidades espirituales, culturales, sentimentales y de esparcimiento y hasta románticas y sexuales -el sexo es definitivamente virtual y onanista, con la ayuda de las súper computadoras, que reproducen texturas y olores humanos y permiten recrear, aunque todavía bastante rústicamente, la experiencia del cuerpo a cuerpo.

Por la mirilla el pelotudo confirmó que la guardia de la policía militar, que es ambulante durante la noche y la madrugada, ya estaba en posición. Entonces destrabó y levantó las cortinas metálicas que cubren los cristales blindados, pero inmediatamente bajó el blacaut para impedir que la luz natural -aunque tenue por la gruesa capa de gases que bloquea el paso franco del sol- le nublara la vista, desacostumbrada a la claridad. No pasaron dos minutos hasta los estruendos del primer cruce de disparos. Es que afuera hay una guerra -una guerra de todos contra todos por la supervivencia.

El mundo empezó a desquiciarse del todo a fines de 2012. El entonces presidente de Estados Unidos, Baracka Obama, perdió las elecciones de noviembre de ese año a manos del republicano cara de republicano Mitt Romney, un presunto moderado que el mismísimo día en que ocupó el Salón Oval se rebeló fanático de derecha y se erigió, en el mismo acto, en un pelotudo importantísimo. En su primer mensaje al mundo desde el atril montado, como era tradicional, en las puertas del Capitolio, el zarpado anunció la misión que –dijo- Dios le había encomendado: terminar con la crisis financiera en su país a como diera lugar, y se declaró protegido por la fe para soportar la angustia moral que le provocaran los costos de un plan de ajuste sin precedentes, estructurado, fundamentalmente, a partir de un feroz recorte de la inversión pública en programas de fomento al empleo e incentivo a la producción, además de un severísimo achicamiento de los recursos destinados a la educación y a la salud públicas –la reforma del sistema de salud que había implementado Obama, advirtió el nuevo, iría inmediatamente para atrás.

Desde ese atril/púlpito, Romney convocó a los líderes de las potencias en crisis a “hacer lo que tengan que hacer”, y advirtió, con su dedo índice derecho apuntando al cielo, que Dios vomitaría a los tibios.

Era lo que necesitaban otros pelotudos con cetro del mundo civilizado para pudrir el queso. La alemana Merkel, que ya tenía los colmillos afilados; el británico Jaimito Cameron, el socialista francés con apellido de país bajo que en el fondo era un monigote de su compatriota jefa del Fondo, madam Lagarque; el cara de cebolla cruda Rajoy –el presidente más pelotudo parido por la Madre Patria que la parió- y otros energúmenos se prendieron con entusiasmo criminal y aplicaron planes de ajuste tan pelotudos que no sólo no arreglaron nada, sino que la cagaron del todo. Para mediados de 2013, Estados Unidos y Europa occidental estaban prendidos fuego, con millones de pelotudos sin trabajo ni cobertura social pero con muchas piedras y bombas molotov en sus mochilas de neoagitadores indignados que fueron cayendo como moscas bajo la represión discrecional y salvaje de fuerzas del orden puestas al servicio del aniquilamiento de la protesta social, anárquica y descontrolada.

Acorralados por una malaria sin fondo, los pelotudos de la OTAN pensaron que era hora de ir definitivamente por el petróleo y aumentaron la presión sobre los gobiernos enemigos del mundo árabe, y lanzaron operaciones militares que intentaron voltear los regímenes hostiles y despertaron la reacción de las organizaciones radicales, que hicieron escalar la violencia como jamás antes se había visto, con una secuencia de atentados que hicieron blanco en las principales ciudades de las potencias de occidente en decadencia.

El combo de desempleo, pobreza y violencia provocó una estampida en Estados Unidos y Europa: millones y millones de excluidos buscaron refugio en los rincones menos golpeados y más ricos del mundo en términos de recursos naturales y alimentos. Como un siglo antes, con la primera Gran Guerra, una oleada inmigratoria cubrió las economías emergentes que mejor se habían protegido de la crisis a partir de 2008: Rusia, India, China, Sudáfrica y Latinoamérica.

