12/10/12

VOLUMEN 2 Volver al futuro - CAPÍTULO 1 La calle está dura


(SIETE AÑOS DESPUÉS…)

El pelotudo se despertó –se sobresaltó y se le sacudió el cuerpo como si le hubieran metido un cable pelado por el orto y se dio el marote, otra vez, contra el cabezal de la cama- con el chirrido ése de mierda que cada mañana, a las seis ocloc, le horada el cerebro desde adentro –literalmente desde adentro. Hace ya cuatro años que le implantaron el Dispositivo Inteligente Multifunción (DIM) en el tálamo, pero el pelotudo –que, se sabe, tarda en absorber las novedades porque es un pelotudo con tecno dilei- no se acostumbra a que le suene el despertador adentro del marulo y se estremece y putea en arameo cada puta mañana de su vida. De hecho, le queda el tic de tirar el manotazo sobre la mesa de luz con la esperanza de acertarle al viejo despertador con campanita.

Todavía medio tololo, mientras escucha la voz de trola que desde adentro de la cabeza le da un informe detallado y monocorde de las tareas que tiene agendadas para la jornada, de sus signos vitales y de sus necesidades alimentarias y fisiológicas y le avisa que su colesterol malo experimentó una leve suba en las últimas 72 horas, se estira para desperezarse y comprueba que lo sigue matando la cintura y sospecha –hace años que sospecha y nunca termina de convencerse, o sea que vive en constante estado de conjetura, el pelotudo- que es el sedentarismo que lo atrofia, lo des-tonifica, lo encorva y lo entumece.

El pelotudo se estira un poco más, corre la mirilla de la ventana metálica y achina lo’ojo para fisgonear cómo está el día, al tiempo que le pide al DIM el informe del clima y del tránsito. Abrir la mirilla para ver cómo está el día e interesarse por el clima y el tránsito son también reflejos residuales de cuando el pelotudo salía al menos cinco de siete días a la semana para tomar el bondi que lo llevaba a su trabajo en Buenos Aires, en un diario digital que desmontó la redacción en 2014 –inmediatamente después de que el Gobierno estableciera el estado de sitio- y mandó a sus periodistas a trabajar en sus casas. En su momento le pareció una bendición porque ya no tendría que soportar ese pinche viaje cotidiano que lo condenaba a dedicarle de tres a cuatro horas diarias más al trabajo que los pelotudos que vivían en La Plata y trabajaban en La Plata. Después sufrió algunos desórdenes sicológicos producto del encierro y ahora, que ya lleva casi cinco años prácticamente sin salir a la calle, es como que se acostumbró, igual que la mayoría de la minoría trabajadora que adoptó la modalidad del teletrabajo a la fuerza y mudó definitivamente su vida social a la interné, que provee de todo y satisface la mayoría de las necesidades espirituales, culturales, sentimentales y de esparcimiento y hasta románticas y sexuales -el sexo es definitivamente virtual y onanista, con la ayuda de las súper computadoras, que reproducen texturas y olores humanos y permiten recrear, aunque todavía bastante rústicamente, la experiencia del cuerpo a cuerpo.

Por la mirilla el pelotudo confirmó que la guardia de la policía militar, que es ambulante durante la noche y la madrugada, ya estaba en posición. Entonces destrabó y levantó las cortinas metálicas que cubren los cristales blindados, pero inmediatamente bajó el blacaut para impedir que la luz natural -aunque tenue por la gruesa capa de gases que bloquea el paso franco del sol- le nublara la vista, desacostumbrada a la claridad. No pasaron dos minutos hasta los estruendos del primer cruce de disparos. Es que afuera hay una guerra -una guerra de todos contra todos por la supervivencia.

