15/10/12

VOL 2 Volver al futuro CAP 2 Casi cuatro horas y fracción (parte I)


El pelotudo dobló la esquina de 8 y 51 por la vereda de enfrente de las ruinas de la Legislatura y se sintió apenas conmovido por un sentimiento que podría reconocer como melancolía republicana, pero lo curó enseguida el rostro mofletudo y eternamente bronceado de Osvaldo Mércuri, que se le apareció de pronto y lo arrastró en un viaje relámpago al pasado: en el tórrido verano de 1995, el pelotudo cubría la temporada veraniega en Pinamar para el diario El Día de La Plata, que, a sabiendas de que la frivolidad y el lujo de esas costas irritaba las fibras filo marxistas del cronista, le había alquilado un cuchitril inhabitable de tres por dos que parecía una celda de Guantánamo incrustada como una espina en el corazón de la abundancia (el departamento era tan chiquito que tenía media cocina, o una cocina de dos hornallas, digamos, y un horno tan angosto que una tartera de tamaño regular entraba a 45 grados, con lo cual el pelotudo se pasó un mes juntando del piso el queso de la pizza). En esa década insólita, el diputado había salido a robar por los caminos de la provincia de Buenos Aires con el verso del medio ambiente y unas máquinas que aplastaban latas de aluminio reciclable –o algo así. El pelotudo recordó particularmente la tarde en que, vestido con bermuditas blancas, mocasines y chomba rosa, el legislador montó en la playa el espectáculo del aplaste latero acompañado por un ejército de gatos en calzas blancas y final a toda orquesta con hectolitros de champán que el líder de Lomas de Zamora descorchó con pericia de campeón de Fórmula 1 y sirvió bien frapé, a las cuatro PM, a señoras copetudas y a distinguidos borrachines de alcurnia convertidos al peronismo.

El pelotudo creía haberlo visto todo, pero en la vereda de lo que supo ser, durante décadas, Bastons Deportes, quedó yoqueado como Viviana Canosa cuando en octubre de 2012 se enteró de que estaba embarazada -la ex conductora de televisión y actual primera dama  terminó haciéndole juicio y arruinando de por vida al padre de la criatura, Alejandro Borenstein, a quien demandó por daños y perjuicios insanables al ver que sus caderas volvían a ensancharse de manera ya irreversible (la pobrecita ya nunca dejó de estar gruesa). Hincados sobre sus rodillas desnudas, tres ex ciudadanos saciaban su hambre atroz comiendo de las entrañas del cuerpo inerte de un pelotudo que, a juzgar por la frescura de su sangre, había sido boleta apenas un rato antes. Pero el sacudón lo sacó violentamente del trance: desde atrás, un agente de la policía militar había tomado al pelotudo del cuello de su gabán y lo había tirado al piso, de espaldas, y antes de poder decir pío otro cana le metió la rodilla en la traquea y lo sofocó. En un movimiento lo dieron vuelta, le esposaron las manos sobre la espalda y le leyeron sus derechos: tenés derecho a quedarte piola, gato, a menos que quieras que te desfigure la cara de pelotudo ésa que tenés, le dijo uno, y el otro se cagó de risa.


El pelotudo, que nunca se caracterizó por desafiar al sistema, se quedó piola nomás. Y los uniformados lo llevaron con las patitas en el aire hasta el blindado, abrieron la caja y lo lanzaron al interior como una bolsa de papas. Al piso del camión llegó después de rebotar en la pared del fondo –del fondo visto desde atrás, pero en realidad la de adelante, la que da a la cabina, o sea. Uno de los guardias entró con él y le puso una capucha en la sabiola. No te hagás el pelotudo no te hagás, le advirtió, y el pelotudo quiso aclararle que él no se hacía, pero una sílaba alcanzó para que lo acomodaran de un mamporro en una oreja que lo dejó turulato, con el Dispositivo Inteligente Multifunción (DIM) bailándole en el tálamo.

