17/5/12

CAPÍTULO 10 Morirse por las patas




El pelotudo no tiene vicios. Podría decirse que no es un vicioso. O sea: no es adicto al cigarrillo ni al alcohol ni a los medicamentos ni a drogas ilegales. Se jacta de poder acercarse a ciertos placeres sólo eventualmente –se jacta para adentro, no es que ande por ahí gritando aaahhh yo me acerco a ciertos placeres sólo eventualmente, lero lero… porque quedaría como un pelotudo-, sin quedar atrapado en dependencias molestas ni dañinas en términos sicofísicos, y de daños espirituales el pelotudo cree estar a salvo porque aún no ha encontrado su espiritualidad -con lo cual no existe todavía el objeto dañable-, aunque acepta que no se ha tomado el trabajo de buscarla porque cagarse de risa viendo al desopilante Claudio María Domínguez en C5N no podría ser admitido como un esfuerzo por encontrarse a sí mismo, digamos.

No es adicto a la tele, tampoco, aunque no llega a esa declaración de principios que algunos sueltan al pasar -pero queriendo- con una arrogancia intelectual que los lleva a fruncir la naricita como si estuviesen oliendo mierda y a sacudir de un lado al otro la manito tiesa, con los dedos pegados unos con otros, como saludando pero sin mover todo el brazo sino haciendo eje en la muñeca: Yo ni tengo tele.

Lo que más se acerca a una adicción de consumo, o por lo menos a una conducta compulsiva, es su debilidad por el chocolate, lo que no lo convierte tampoco en un loco bárbaro ni mucho menos en un reventado. El pelotudo se lastra todas las noches una barra de chocolate Águila con un cucharón de dulce de leche encima –encima de la barra de chocolate, no encima de él. Y últimamente es débil ante un tipo de maní que algunos llaman cervecero y en el mercado donde él lo compra lo rotulan como maní japonés. Denominaciones aparte, es uno que viene recubierto por una corteza crocante y bien salada. El pelotudo le entra al maní nipón como loquito al puré. Le mete antes de la cena mientras pica algo de queso con un vinito –por ahí repite la ceremonia en la sobremesa- y se mata con esta porquería mientras hace el asado y se clava varios fernés.

Pero lo que el pelotudo no puede no hacer, y lo que no puede dejar de hacer cuando ya lo está haciendo, es arrancarse cueritos de las patas. Es una adicción muy pelotuda y vergonzante, inconfesable casi. Tanto, que el pelotudo no se imagina admitiendo su problema ni siquiera en una reunión de arrancadores de cueritos de las patas anónimos, o sea en la comunión íntima, secreta y condescendiente de los débiles, que son como hermanos en el pecado. No cree que pudiera pararse y decir soy un pelotudo y me arranco cueritos de las patas. Entonces se despelleja en el refugio de la soledad, como el perro callejero que se lame las pelotas en un zaguán al resguardo de las sombras de una noche impiadosa de invierno, o como el solitario que se inflige satisfacción por mano propia con unos horribles azulejos fileteados como únicos testigos involuntarios.

Pasa que al pelotudo se le descascaran las plantas de los pies y los bordes de las plantas de los pies –lo peor son los talones y los bordes de los talones. Sobre todo le pasa en verano y no sabe si es por la pileta o por andar tanto en pata o en ojotas, o sea por andar tanto con los pies a la intemperie. Debe ser que se le reseca la piel de las patas y con el agua –bien de la pileta, bien de la ducha- se le ablanda y es ahí cuando los cueritos quedan a punto caramelo: tiernos, suaves, irresistibles… ¡una mantequita!, diría el Bambi.

