El pelotudo
todavía temblaba cuando comprobó que los agentes de la Policía Militar se habían
alejado en el blindado. A su alrededor, lo que queda de algún barrio periférico:
casas abandonadas y derruidas –seguramente intrusadas, con sus paredes agujereadas
a balazos y sus jardines convertidos en baldíos infestados de vaya a saber qué
variedad de alimañas hostiles-, lo que alguna vez había sido una estación de
servicios, ahora devenida cementerio de autos quemados o reducidos a chatarra,
y un viejo complejo de canchas de fútbol cinco transformado en campamento por
ex ciudadanos desesperados y atrincherados en alguna forma precaria y frágil de
organización comunitaria. Creyó reconocer, en el cruce de las dos avenidas que partían
en cuatro aquel paisaje desolador, los restos del Monumento a la Madre. El
alivio que había sentido por haber sobrevivido al secuestro y al interrogatorio
se le escurrió como arena entre los dedos ante la sospecha de estar en 60 y
137, esquina que había sido un hervidero en épocas de esplendor de la populosa
localidad de Los Hornos pero que hoy, en el año 2019, no es otra cosa que un
páramo polvoriento y peligroso, dominado por nadie y por todos; una de las
tantas zonas liberadas a las hordas de cancelados que pelean por la
supervivencia y que, como había visto el pelotudo antes de ser arrestado,
estaban desarrollando la capacidad de comer carne humana, lo que lo convertía a
él en una cena potencial. Encima, el Comando Central le había reseteado el DIM,
que inició una descarga frenética de informes y recordatorios de tareas y
deberes vencidos intercalados con mensajes furiosos de sus jefes del diario,
que lo amenazaban con el despido si no enviaba con urgencia las crónicas
adeudadas. Muerto de hambre y de sed, aterrado por el desamparo a cuarenta
cuadras de la fortaleza de cemento y acero de su casa y aturdido por la ráfaga frenética
del DIM y por la repetición imparable de la pregunta sin respuesta ¿Por qué puta razón me está pasando esto a
mí, un pelotudo inofensivo?, el pelotudo sintió una irrefrenable necesidad
de correr –en ese torbellino emocional, su memoria recogió del pasado la amenaza
de Terry Benedict, el personaje de Andy García en La gran estafa, a Rusty Ryan, el ladrón encarnado por Brad Pitt,
cuando éste le comunica por teléfono que se le han metido en la bóveda de
seguridad de sus casinos y están a punto de chorearle 180 palos verdes. Ok, felicitaciones, eres hombre muerto; así
que éste es mi consejo: corre y escóndete, le había advertido el malo al dandi. Y corrió, el pelotudo. Corrió como Forrest Gump. Como
Lola, corrió el pelotudo. Corrió sin saber a dónde ir, empujado por el motor
más poderoso: el miedo. Corrió unas cuantas cuadras. ¿Seis, siete, ocho cuadras?
No las contó. Estaba fuera de sí. Se detuvo exhausto, sin aliento, frente a una
cancha de fútbol abandonada que todavía conservaba el cartel de la entrada: en
forma de escudo, el pelotudo adivinó que alguna vez había sido blanco con una
banda cruzada celeste. La sigla CFLH era inequívoca: estaba frente a la
cancha del Centro Fomento Los Hornos, en 58 y 132, la misma en la que, durante una
calurosa mañana del año 2009, acorraló contra la línea lateral izquierda al
corpulento Gonzalo Santos y el joven cronista del rodete lo enfrentó con pelota
dominada y, tras clavar la mirada en la separación imprudente de sus piernas,
hizo lo que el pelotudo adivinó que haría: le tiró un caño que, pese a su capacidad
de adivinación, el pelotudo se comió como un pelotudo y, herido en su orgullo
de marcador experimentado, sólo atinó a taclear al grandote para, al menos,
honrar el dicho futbolero que establecía —cuando todavía se jugaba al fútbol—
que pasa la pelota pero no el jugador
—Santos caería desplomado pesadamente sobre el pecho del pelotudo y, en
represalia adicional y artera, se levantaría pisando sin querer queriendo el
muslo derecho del zaguero, que durante los siguientes 30 días sufriría cada una
de sus carcajadas como puñaladas en su pecho que lo hacían maldecir aquel maldito
caño, aquel faquin tacle, aquel malvado cronista del rodete, aquella puñetera decisión
de jugar contra los pinches pendejos de la redacción y, por qué no, al Pelado Buffarini,
que había facilitado la realización del muy puto cotejo aportando la chingada cancha
del Fomento que ahora, diez años y una catástrofe global después, elegía como
refugio para pasar la noche que ya caía sobre la ciudad, territorio
impredecible de los cancelados, de los excluidos, de los expulsados, de los negados
que luchan cada día por extender un día más su agonía de muertos vivos.
No era para
menos el pánico del pelotudo. En 2019, salir de casa, salir a la calle, no es salir:
es entrar. Salir a la calle es entrar a un laberinto que puede encerrar al
desprevenido en el afuera mismo. Así se sintió el pelotudo: encerrado afuera,
en un afuera sin salida, (des)gobernado por hordas anárquicas de salvajes que llevaron
a la Humanidad de regreso a su estado más primitivo, con hombres y mujeres despojados de todo vestigio de sentimiento de culpa o remordimiento frente a la falta o el crimen, del sentido del bien y del mal que la cultura se
había encargado de inocularles a lo largo de siglos de sistemática represión institucional.