El viaje fue accidentado. En la calle se ve que había más cadáveres que de costumbre y el camión pisó varios y el pelotudo anduvo de acá para allá como chorizo en fuente’e losa. Encima, atravesó dos balaceras y los disparos que impactaron en el vehículo retumbaron en el marote aturdido del prisionero, que no entendía por qué carajo se lo llevaban a él, un pelotudo obediente, regular, estándar, sin rasgos particulares que lo distinguieran del malón de pelotudos que vivían encerrados en sus casas blindadas haciendo los deberes del buen ciudadano –ganándose cada día el derecho a la ciudadanía, digamos. Todavía no habían desarrollado con éxito el DIM con lector de mentes, con lo cual no era posible que supieran las pelotudeces que cada tanto se ponía a pensar y que no compartía con nadie por vergüenza casi. Desde un asilo clandestino, Jorge Altamira, otrora combativo dirigente del Partido Obrero, sigue repitiendo que todavía no hay conciencia de clase en las clases populares argentinas, y Pino Solanas está como quiere desde que ocupa un asiento en el directorio de Clarín -dice que le prometieron una buena jubilación-, adonde se llevó como secretaria a la ex diputada Victoria Donda, que en los últimos años perdió tetas pero no las mañas. ¿A quién, entonces, podría interesarle ahora una revolución?

También en el aire lo sacaron del camión y lo llevaron escaleras abajo y por pasillos de no más de medio metro de ancho, según pudo adivinar por los constantes choques de sus codos contra superficies rugosas, ásperas, que lo enfrutillaron mal. Después escuchó el sonido de lo que sería una puerta metálica pesada que se cerró inmediata, violentamente detrás de él. Cuando le sacaron la capucha la luz enceguecedoramente blanca lo encandiló, y tardó unos minutos en ajustar sus pupilas para ver que estaba en un cuarto vacío, húmedo y frío como el Monumental durante la última campaña de River con el Pelado Almeyda como DT, cuando se salvó del descenso porque los bombardeos dirigidos por el comandante revolucionario Mauricio Macri y ejecutados por los pilotos Chori Domínguez y Torito Cavenaghi dejaron el viejo estadio de Núñez reducido a escombros y ultimaron a todo el plantel profesional millonario -el mellizo Ramiro Funes Mori ensayó unas patadas voladoras en un intento desesperado de voltear los aviones agresores, y aseguran que les erró por un tantito así nada más.

Horas interminables de frío, hambre y miedo pasó el pelotudo, con sus músculos abarrotados por la tensión de esperar lo peor y de saber que ocurriría tarde o temprano, en un instante o en el siguiente o en el que vendría después. Caminó en redondo durante un lapso imposible de determinar. Se recostó un par de veces y trató de calmarse. Le ardían los codos pelados –un reguero de gotas de sangre habían manchado el piso impoluto pero ya estaban secas- y el espanto le secaba la garganta.

De repente, ruido de metales pesados. La puerta se abrió por fin y entró un tipo con tiradores y sombrerito, enorme, obeso, pero de cabeza curiosamente chica. Lo rodeó sin sacarle lo’ojo de encima y fumando sin parar. ¿Te molesta que fume? Me chupa un huevo, ¿sabés? Yo fumé en la mesa de Mirtha, papá, mirá si no voy a fumar acá, le dijo el grandote con un zezeo que le arruinaba la pose de guacho pija. Y soltando una carcajada lo interpeló:

     ¿Qué? ¿Vos también vas a decirme que soy igualito a Lanata?

Se refería a Jorge, periodista/empresario de meteórica carrera que terminó en un confuso episodio cuando se lo dio por muerto producto de lesiones internas provocadas por una netbook que se habría tragado involuntariamente forcejeando con policías venezolanos en el verano de 2013. La presunta comprobación de la muerte por ingesta de computadora fue espectacular: sobre una mesa de operaciones, el cadáver del periodista fue sometido a una ecografía de laringe que fue transmitida en vivo y en directo en el programa del animador Chiche Gelblung. No obstante, al cuerpo nunca se le vio el rostro, lo que sembró dudas que aún hoy persisten.

El tipo se le acercó al pelotudo, pitó profundamente su cigarrillo por enésima vez, le tiró redondelitos de humo en la cara y le advirtió, con insoportable aliento a faso:

     Me vas a contar en qué andás, pelotudo, o no te vas a olvidar de esta carita en tu puta vida.

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