El pelotudo no tiene vicios. Podría
decirse que no es un vicioso. O sea: no es adicto al cigarrillo ni al alcohol
ni a los medicamentos ni a drogas ilegales. Se jacta de poder acercarse a ciertos
placeres sólo eventualmente –se jacta para adentro, no es que ande por ahí
gritando aaahhh yo me acerco a ciertos
placeres sólo eventualmente, lero lero… porque quedaría como un pelotudo-,
sin quedar atrapado en dependencias molestas ni dañinas en términos
sicofísicos, y de daños espirituales el pelotudo cree estar a salvo porque aún
no ha encontrado su espiritualidad -con lo cual no existe todavía el objeto
dañable-, aunque acepta que no se ha tomado el trabajo de buscarla porque
cagarse de risa viendo al desopilante Claudio María Domínguez en C5N no podría
ser admitido como un esfuerzo por encontrarse a sí mismo, digamos.
No es adicto a la tele, tampoco,
aunque no llega a esa declaración de principios que algunos sueltan al pasar
-pero queriendo- con una arrogancia intelectual que los lleva a fruncir la naricita
como si estuviesen oliendo mierda y a sacudir de un lado al otro la manito
tiesa, con los dedos pegados unos con otros, como saludando pero sin mover todo
el brazo sino haciendo eje en la muñeca: Yo
ni tengo tele.
Lo que más se acerca a una adicción
de consumo, o por lo menos a una conducta compulsiva, es su debilidad por el
chocolate, lo que no lo convierte tampoco en un loco bárbaro ni mucho menos en
un reventado. El pelotudo se lastra todas las noches una barra de chocolate
Águila con un cucharón de dulce de leche encima –encima de la barra de
chocolate, no encima de él. Y últimamente es débil ante un tipo de maní que
algunos llaman cervecero y en el mercado donde él lo compra lo rotulan como
maní japonés. Denominaciones aparte, es uno que viene recubierto por una
corteza crocante y bien salada. El pelotudo le entra al maní nipón como loquito
al puré. Le mete antes de la cena mientras pica algo de queso con un vinito
–por ahí repite la ceremonia en la sobremesa- y se mata con esta porquería
mientras hace el asado y se clava varios fernés.
Pero lo que el pelotudo no puede no
hacer, y lo que no puede dejar de hacer cuando ya lo está haciendo, es
arrancarse cueritos de las patas. Es una adicción muy pelotuda y vergonzante,
inconfesable casi. Tanto, que el pelotudo no se imagina admitiendo su problema
ni siquiera en una reunión de arrancadores de cueritos de las patas anónimos, o
sea en la comunión íntima, secreta y condescendiente de los débiles, que son
como hermanos en el pecado. No cree que pudiera pararse y decir soy un pelotudo y me arranco cueritos de las
patas. Entonces se despelleja en el refugio de la soledad, como el perro
callejero que se lame las pelotas en un zaguán al resguardo de las sombras de
una noche impiadosa de invierno, o como el solitario que se inflige
satisfacción por mano propia con unos horribles azulejos fileteados como únicos
testigos involuntarios.
Pasa que al pelotudo se le
descascaran las plantas de los pies y los bordes de las plantas de los pies –lo
peor son los talones y los bordes de los talones. Sobre todo le pasa en verano
y no sabe si es por la pileta o por andar tanto en pata o en ojotas, o sea por
andar tanto con los pies a la intemperie. Debe ser que se le reseca la piel de
las patas y con el agua –bien de la pileta, bien de la ducha- se le ablanda y
es ahí cuando los cueritos quedan a punto caramelo: tiernos, suaves,
irresistibles… ¡una mantequita!, diría el Bambi.
Los fines de semana son mortales,
porque el ocio es terreno fértil para el pecado. Los fines de semana el
pelotudo se despelleja a cuatro manos, con fruición, por momentos con sereno
placer y a veces, con desesperación. Una buena película, ponele, representa
mínimo dos horas a uña batiente –la película es peor que la lectura, porque el
libro le ocupa al menos una mano y eso le complica la faena. Con movimientos
más bien suaves, como sin querer, sin retirar la vista de la pantalla del
televisor, como haciéndose el pelotudo consigo mismo, el pelotudo recoge una
pierna hacia afuera y hacia atrás como cuando se realizan ejercicios de
estiramiento de cuádriceps, o bien hacia adentro como cuando se estiran los
aductores. Y la ceremonia empieza con un rápido estudio del terreno: el roce
ligero de las yemas de los dedos sobre esas mínimas pestañas de piel muerta que
se arquean separándose del pie, como ofreciéndose al sacrificio de un ritual
autodestructivo, produce en el pelotudo un estremecimiento que lo sobrecoge.