Los fines de semana son mortales, porque el ocio es terreno fértil para el pecado. Los fines de semana el pelotudo se despelleja a cuatro manos, con fruición, por momentos con sereno placer y a veces, con desesperación. Una buena película, ponele, representa mínimo dos horas a uña batiente –la película es peor que la lectura, porque el libro le ocupa al menos una mano y eso le complica la faena. Con movimientos más bien suaves, como sin querer, sin retirar la vista de la pantalla del televisor, como haciéndose el pelotudo consigo mismo, el pelotudo recoge una pierna hacia afuera y hacia atrás como cuando se realizan ejercicios de estiramiento de cuádriceps, o bien hacia adentro como cuando se estiran los aductores. Y la ceremonia empieza con un rápido estudio del terreno: el roce ligero de las yemas de los dedos sobre esas mínimas pestañas de piel muerta que se arquean separándose del pie, como ofreciéndose al sacrificio de un ritual autodestructivo, produce en el pelotudo un estremecimiento que lo sobrecoge. Inmediatamente pasa a la fase 2: el cuerito queda atrapado entre la uña y la carne de su dedo mayor y alcanza un impulso leve, sutil para producir el primer desprendimiento y la primera sensación de satisfacción y alivio. Pero la saciedad no dura más que un par de segundos –recuérdese que el pelotudo es un adicto, y ningún adicto se conforma con una dosis, como ningún niño se conforma con un solo caramelo Sugus, una de las drogas más solapadamente adictivas que el Estado aprueba alegremente. Entonces el pelotudo va por más: elige un cuerito que sobresale por su turgencia prominente, obscena –casi sexual, podría decirse- y lo atrapa entre las yemas de sus dedos pulgar e índice, como haciendo un gestito de idea o la mitad de un gesto grosero para la parcialidad visitante –este ademán se completa introduciendo reiterada, rítmicamente el otro dedo índice en el redondel que se forma uniendo el pulgar y el índice de la otra mano. Siempre sin dejar de mirar la tele, el pelotudo tira con fuerza sostenida y va despegando una lonja de piel con la certeza mortificante de que llegará eso que interrumpirá bruscamente el placer: ¡Tac! El pinchazo. El pelotudo se va de mambo y se arranca piel sana y se provoca una lastimadura que no ponderará ajustadamente hasta que se pare y sienta un ardor intenso que lo hará cojear como un pelotudo pero no lo detendrá, porque el pelotudo, una vez que inició esa cabalgata desbocada que cada vez se hace más y más frenética, no podrá parar de arrancarse cueritos de las patas hasta que un estímulo externo reviente la burbuja espesa en la que se ha metido (la entrada de alguien al recinto o el fin de la película, un suponer).

A veces, por la noche, cuando con el cielo también se oscurecen sus pensamientos, el pelotudo cree que las patas se le mueren.  Que toda esa piel muerta es el principio del fin. O mejor –pior, en realidad-: que él –o al menos su parte de afuera- empieza a morirse por las patas, que una irreversible desolladura por la muerte súbita de sus células epiteliales comienza por las patas y no se detendrá hasta convertirlo en un esperpento en carne viva. Entonces se propone sacar turno con el podólogo, aunque le parece mucho porque el podólogo es un especialista en patas con formación universitaria. Es decir, es un médico dedicado a las patas de la gente, lo que suele producirle al pelotudo cierta estupefacción porque piensa, se pregunta, cómo llega una persona a tomar la decisión de pasarse unas cuantas horas del día durante –un suponer- cuarenta años revisándole y curándole las patas a la gente que tiene problemas importantes en las patas (ponele deformaciones, juanetes y sabañones que pueden, para colmo, venir acompañados por afecciones dermatológicas fuleras como onicocriptosis, onicomicosis –los clásicos champiñones- e infecciones varias, todas cosas que el pelotudo supone que deben dar mucho olor). Entonces le parece que debería hacer una consulta de menor jerarquía con la pedicura de la otra cuadra, que hace laburos menores –pero no por eso menos heroicos- como desencarnarte una uña o limarte un callo meta y meta con la lima o cosas así. O que más vale se compra una piedra pómez y se raspa él mismo, pero le da cosa porque le viene la imagen de sus patas despellejadas mal, con la carne a la vista, y se imagina arrastrándolas ensangrentadas, dejando una huella de un rojo negruzco como los zombis de las películas y cayendo sobre la cama en estado de semiinconsciencia sin tiempo siquiera para escribir una carta de despedida explicando la razón de tan pelotudo final.

Entonces no hace nada de todo eso. Y se levanta del sofá donde estuvo masacrándose con la inquietud de la tarea inconclusa y dejando a menudo, por descuido, como prueba irrefutable de su debilidad, un piloncito de restos cutáneos en el borde de la mesa ratona.

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