He hablado en estas páginas de cómo un joven excepcionalmente optimista
experimentó el derrumbamiento de todos los valores, escribía F. Scott Fitzgerald cuando
promediaban los 30 y él se acercaba a sus 40 –que serían sus últimos años- y el
mundo deprimido no lograba reponerse del crack y la burbuja de los años
felices, desmesurados y prósperos –prósperos en Estados Unidos a costa de la
miseria europea de posguerra- de lo que él llamaba la era del jazz era apenas
una evocación amarga y su cabeza, su corazón y todo el andamiaje de la estrella
literaria que había sido –los grandes novelistas eran las estrellas pop de
aquel tiempo- se desmoronaba para, seguro –él estaba seguro-, nunca volver a
reconstruirse porque una fuga total es
algo de lo que uno no puede recuperarse, es algo irreparable porque el pasado
deja de existir, advertía, y recordaba que, como ya no podía cumplir las
obligaciones que la vida y él le habían impuesto, seguiría siendo escritor
porque era de lo único que sabía (sobre)vivir, pero que, a sus 39, había
renunciado a cualquier intento de ser
persona, a ser amable, justo o generoso. Había llegado por fin a ser sólo un
escritor, se aliviaba, e iba por más –por todo-: La persona que persistentemente he intentado ser, se convirtió en tal
carga que la he soltado con tan poco remordimiento como el de una negra que
suelta a su hombre el sábado por la noche.
Como buen pelotudo que es, el
pelotudo tardó en entender por qué se había zambullido en esos relatos
autorreferenciales, desprolijos y oscuros que el aclamado novelista
norteamericano escribió cuando ya no pudo lidiar con el destino que parece
común a los novelistas norteamericanos aclamados –el alcoholismo, la insatisfacción,
el desencanto del sueño americano que antes los aupó, en algunos casos la
demencia. Entre libros viejos, el pelotudo encontró este volumen ajado, de
tapas arqueadas y páginas amarilleadas y se sintió inexplicablemente atraído
por ese título a priori enigmático: The
Crack-Up. El pelotudo no conocía esa expresión pero la entendió bastante
ajustadamente. Le sonó a crisis, a quiebre, a ruptura y la verdá, pensó, que
crisis, quiebre y ruptura van bien con lo que en realidad es, un
desmoronamiento, porque una crisis no es otra cosa que la ruptura y el
desmoronamiento de una estructura de pensamiento, de valores, de creencias… de
lo que fuere.
El pelotudo, se sabe, no es original.
No rompe moldes. Su vida es más bien una colección de clichés. Él mismo es un
cliché. Entonces no tiene una crisis a los 33 ni a los 46. Si va a tener una
crisis, la tiene a los 40. El pelotudo medio, digamos –el regular, el estándar-
llega a los 40 y tiene una crisis.
Anécdota ilustrativa al margen: El otro día el pelotudo fue a la traumatóloga porque lo estaba
matando la cintura y, cuando la mina le preguntó qué le andaba pasando, en vez
de explicarle que le dolía la cintura, el pelotudo le hizo un atribulado: puso
los ojitos como el gato de Shreck cuando quiere convencer al ogro de que lo
lleve con él y le dijo que lo que le andaba pasando es que está viejo, a lo que
la facultativa, sin levantar la vista de su ficha, como despreciando tan
primario y pelotudo comentario –sólo le faltó, a la médica, soltar su fastidio
en un largo resoplido-, le dijo que todos los pelotudos de 40 años van a su
consultorio y le lloran que están viejos –no dijo pelotudos para no perder las
formas, pero lo pensó, seguro.
Además del dramatismo funerario con
que vela a la juventud –olvidate de que
una pendeja de 25 te dé bola… ¡olvidate!, masacró y deprimió a un pelotudo
amigo que se separó y anda perdido como mirada de maniquí-, el pelotudo puso en
cuestión un puñado de creencias y valores de los que fue casi militante durante
décadas. Ponele: aunque se hace más marxista con cada porquería izquierdosa que
lee porque el muy pelotudo compra todo lo que lee, ya no cree aquello tan
marxista de que el trabajo dignifica al hombre y menos si el hombre sigue
laburando pa’l macho porque el tan mentado proletariado, al final, no fue
sepulturero de nadie (el pelotudo leyó un libro de un marxista que dice que
últimamente Marx se ha vuelto a poner de moda y entonces el pelotudo dice, con
voz grave, que, ya que el viejo garpa otra vez y que el capitalismo tiene la
imagen por el piso por los zafarranchos globales de estos años, vendría siendo tiempo
de hacer un casting de sepultureros para encontrar uno con ganas de cavar esa
tumba de una vez por todas, o por ahí algo no tan drástico, o distinto, algo
superador, por decirlo así, que permita que el pelotudo medio, aunque no
consiga zafar de la obligación de levantarse todos los días para ir a trabajar,
pueda aspirar a hacerlo con un poco más de onda por saber que, al menos, ya no
labura pa’l macho –que no le rompen tanto el orto, digamos).
La cosa es que el pelotudo ya no
valora la hiperactividad laboral necesariamente como una virtud del pelotudo
que la ejerce. Consecuentemente, no condena al que no tiene demasiado apego por
el trabajo, o sea que ya no tacha de vago –casi que reivindica- al que prefiere
rascarse la guinda antes que laburar 12 horas por día –y más al que tiene éxito
en esa empresa. Tampoco la institucionalidad ni la legalidad están entre sus
preferencias y más bien le cae simpático el que se porta medio mal y consigue
escaparle al largo brazo represor del sistema –lo piensa así, en esos términos
grandilocuentes que, claro, también son un cliché. Y ya no enarbola la bandera
de la coherencia y reivindica al que puede cambiar, siempre –cambiar de todo,
menos de cuadro de fútbol- porque cambiar es consecuencia de aprender porque el
aprendizaje –la disposición a aprender leyendo, viajando, probando, sintiendo,
prestándole atención y tratando de descular el mundo- les da a las personas
herramientas para interpelar hasta a sus propias convicciones. El que no
aprende no cambia y el que nunca cambia está muerto y el que decide no aprender
nada más y no cambiar más decide morir, cree el pelotudo, que acaso esté en una
regresión al adolescente rebelde que no fue. Acaso esté cansado del que ha sido
con intensidad constante, a velocidad crucero. Está con eso de no hacer un
tango de todas las cosas, el pelotudo.
Eso dijo la otra noche –que no hay
que hacer un tango de todas las cosas- y metió una nota discordante, disonante
en medio de una conversación de varios pelotudos amigos que discutían, con la
gravedad que los temas trascendentes, que las situaciones límite le imprimen a
la voz humana, qué hacer con el hijo de uno de ellos, que había repetido un año
de la secundaria, y barajaban opciones para que la criaturita de Dios no
perdiera el año y cursara el tercero en otro colegio. El pelotudo sabía que
acaso ardería Troya, pero en algo seguía siendo el mismo pelotudo de siempre:
no tenía filtro. Y soltó:
- No
hay que hacer un tango de todas las cosas… al fin y al cabo, un año en la vida
no es nada, che.
Cuando vio que un par de pares de
ojos se ponían como el dos de oro en señal de asombro rayano con el estupor,
intentó explicar lo que quería decir: que acaso no era bueno que el chico, por
no perder un año en la vida,
resignase la posibilidad de seguir formándose en un colegio que el pelotudo
valoraba por su enfoque humanista y por los valores progresistas que transmitía
a sus alumnos en un clima de promoción de la libertad como plataforma para la
formación de hombres y mujeres entrenados en el arte del razonamiento y el
pensamiento crítico como herramientas para poder después andar por la vida
decidiendo por ellos mismos qué corno hacer con ella –la voz también se le puso
grave al pelotudo, y al final de la parrafada la cara se le vino entre morada y
azul por la hipoxia.
- No
digas pelotudeces- lo increpó el pelotudo más exaltado. -Acá lo importante es
que el pibe se reciba a los 18 años- sentenció y, acercándosele muy cerca con
ojos inyectados en sangre y empuñando ademanes de una vehemencia acaso
desmesurada para una charla entre amigos íntimos en un asado organizado para
ver a Estudiantes por la tele en su presentación frente a los sanjuaninos de
San Martín, le preguntó sin esperar respuesta:
-¿Vos sabés la carga sicológica
que va a llevar ese chico por ser repetidor?
El pelotudo creyó oportuno retirarse
de la contienda y se quedó pensando que sí, que su amigo tenía razón: si
repetía el año, el pibe soportaría una fuerte carga sicológico porque todos,
por culpa de los adultos, le haríamos sentir que es, con 15 años recién
cumplidos, un vago o un inútil o un perdedor o un fracasado o un marginal o un
diferente. O todo eso.
Otra vez, al pelotudo se le llenó el
culo de preguntas.
¿Por qué es una tragedia que un pibe
no termine el secundario a los 18 años? ¿Por qué los adultos conducimos a los
pibes a los cachetazos por el estrecho y hermético pasillo de la
institucionalización sin admitir la más mínima mora ni dilación ni matiz, y en
muchos, tantísimos casos sin hacer el esfuerzo por persuadir en lugar de
imponer? ¿Qué catástrofe acontece ante la menor distracción? ¿Por qué queremos
estandarizarlos sin preguntarnos absolutamente nada? ¿Es más fácil ese camino? ¿Los
pelotudos medios con pretensiones intelectuales, que en estos días nos sentimos
re jipis levantando el puño cerrado o haciendo la V con los dedos en la cancha
de River en la maratónica misa rogeriana (*),
no hemos visto ya mil veces, durante 30 años, al perturbado y bueno de Pink
arañando el muro perimetral del sistema en busca de una grieta que le
permitiera salirse y zafar, al mismo tiempo, del abrazo sobreprotector y
castrador de la madre gorda y miedosa? ¿Qué curioso concepto del éxito les
inoculamos como un bicho que después les crecerá adentro y ya no podrán
controlar y los someterá a la lógica binaria del éxito y el fracaso, como si
algún reglamento de la vida nos obligara a ganarle a alguien, a conseguir
determinadas cosas –títulos, medallas, autos, casas, salarios- para ser
personas íntegras, plenas y felices?
¿Por qué mierda ponemos a nuestros
hijos, a los que amamos más que a nada en
el mundo –el pelotudo y sus clichés: él siempre dice que ama a sus hijos más que a nada en el mundo y se siente
una buena persona-, en un desfiladero del que no parece haber escapatoria sin
caer por el barranco de la frustración?
¿Por qué aspiramos a que nuestros
hijos sean lo que somos nosotros –dotores, ponele- o, peor, lo que no pudimos
ser, en vez de ayudarlos a ser lo que libremente, recorriendo un camino que
acaso sea sinuoso y no definitivo, permitiéndose avanzar y retroceder o salirse
y volver o inventar caminos alternativos, decidan ser a cada paso?
¿Qué queremos? ¿Reclutar a nuestros
hijos en el ejército del pelotudo medio? ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué queremos?
El pelotudo, otra vez, tiene el culo
lleno de preguntas. Tiene un millón de preguntas, pero ninguna respuesta. Al
cabo, es un pelotudo.
(*) Este capítulo fue escrito en algún día de marzo, durante la maratón de recitales de Rogelio Aguas en Buenos Aires.
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