El mundo empezó a desquiciarse del todo a fines de 2012. El entonces presidente de Estados Unidos, Baracka Obama, perdió las elecciones de noviembre de ese año a manos del republicano cara de republicano Mitt Romney, un presunto moderado que el mismísimo día en que ocupó el Salón Oval se rebeló fanático de derecha y se erigió, en el mismo acto, en un pelotudo importantísimo. En su primer mensaje al mundo desde el atril montado, como era tradicional, en las puertas del Capitolio, el zarpado anunció la misión que –dijo- Dios le había encomendado: terminar con la crisis financiera en su país a como diera lugar, y se declaró protegido por la fe para soportar la angustia moral que le provocaran los costos de un plan de ajuste sin precedentes, estructurado, fundamentalmente, a partir de un feroz recorte de la inversión pública en programas de fomento al empleo e incentivo a la producción, además de un severísimo achicamiento de los recursos destinados a la educación y a la salud públicas –la reforma del sistema de salud que había implementado Obama, advirtió el nuevo, iría inmediatamente para atrás.

Desde ese atril/púlpito, Romney convocó a los líderes de las potencias en crisis a “hacer lo que tengan que hacer”, y advirtió, con su dedo índice derecho apuntando al cielo, que Dios vomitaría a los tibios.

Era lo que necesitaban otros pelotudos con cetro del mundo civilizado para pudrir el queso. La alemana Merkel, que ya tenía los colmillos afilados; el británico Jaimito Cameron, el socialista francés con apellido de país bajo que en el fondo era un monigote de su compatriota jefa del Fondo, madam Lagarque; el cara de cebolla cruda Rajoy –el presidente más pelotudo parido por la Madre Patria que la parió- y otros energúmenos se prendieron con entusiasmo criminal y aplicaron planes de ajuste tan pelotudos que no sólo no arreglaron nada, sino que la cagaron del todo. Para mediados de 2013, Estados Unidos y Europa occidental estaban prendidos fuego, con millones de pelotudos sin trabajo ni cobertura social pero con muchas piedras y bombas molotov en sus mochilas de neoagitadores indignados que fueron cayendo como moscas bajo la represión discrecional y salvaje de fuerzas del orden puestas al servicio del aniquilamiento de la protesta social, anárquica y descontrolada.

Acorralados por una malaria sin fondo, los pelotudos de la OTAN pensaron que era hora de ir definitivamente por el petróleo y aumentaron la presión sobre los gobiernos enemigos del mundo árabe, y lanzaron operaciones militares que intentaron voltear los regímenes hostiles y despertaron la reacción de las organizaciones radicales, que hicieron escalar la violencia como jamás antes se había visto, con una secuencia de atentados que hicieron blanco en las principales ciudades de las potencias de occidente en decadencia.

El combo de desempleo, pobreza y violencia provocó una estampida en Estados Unidos y Europa: millones y millones de excluidos buscaron refugio en los rincones menos golpeados y más ricos del mundo en términos de recursos naturales y alimentos. Como un siglo antes, con la primera Gran Guerra, una oleada inmigratoria cubrió las economías emergentes que mejor se habían protegido de la crisis a partir de 2008: Rusia, India, China, Sudáfrica y Latinoamérica.

La diferencia con el fenómeno de principios de la centuria pasada radicó en que aquella fue una ola de desplazados que ofrecieron sus manos laboriosas en países con poblaciones escasas y todo por hacer, mientras que los nuevos inmigrantes constituyeron hordas de desesperados que vinieron a reclamar trabajo en mercados insuficientes para albergarlos a todos. Las poblaciones receptoras entraron en pánico y se protegieron pasando a la ofensiva: un brote de xenofobia agitó a los sectores de ultra derecha, que ganaron cierto favor popular proponiendo repeler a los invasores a sangre y fuego. Los gobiernos populares de Cristina Fernández, Dilma Rousseff, Evo Morales, Pepe Mujica, Hugo Chávez, Rafael Correa y Raúl Castro resistieron con la militancia en las calles, pero los sindicatos exigieron determinación para evitar la usurpación de las fuentes de trabajo por parte de mano de obra que se ofrecía por monedas. Las fuerzas armadas se sublevaron y sobrevino entonces un dominó golpista que dejó a la región en manos de un movimiento insurreccional cívico-militar-clerical financiado por las más poderosas corporaciones económicas. Para 2014, los sacaditos neonazis ya habían cancelado todas las democracias latinoamericanas y habían instaurado regímenes represivos largamente más siniestros que los del Plan Cóndor.

(La izquierda marxista argentina habría hecho la vista gorda y habría apostado secretamente al golpe porque al parecer un pelotudo dijo una noche tarde, después de una charla de Vilma Ripoll en el local del MST de Long Champs: ¡Uh, boludo, mirá, las condiciones objetivas para la revolución! Y todos habrían brindado por la inexorabilidad de la dictadura del proletariado y por la aparición con vida del faquin sepulturero de la maldita burguesía)

Hoy, en 2019, el pelotudo integra el 38 por ciento de los que por ahora zafan. Tiene trabajo y derechos de ciudadanía. Un nombre y un documento de identidad, tiene el pelotudo. Los demás, el otro 62%, no tienen nada ni son nada. El Régimen los borró. Los desechó. Los canceló. No existen y entonces si los matan no hay delito porque no hay objeto del delito. Cada cancelado que muere (de hambre, en una gresca con otro borrado o a manos de la policía militar en un intento de asalto o asesinado de onda nomás) es apenas un problema menos. La calle es de ellos. Por eso el pelotudo casi no sale a la calle. Porque la calle es una guerra. Si tiene que salir, tiene que pedir autorización a la guardia de su cuadra, que comprueba que lleve su arma reglamentaria y chequea que esté cargada. Todos los ciudadanos están obligados a portar armas y tienen permiso para tirar a matar y el Estado les provee ayuda sicológica o espiritual para sosegar eventuales estertores de culpa que puedan distraerlos de sus deberes comunitarios. Y todos los ciudadanos son monitoreados a través del GPS de sus DIMs. Hay organizaciones rebeldes que ofrecen extirpar los aparatitos de los cerebros de los ciudadanos que pretenden zafar del control, pero guarda: el que se saca el chip se convierte automáticamente en un clandestino al que se le expropia la casa, se le cancela la ciudadanía –o sea, se lo desaparece- y se lo arroja al desamparo -a la guerra de la calle.

Por eso nadie sale si no es por motivos de fuerza mayor. Por eso casi nadie se relaciona físicamente con casi nadie. Por eso casi nadie se enamora de personas reales. Por eso casi nadie coge de verdad y por eso nacen cada vez menos bebés y por eso la población envejece y se achica vertiginosamente –por eso y por la guerra de la calle. Por eso no pasa nada afuera. Y por eso el trabajo del pelotudo consiste en escribir noticias falsas. No son noticias que distorsionan, tergiversan o manipulan la realidad, como las que redactaba Winston Smith, el protagonista de 1984, que alteraba datos para acomodar la realidad a los intereses del Partido. El pelotudo escribe noticias falsas para inventar una realidad virtual que ocurre en la interné y reemplaza a la que no sucede en la calle, donde solamente hay una guerra. El pelotudo escribe crónicas de partidos de fútbol que nunca se jugaron, críticas de obras de teatro que jamás fueron exhibidas, manifestaciones de protesta que –más bien- nunca se realizaron porque de haberse realizado los manifestantes hubieran sido masacrados por la policía militar. El pelotudo y otros periodistas escriben, y expertos en animación crean las fotos y las imágenes de video. Ojo: es un trabajo riguroso el que hace el pelotudo, porque sus crónicas tienen que dar cuenta de hechos coherentes para no quebrar la armonía de la realidad que progresa, paralela y ficcional, en el mundo sustituto. Y es un trabajo de alta consideración social, porque todos los pelotudos dependen de pelotudos como él para tener una vida.

* * *

Extrañamente animado por la resolana que hoy perfora el colchón tóxico que le pone techo al cielo, el pelotudo pidió autorización a la guardia de la policía militar para salir. Se asomó y un cobani lo cacheó de arriba a abajo y le pidió el arma y chequeó la carga. Le dijo que no fuera pelotudo, que volviera rápido, que la calle está dura. Y le hizo la venia. El pelotudo caminó apurado, las manos en los bolsillos de su gabán y el dedo índice derecho en el gatillo. Antes de doblar la esquina, un par de veces se dio vuelta y miró al gorra que lo había revisado. El cana creyó verle algo raro en la mirada, al pelotudo.

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