10/6/13

VOL 2/3 - Cap. 6/2 - El Pelotudo Medio recargado - La galleta final

El pelotudo se despertó por dos cosas:

1) Los cartones con propaganda de Aceite Marolio que había puesto para tapar el sol se habían caído y entonces ya nada tapaba el sol, que a las siete y media de la mañana pegaba justo en el parabrisas porque tan mala leche tenía el pelotudo que el día del bloqueo final el coche justo le había quedado como a Subiela le había quedado el protagonista de la peli: mirando al sudeste.

2) Otra vez ese picor -un picor insoportable en la ingle derecha, ya casi en carne viva de tanto rascarse y rascarse las pelotas.  

Encandilado, con lo'ojo finito como puñalada en la lata, el pelotudo levantó el abdomen separando el culo de la butaca como para poner su cuerpo recto como una tabla -o una tablet, para más modernidá- y deslizó su mano derecha por adentro de su pantalón y de su calzoncillo y se rascó y sus uñas volvieron a teñirse de rojo -rojo sangre. Se olió los dedos y tuvo arcadas. Se miró las uñas larguísimas y vio que tenía allí abajo mucha piel acumulada. Se llevó los dedos a la boca y con los dientes rasqueteó la parte de abajo de las uñas y fue escupiendo esos residuos epiteliales hasta que uno se le fue por el caminito viejo y se atoró. Se atoró, el pelotudo, y una tos seca lo encorvó, lo sacudió, lo hizo saltar como montado en un potro salvaje. Varias veces se dio la cabeza contra el techo del auto, el pelotudo, hasta que el cuerpo extraño salió eyectado de sus fauces envuelto en una baba gelatinosa que, después de varias vueltas tipo boleadora, se estrelló contra el parabrisas -allí quedó unos segundos hasta que comenzó a desprenderse y, tras unos instantes balanceándose en movimientos pendulares, terminó descansando sobre el tablero de comando. Se rascó también la cabeza pero le costaba cada vez más hacerlo: tenía el pelo tan enredado que los dedos se le quedaban atrapados en el enjambre. Y se rascó también la cara, tapada por una barba tupida -el picor solía empezar en la ingle derecha y después se le viralizaba a todos los rincones del cuerpo, especialmente a los pliegues más oscuros y húmedos y debajo del pelo, donde acumulaba grasa tierra bichos y otras yerbas.

Se incorporó con dificultá y se desperezó estirando sus dos brazos por encima del respaldo de la butaca y casi en el final del estiramiento se tiró un pedo que enrareció aún más el clima en ese habitáculo que había pasado la noche completamente hermético por miedo a los afanos. Frunciendo la cara por el olorazo, puso las llaves en contacto para habilitar el mecanismo eléctrico de apertura de las ventanillas. Bajó la de su lado conteniendo la respiración y, asomando el marote, llenó sus pulmones de aire más o menos limpio y sintió en su rostro una brisa fresca agradable que lo invitó a bajar y abandonar la atmósfera densa, ácida, rancia del interior del auto.

Todavía entumecido, el pelotudo volvió a estirarse. Despidió otra flatulencia, pero la brisa se la llevó y entonces fue inofensiva. El paisaje era el mismo. Todo estaba igual. Igual que los últimos dos meses trece días y 16 horas, cuando Buenos Aires terminó de colapsar porque las calles no tuvieron más lugar para que los autos pudieran moverse y las calles quedaron así, completamente embotelladas, atascadas sin solución, y los pelotudos que antes las recorrían a diario y venían sospechando que un día iban a quedar definitivamente embotellados quedaron definitivamente embotellados y se quedaron a vivir ahí, cada uno donde había quedado, esperando el momento en que se cumpliera la promesa de las autoridades de lograr destrabar la galleta más grande del mundo. Al pelotudo lo había agarrado en Retiro, tratando de llegar al centro por la calle que pasa por Buquebús. Ahí estaba, el pelotudo, hacía dos meses trece días y 16 horas, embotellado al vacío como un pelotudo.

Así que decidió circular un poco entre los autos que rodeaban al suyo y saludar a los vecinos, con la esperanza de que alguno se hubiera decidido a correr hasta el chino a comprar yerba -arriesgándose a que justo en ese interín se restableciera la circulación- y tuviera unos mates para convidarle -unos mates y unos bizcochos, porque los de la última entrega del Gobierno de la Ciudad se le habían terminado. Pero antes que nada tenía que vaciar el florero, que le desbordaba. Pensó en mear ahí, en la rueda izquierda del auto, como se le había hecho costumbre porque para los baños químicos habitualmente había que hacer colas de cuadra y media, pero esta vez no: no había nadies. Así que ahí fue, con el ímpetu de la mañana en sus pantalones, y se metió presuroso en una de esas cabinas hostiles, hediondas, infestadas de materias orgánicas anónimas, nacionales y populares.

En eso estaba -meando- cuando empezaron los golpes y los gritos. Violentos golpes en la puerta y gritos prepotentes y desesperados que lo instaban a apurar el trámite y salir del cubículo.

- ¡Dale, pelotudo...! ¡Dale, pelotudo...! ¿Sos pelotudo, sos? ¡Dale, pelotudo...!

No alcanzó a subirse los pantalones que la puerta cedió y se abrió. Pero ya no estaba en el baño, el pelotudo, sino en su auto, impecable en su traje de pelotudo. El escenario era el mismo -la calle de Retiro ésa que llega a Buquebús-, pero el paisaje ya no. Miró para adelante: nadie a menos de una cuadra. Miró para atrás: una fila interminable de autos que, al parecer, esperaban que él moviera el suyo. En su ventanilla izquierda, un sacado golpeando el vidrio y gritándole, desencajado: 

- ¡Dale, pelotudo, despertate y mové ese auto de mierda de una vez! ¿O querés quedarte a vivir acá, querés?

No hay comentarios:

Publicar un comentario