Hoy, en 2019, en la calle los hombres y las mujeres viven en estado de naturaleza,
entregados al dominio de sus pulsiones: en la calle comen, cagan y cogen donde quieren
o donde pueden, lo que quieren o lo que pueden, con quien quieren o con quien
pueden. Toman lo que necesitan –el alimento, una pareja- cuando lo necesitan,
sin pedir permiso, y pelean con quien sea para tener lo que sus cuerpos les reclaman.
Pelean hasta matar o hasta morir. Y el que no mata, muere.
El pelotudo
chequeó la carga de su arma reglamentaria y la empuñó con dos manos, como le
habían enseñado durante la instrucción obligatoria en la Escuela para Civiles
de la Policía Militar. Sin poder controlar el jadeo seco, sintiendo que el
corazón se le salía por la boca y los huevos lo asfixiaban alojados en su
garganta, avanzó por el pastizal de dos metros de altura hasta la puerta desvencijada
de lo que podría haber sido un vestuario. La empujó apenas y se zafó de la
bisagra y cayó al piso y provocó un estruendo que hubiese sido fatal si el
vestuario hubiese estado ocupado por algún grupo de cancelados. Milagrosamente,
por esas cosas del destino que el pelotudo no estaba en condiciones de
descifrar, el lugar estaba vacío, apenas habitado por un perro sarnoso que miró
al pelotudo casi como disculpándose de no atacarlo, casi como invitándolo a
hacerle compañía, a compartir la miseria, el abandono, el hambre, la soledad,
el desamparo… esa vida de perros, de pobres diablos condenados a una muerte
prematura.
Ya desde
adentro, el pelotudo volvió a poner la puerta en su lugar y fue al rincón donde
lo esperaba el perro y acomodó unos cartones sobre el piso húmedo y se sentó y
el perro se le acurrucó y le apoyó la cabeza sobre sus muslos contracturados.
El pelotudo lo acarició con su mano izquierda –en la derecha, el arma cargada,
lista para tirar a matar- y lo sintió temblar. Y los dos temblaron juntos, como
dos pelotudos.
En esa noche
que se anticipaba interminable al pelotudo se le dio por pensar pelotudeces. Intentó
establecer con alguna claridad por qué el mundo se había descajetado del todo y
pensó que, en líneas generales, el cine y la literatura de ciencia ficción se
habían equivocado poniendo por fuera de la raza humana la responsabilidad de la
devastación. Pensó, por ejemplo, que, aunque no era exagerado asumir que los esmartfouns
habían terminado siendo más esmart que muchos pelotudos como él, no habían sido
las máquinas las que, como en la saga Matrix,
se habían emancipado y se le habían vuelto en contra al Hombre y le habían
arrebatado el control del mundo y lo habían sojuzgado bajo un gobierno sin alma.
Pensó, también, que tampoco habían sido alienígenas más inteligentes y con
tecnologías más sofisticadas los que, como en La guerra de los mundos, la novela de Orson Wells, habían venido a
aniquilar a la raza humana para quedarse con los recursos naturales que habían
depredado en sus planetas de origen. Y pensó que tampoco había sido una
catástrofe sanitaria la que había terminado con la civilización tal como la
habíamos conocido —no fue una epidemia que convirtió a los sobrevivientes en vampiros
despiadados, como en Soy leyenda, la
película de Will Smith, ni en zombis insaciables, como en Resident Evil, la de la gélida
Mila Jovovich— ni una glaciación como la que había terminado con los
dinosaurios ni un diluvio como el del viejo Noé ni un meteorito como en El día después de mañana, la de Dennis
Quaid, ni un planeta desorbitado como en la extrañísima y exquisita Melacholia, la de Kirsten Dunst y Kiefer
Sutherland, ni un extraño fenómeno como el de 2012, donde la Tierra deja de girar y la inercia hace que todo se
vaya al carajo —o algo así. El pelotudo cayó en la cuenta, entonces, de que la
serpiente había crecido desde adentro; que la Humanidad había cavado su propia
tumba a paladas de miseria, egoísmo, estupidez, maldad y avaricia; que, cegados
por la angurria, los que habían concentrado el poder y las riquezas del planeta
no habían sido capaces de advertir la inviabilidad del mundo salvajemente
injusto que estaban modelando ni de entender que los que estaban quedando
afuera no tardarían en voltearles los pórticos de sus mansiones para tomar lo
que les correspondía y cobrarse la venganza que venían cocinando en frío.
En el
silencio inestable de la noche, estremecido por detonaciones y gritos desgarrados
de dolor que golpeaban como latigazos en el fondo de la oscuridad, el pelotudo
pensó –se preguntó, digamos- si la Humanidad, así como se había sumido a sí
misma en las sombras del apocalipsis, sería capaz de encontrar una luz que la
guiara en el camino a un nuevo mundo. Se preguntó eso, el pelotudo, y se sintió
un pelotudo romántico soñador delirante.
No deja de sorprender el grado de pelotudismo de este pelotudo cinéfilo.
ResponderEliminarSabe que es un perro sarnoso, sin embargo, el sujeto, luego de cruzar miradas compasivas con él, va a su encuentro, se acomoda a su lado, lo acaricia. Seguro también le da unos besos...