Inmediatamente pasa a la fase 2: el cuerito queda atrapado entre la uña y la
carne de su dedo mayor y alcanza un impulso leve, sutil para producir el primer
desprendimiento y la primera sensación de satisfacción y alivio. Pero la
saciedad no dura más que un par de segundos –recuérdese que el pelotudo es un
adicto, y ningún adicto se conforma con una dosis, como ningún niño se conforma
con un solo caramelo Sugus, una de las drogas más solapadamente adictivas que
el Estado aprueba alegremente. Entonces el pelotudo va por más: elige un
cuerito que sobresale por su turgencia prominente, obscena –casi sexual, podría
decirse- y lo atrapa entre las yemas de sus dedos pulgar e índice, como
haciendo un gestito de idea o la mitad de un gesto grosero para la parcialidad
visitante –este ademán se completa introduciendo reiterada, rítmicamente el
otro dedo índice en el redondel que se forma uniendo el pulgar y el índice de
la otra mano. Siempre sin dejar de mirar la tele, el pelotudo tira con fuerza
sostenida y va despegando una lonja de piel con la certeza mortificante de que
llegará eso que interrumpirá bruscamente el placer: ¡Tac! El pinchazo. El
pelotudo se va de mambo y se arranca piel sana y se provoca una lastimadura que
no ponderará ajustadamente hasta que se pare y sienta un ardor intenso que lo
hará cojear como un pelotudo pero no lo detendrá, porque el pelotudo, una vez
que inició esa cabalgata desbocada que cada vez se hace más y más frenética, no
podrá parar de arrancarse cueritos de las patas hasta que un estímulo externo
reviente la burbuja espesa en la que se ha metido (la entrada de alguien al
recinto o el fin de la película, un suponer).
A veces, por la noche, cuando con el
cielo también se oscurecen sus pensamientos, el pelotudo cree que las patas se
le mueren. Que toda esa piel muerta es
el principio del fin. O mejor –pior, en realidad-: que él –o al menos su parte
de afuera- empieza a morirse por las patas, que una irreversible desolladura
por la muerte súbita de sus células epiteliales comienza por las patas y no se
detendrá hasta convertirlo en un esperpento en carne viva. Entonces se propone
sacar turno con el podólogo, aunque le parece mucho porque el podólogo es un
especialista en patas con formación universitaria. Es decir, es un médico
dedicado a las patas de la gente, lo que suele producirle al pelotudo cierta
estupefacción porque piensa, se pregunta, cómo llega una persona a tomar la
decisión de pasarse unas cuantas horas del día durante –un suponer- cuarenta
años revisándole y curándole las patas a la gente que tiene problemas importantes
en las patas (ponele deformaciones, juanetes y sabañones que pueden, para
colmo, venir acompañados por afecciones dermatológicas fuleras como
onicocriptosis, onicomicosis –los clásicos champiñones- e infecciones varias,
todas cosas que el pelotudo supone que deben dar mucho olor). Entonces le
parece que debería hacer una consulta de menor jerarquía con la pedicura de la
otra cuadra, que hace laburos menores –pero no por eso menos heroicos- como
desencarnarte una uña o limarte un callo meta y meta con la lima o cosas así. O
que más vale se compra una piedra pómez y se raspa él mismo, pero le da cosa
porque le viene la imagen de sus patas despellejadas mal, con la carne a la
vista, y se imagina arrastrándolas ensangrentadas, dejando una huella de un
rojo negruzco como los zombis de las películas y cayendo sobre la cama en
estado de semiinconsciencia sin tiempo siquiera para escribir una carta de
despedida explicando la razón de tan pelotudo final.
Entonces no hace nada de todo eso. Y
se levanta del sofá donde estuvo masacrándose con la inquietud de la tarea
inconclusa y dejando a menudo, por descuido, como prueba irrefutable de su
debilidad, un piloncito de restos cutáneos en el borde de la mesa ratona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario