Lo bueno de viajar a Buenos Aires a las cinco
de la mañana es que vas como trompada por la autopista porque son poquitos los
pelotudos que viajan a Buenos Aires a las cinco de la mañana, pero lo malo es
que dos por tres no llueve pero hay niebla y entonces no podés ir como trompada
porque no se ve un cura en la nieve. El pelotudo hacía este razonamiento
mientras achinaba lo’ojo para ver si veía algo en medio de un espeso banco de
niebla –nunca puede recordar cuándo es niebla y cuándo, neblina, y eso que una
vez consultó a un meteorólogo para sacarse esa duda, una de las tantas dudas
pelotudísimas que cada tanto lo asaltan y lo ponen piñón fijo, lo ponen- que
reducía la visibilidá en el tramo La Plata – Hudson de la autopista por la que
al menos cinco de siete días a la semana viaja para cumplir con su rutina de
pelotudo medio recargado que tiene no uno, sino dos trabajos que le dejan el
libre albedrío hecho apenas una sombra de lo que nunca fue.
La niebla finalmente se disipó cuando pasó el
primer peaje y el pelotudo pensó que entonces podría acelerar pero no… ¡Zas!
Tuvo que detener completamente la marcha porque delante suyo se extendía un río
de lata que se perdía más allá del alcance de su mirada, todavía achinada
después de hacer fuerza para ver en la niebla. O sea, un puñetero embotellamiento de la santísima concha. Pasaron dos
minutos y la galleta no movía. Pasaron cinco minutos y nada. Diez y nada.
Pasaron quince minutos y nada y el pelotudo se hinchó las pelotas y se bajó y
se puso a caminar entre los autos preguntando a cada pelotudo embotellado qué
era lo que estaba faquin pasando allá adelante, más allá de su mirada ahora
achinada por la bronca.
—Hay un piquete, mostro- le dijo uno con cara
de hay que matarlos a todos. —Otra vez esos negros de mierda, otra vez— completó el ñato.
Al pelotudo se le dibujó en la cara una mueca
de resignación que vino acompañada de un leve encogimiento de hombros. Giró
sobre sus talones y volvió sobre sus pasos hasta el coche —volvió sobre el recuerdo de sus pasos, en realidad, porque los pasos no quedan en el lugar donde los damos, se dio cuenta el pelotudo. Pasaron 20 minutos
más y el pelotudo seguía ahí, como un pelotudo, y entonces de pronto manoteó el Página del asiento
del acompañante en un gesto mecánico de hastío y aburrimiento. Zapeó títulos,
el pelotudo, espantado por la tapa copada por el quilombo del día anterior en
el Puente:
-
La cacería policial terminó con dos
muertos a balazos.
-
Lo mataron mientras auxiliaba a otro.
-
Veremos a policías tirar y tirar.
-
Los obispos, muy preocupados por la
violencia pero muy cautelosos.
-
El Fiorito, espejo del dolor por la
represión.
-
Una noche de repudio.
-
Mucho silencio y caza de brujas.
-
La masacre anunciada.
-
Koehler y su mala onda con la
Argentina.
-
La cuenta de la fuga de divisas.
—Este diario todo mal—, pensó el pelotudo en voz más o menos alta. Y
entonces manoteó el Clarín, que andaba bien con Duhalde y estaría más
livianito, supuso. Pasó la tapa sin mirar y zapeó títulos:
-
La crisis causó dos nuevas muertes.
-
Cuatro historias de un día trágico.
-
Una escalada de violencia que vuelve
más frágil a la democracia.
-
Escenas de violencia y muerte en
Avellaneda, al borde del Riachuelo.
-
Intentan marchar a Plaza de Mayo.
-
Fuerte advertencia de la Iglesia.
-
El Fondo Monetario va de la
irritación a la decepción.
-
Los bancos dicen que no se van.
-
Emitirán hasta 7.000 millones de
pesos para asistir a los bancos.
—Ta madre, che— pensó el pelotudo en voz bastante alta y
tiró el diario para el asiento de atrás y reclinó el asiento para tratar de
apolillar un rato, cosa que logró rápido, cree, porque no hay pelotudo capaz de
determinar con precisión cuánto tarda en dormirse y, como éste es un pelotudo medio,
tampoco él ha desarrollado esa habilidad. Tampoco podría precisar cuánto tiempo
durmió, pero le pareció que habían pasado apenas unos minutos cuando se
despertó sobresaltado por los golpes en la ventanilla. Enfocó en el agente del
orden utilizando solo el ojo izquierdo, porque el derecho lo tenía cerrado
sobre el earbag, que evidentemente había usado a modo de almohada durante esos
minutos durante los que se había torrado. Se incorporó con dificultá y con más
dificultá enfocó —ahora sumando el ojo derecho apenas entreabierto— primero en
el humo que salía del motor, segundo en la trompa convertida en un bollo de
lata, tercero en la columna que se le metía casi hasta el parabrisas
y cuarto, haciendo un esfuerzo para mirar bien para arriba, en el cartel colorado
que le planteaba una opción: Ella o Vos.
—Andá a la puta que te parió— pensó el pelotudo
en voz baja.
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