— Dale,
gordo, una sopa Knorr no se le niega
a nadie— lo increpó el pelotudo, envalentonado por el zezeo del grandote.
— Voy
a hacer como que no dijiste nada, pelotudo. Y Ahora me vas a decir dónde
encuentro a Bonfatti— lo apuró el gigantón apoyándose con las dos manos en el
pupitre mínimo, inclinando su cuerpote hacia adelante y casi quemándole la
nariz –que no es como para que le digan Poroto- con el pucho que le colgaba de
la comisura izquierda y se balanceaba de arriba para abajo y viceversa con el
movimiento de los labios, mientras dos tipitos de mameluco instalaban una
pantalla de 42 pulgadas frente a él.
El pelotudo
quedó estupefacto. ¿Por qué reputísima razón el energúmeno éste de tiradores y
sombrerito suponía que él, un pelotudo normal, estándar, un pelotudo más, sin
relieve, podría llegar a tener alguna faquin idea de dónde se escondía
Bonfatti?
El ex
gobernador de Santa Fe, segundo dirigente socialista que había gobernado una
provincia argentina, está prófugo desde diciembre de 2012, cuando el entonces
diputado nacional Agustín “Chivo” Rossi lo sindicó como capo del cártel de
Arroyo Seco y contacto local del cártel mejicano de Acapulco, que lideraba la
mítica pareja de criminales conocidos con los alias tía Berta y tío Acner. La punta del aisberg había sido el jefe de la policía santafesina, al que habían pillado hablando con chicos malos. Bonfatti se quejó de que no le habían avisado que estaban investigando a su subordinado, y mandó al Congreso un proyecto de ley para obligar a los espías a tocar timbre, pero resulta que lo peor que no le habían avisado era que al que estaban buscando en realidad era a él. Con careta del Lole Reutemann y traje antiflamas, el mandatario abandonó en moto la
casa de gobierno provincial a las 12 PM en punto del 31 de diciembre, aprovechando
los estruendos de la pirotecnia de Año Nuevo. Y nunca más se lo vio en los
lugares que solía frecuentar. La gobernación quedaría en manos del vicegobernador
Henn, que era radical, dato que nunca había tenido en cuenta el denunciante,
sobre quien recayó una unánime condena social –Rossi sufrió violentos escraches
en la puerta de su domicilio por parte de multitudes enardecidas que portaron
pancartas con el lema PEOR EL REMEDIO QUE
LA ENFERMADAD. (El sucesor natural de Bonfatti duró unos poquitos meses en
el poder y también tuvo que escapar subrepticiamente de la casa de gobierno,
pero en su caso, siguiendo otra tradición partidaria –la primera que respetó
fue la de no terminar el mandato-, se rajó por los techos en helicóptero).
Meses después circularía en la interné un video casero que fue reproducido por
las principales cadenas de televisión: vestido con una camisa jauaiana de
colores vivísimos y con un puro cubano entre los dedos, Bonfatti se reía a
carcajadas echando su cuerpo hacia atrás y dejando ver su abdomen inflamado,
coronaba la risotada con un nariguetazo largo, profundo, y con sus bigotes a estrenar blanqueados y sus ojos inyectados en sangre hacía como que miraba al espectador
y, ofreciendo el plato a la cámara, volvía a soltar una carcajada desafiante.
Hoy se dice que en estos siete años el ex militante socialista, pionero del
llamado socialismo narco, en el que
militan en la clandestinidad decenas de dirigentes que aseguran haberse
hinchado las pelotas de tanta corrección política, construyó un imperio
criminal con ramificaciones en toda Latinoamérica: el Régimen lo acusa de
quemarle la cabeza a los jóvenes con la cocaína y con su otro gran negocio: la
distribución ilegal de libros de pensar.
(El Régimen
ejerce un férreo control de todo lo que se publica y aplica un tamiz
apretadísimo –como pedo de visita- que reduce a un puñado los escritores autorizados,
todos inscriptos en el género de la autoyuda y la espiritualidad –el catálogo
oficial incluye títulos de Ari Paluch, Claudio María Domínguez, Sergio Lapegüe,
Luis Majul, Elisa Carrió, Andrés Calamaro, Daniel Amoroso, Luis Ventura, Caruso
Lombardi y Orlando Barone. El filtro está a cargo del ministro de Control
Editorial, el ex animador, actor y pistolero Baby Echecopar)
El grandote
de cabeza chiquita ametralló al pelotudo con un interrogatorio en el que lo
amenazó reiteradas veces con borrarle el rígido de su súper computadora
personal –a lo que el pelotudo se animó a preguntarle si todavía seguía calenchu- y lo sometió a salvajes tormentos sicológicos: le pasó, una tras otra,
las rutinas de estandap que Jorge Lanata ensayaba en el show televisivo
revisteril de los domingos a la noche en el trece, mechadas con las
conclusiones que exponía el médico y periodista Nelson Castro en su programa El Juego Limpio hablándole y
reclamándole cosas a la Presidenta y las agarradas del abogado y periodista
Eduardo Feinmann con alumnos tomadores de escuelas porteñas. Pero no consiguió nada.
Aunque turbado por tanta TV basura, el pelotudo dijo una y otra vez lo mismo: ¡Sólo soy un pelotudo! ¡Sólo soy un pelotudo! ¡Sólo soy un pelotudo!
Habían
pasado casi cuatro horas y fracción cuando el grandote tiró la toalla.
— Ok,
evidentemente sos un pelotudo, pero no uno cualquiera: un pelotudo importante,
porque sabemos que sabés y te hacés el pelotudo y sabés que no es gratis saber
y hacerse el pelotudo— le dijo el ropero al pelotudo sacándose el sombrero y
rascándose la cabecita.
El gordo dio
media vuelta y se fue yendo, su mano izquierda en el bolsillo de los pinzados y la
derecha llevando el trigésimo cuarto cigarrillo a su boca, pero antes de cerrar
la puerta metálica asomó apenas su cabecita y le advirtió al pelotudo:
— No
te relajes, eh: nos volveremos a ver.
Enseguida
dos guardias volvieron a encapucharlo y lo arrastraron otra vez por los
pasillos angostos y ásperos hasta el blindado. Anduvieron un tiempo
indescifrable hasta que el camión frenó y la puerta se abrió. El pelotudo
sintió otra vez que lo agarraban del cuello del gabán, lo bajaban bruscamente y
le sacaban la capucha.
— Tomá,
pelotudo, cuidate, que la calle está dura— le aconsejó uno de los guardias
mientras le devolvía la pistola reglamentaria.
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