La diferencia con el fenómeno de principios de la centuria pasada radicó en que aquella fue una ola de desplazados que ofrecieron sus manos laboriosas en países con poblaciones escasas y todo por hacer, mientras que los nuevos inmigrantes constituyeron hordas de desesperados que vinieron a reclamar trabajo en mercados insuficientes para albergarlos a todos. Las poblaciones receptoras entraron en pánico y se protegieron pasando a la ofensiva: un brote de xenofobia agitó a los sectores de ultra derecha, que ganaron cierto favor popular proponiendo repeler a los invasores a sangre y fuego. Los gobiernos populares de Cristina Fernández, Dilma Rousseff, Evo Morales, Pepe Mujica, Hugo Chávez, Rafael Correa y Raúl Castro resistieron con la militancia en las calles, pero los sindicatos exigieron determinación para evitar la usurpación de las fuentes de trabajo por parte de mano de obra que se ofrecía por monedas. Las fuerzas armadas se sublevaron y sobrevino entonces un dominó golpista que dejó a la región en manos de un movimiento insurreccional cívico-militar-clerical financiado por las más poderosas corporaciones económicas. Para 2014, los sacaditos neonazis ya habían cancelado todas las democracias latinoamericanas y habían instaurado regímenes represivos largamente más siniestros que los del Plan Cóndor.

(La izquierda marxista argentina habría hecho la vista gorda y habría apostado secretamente al golpe porque al parecer un pelotudo dijo una noche tarde, después de una charla de Vilma Ripoll en el local del MST de Long Champs: ¡Uh, boludo, mirá, las condiciones objetivas para la revolución! Y todos habrían brindado por la inexorabilidad de la dictadura del proletariado y por la aparición con vida del faquin sepulturero de la maldita burguesía)

Hoy, en 2019, el pelotudo integra el 38 por ciento de los que por ahora zafan. Tiene trabajo y derechos de ciudadanía. Un nombre y un documento de identidad, tiene el pelotudo. Los demás, el otro 62%, no tienen nada ni son nada. El Régimen los borró. Los desechó. Los canceló. No existen y entonces si los matan no hay delito porque no hay objeto del delito. Cada cancelado que muere (de hambre, en una gresca con otro borrado o a manos de la policía militar en un intento de asalto o asesinado de onda nomás) es apenas un problema menos. La calle es de ellos. Por eso el pelotudo casi no sale a la calle. Porque la calle es una guerra. Si tiene que salir, tiene que pedir autorización a la guardia de su cuadra, que comprueba que lleve su arma reglamentaria y chequea que esté cargada. Todos los ciudadanos están obligados a portar armas y tienen permiso para tirar a matar y el Estado les provee ayuda sicológica o espiritual para sosegar eventuales estertores de culpa que puedan distraerlos de sus deberes comunitarios. Y todos los ciudadanos son monitoreados a través del GPS de sus DIMs. Hay organizaciones rebeldes que ofrecen extirpar los aparatitos de los cerebros de los ciudadanos que pretenden zafar del control, pero guarda: el que se saca el chip se convierte automáticamente en un clandestino al que se le expropia la casa, se le cancela la ciudadanía –o sea, se lo desaparece- y se lo arroja al desamparo -a la guerra de la calle.

Por eso nadie sale si no es por motivos de fuerza mayor. Por eso casi nadie se relaciona físicamente con casi nadie. Por eso casi nadie se enamora de personas reales. Por eso casi nadie coge de verdad y por eso nacen cada vez menos bebés y por eso la población envejece y se achica vertiginosamente –por eso y por la guerra de la calle. Por eso no pasa nada afuera. Y por eso el trabajo del pelotudo consiste en escribir noticias falsas. No son noticias que distorsionan, tergiversan o manipulan la realidad, como las que redactaba Winston Smith, el protagonista de 1984, que alteraba datos para acomodar la realidad a los intereses del Partido. El pelotudo escribe noticias falsas para inventar una realidad virtual que ocurre en la interné y reemplaza a la que no sucede en la calle, donde solamente hay una guerra. El pelotudo escribe crónicas de partidos de fútbol que nunca se jugaron, críticas de obras de teatro que jamás fueron exhibidas, manifestaciones de protesta que –más bien- nunca se realizaron porque de haberse realizado los manifestantes hubieran sido masacrados por la policía militar. El pelotudo y otros periodistas escriben, y expertos en animación crean las fotos y las imágenes de video. Ojo: es un trabajo riguroso el que hace el pelotudo, porque sus crónicas tienen que dar cuenta de hechos coherentes para no quebrar la armonía de la realidad que progresa, paralela y ficcional, en el mundo sustituto. Y es un trabajo de alta consideración social, porque todos los pelotudos dependen de pelotudos como él para tener una vida.

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Extrañamente animado por la resolana que hoy perfora el colchón tóxico que le pone techo al cielo, el pelotudo pidió autorización a la guardia de la policía militar para salir. Se asomó y un cobani lo cacheó de arriba a abajo y le pidió el arma y chequeó la carga. Le dijo que no fuera pelotudo, que volviera rápido, que la calle está dura. Y le hizo la venia. El pelotudo caminó apurado, las manos en los bolsillos de su gabán y el dedo índice derecho en el gatillo. Antes de doblar la esquina, un par de veces se dio vuelta y miró al gorra que lo había revisado. El cana creyó verle algo raro en la mirada, al pelotudo.