22/6/12

CAPÍTULO 20 Se perdió, el pelotudo


El pelotudo solía perder el auto. Para tomarse el micro a Buenos Aires, a veces lo dejaba en la Terminal y a la vuelta se bajaba en la rotonda, convencido de que estaba ahí y no estaba, porque lo había dejado en la Terminal. Y creía que se lo habían robado. O que lo había dejado en otro lado pero no sabía dónde. O a veces le pasaba que lo dejaba en la rotonda para tomar el bondi ahí pero por alguna razón/motivo/circunstancia el micro no estaba pasando o no le paraba ninguno entonces se iba a la Terminal y dejaba el auto ahí pero no registraba el cambio y a la vuelta se bajaba en la rotonda, convencido de que lo había dejado en esa cortadita que otros muchos pelotudos que viven en La Plata y trabajan en Buenos Aires usan para dejar los coches. Y no. Decía la puta madre, qué pelotudo cuando se acordaba y entonces tenía que tomarse un taxi a la Terminal. Y otras veces ni siquiera lo sacaba de la casa –lo dejaba en el garaje- pero a la vuelta no se acordaba y, seguro de que lo había dejado en la rotonda, se bajaba del micro ahí y ¡zas!, diría Miguel Mateos…
En una época tenía una moto. Y la usaba para ir a trabajar. Como no la podía entrar al laburo y en esa época choreaban motos de la calle todos los días, se había alquilado una cochera a la vuelta y la guardaba ahí. Pero a veces no iba en la moto porque a la hora de arrancar para el trabajo ponele que llovía. Y se tomaba el micro. Entonces cuando salía del laburo el pelotudo iba a buscar la moto a la cochera y quedaba como un pelotudo con el sereno, porque iba a buscar una moto que nunca ese día había estado ahí. Aunque lo peor era cuando le pasaba al revés: iba al laburo en la moto como todos los días pero después, en algún momento, se desataba una fuerte tormenta y al pelotudo se le instalaba la idea de que llovía desde temprano, con lo cual descartaba la posibilidad de haber ido en la moto. El pelotudo salía del laburo, se tomaba el bondi, llegaba a su casa y ¡zas!, otra vez Miguel Mateos que le avisaba que la moto dormiría en la cochera de a la vuelta del laburo.
O sea: el pelotudo cada tanto perdía la moto y ahora solía perder el auto. Y se perdía –quedaba perdido por un rato, como boleado.
En rigor, el pelotudo era de perder cosas todo el tiempo.
Perdía los documentos, perdía ropa, perdía el micro, perdía el trabajo, perdía el tren –el de las vías y el del progreso también, con ese dilei tan de pelotudo con el que accedía a los avances tecnológicos.
Perdía oportunidades de ser menos pelotudo, perdía plata porque lo cagaban como de arriba de un sauce muy seguido, perdía peso si no comía como un animal -y entonces andaba de atracón en atracón y de cagadera en cagadera.
Perdía siempre en el casino pero nunca mucho porque era medio miserable y jugaba poca plata, y después nada porque ya no iba porque había notado que perdía siempre y el juego entonces perdía sentido.
De pibe perdía siempre a la bolita. Sus amigos se quedaron con fortunas suyas en bolitas, porque el pelotudo era horrible -lejos el peor del barrio y de la escuela.
En los deportes no era malo pero perdía más de lo que ganaba y una vez se perdió un viaje por quedarse a jugar un partido importante de una instancia a la que su equipo no había llegado nunca precisamente por perder más de lo que ganaba, y perdió no sólo ese partido por el que se perdió el viaje sino los cuatro meses siguientes de su vida recuperándose de un desgarro machazo que le hizo también perder peso porque tuvo que hacer una dieta estricta que lo hizo perderse el placer de comer carne, quesos y fiambres –o sea que se perdió el viaje y perdió como en la guerra, el muy pelotudo.
Perdía mucho el tiempo. Lo perdía en la parada del bondi y lo perdía en pelotudeces -el pelotudo pasaba la mayor parte del tiempo perdiéndolo.
Perdía sistemáticamente toda batalla doméstica que se atrevía a librar. Ejemplo: que el perro no durmiera en el sofá. Le molestaba que en el sillón donde él se echaba a mirar la tele el perro se revolcase, se rascase, estornudase y se lamiese las bolas, pero el pelotudo perdía esa batalla contra el perro –un ser supuestamente inferior en términos de desarrollo neurológico-, que se cagaba en las pretensiones del pelotudo de su amo, que de amo, según quedaba claro, no tenía nada. Cuando el pelotudo estaba pululando por la casa, el perro no se subía al sillón, porque si se subía el pelotudo lo bajaba a boleos en el culo. Pero apenas el pelotudo dejaba de circular y –un suponer- se iba a acostar, el muy guachito –el perro- ponía su mejor hocico de pelotudo y sigilosamente se acercaba al sofá, pegaba el saltito y ahí se acomodaba y ahí dormía todo despatarrado, haciendo ostentación de su impunidad. En definitiva, el pelotudo no quería que el perro durmiese en el sofá y el perro… dormía en el sofá, lo más choto.   
Últimamente el pelotudo había perdido también la iniciativa y algo del tono vital de otros tiempos. También el buen gusto y el miedo al ridículo.
Había perdido el sentido común, el sentido de justicia, la ecuanimidad y el equilibrio emocional, con lo cual a menudo perdía la cordura, perdía la línea, perdía la paciencia y, al final, perdía la cabeza.
Estaba perdiendo amigos, también, por eliminarlos del chat de la blacberri en su intento por desandar la autopista de la híper conexión, ésa que es de un solo sentido porque bla bla bla...
Y estaba perdiendo el color original de su pelo, que se estaba volviendo gris, y el pelo propiamente dicho. Lo único que, lejos de perder, ganaba, eran manías –ya las coleccionaba.
O sea: el pelotudo era un tipo que había vivido perdiendo. Era, sin más, un perdedor.
Hasta la esperanza de no ser tan pelotudo había perdido y, como la esperanza es lo último que se pierde, ya no le quedaba más que perder. Y se perdió. Se perdió él.
Esa mañana, como todas las mañanas –al menos cinco de siete mañanas a la semana- el pelotudo había ido a tomar el micro a la rotonda. Había ido en el auto y lo había dejado ahí, para tenerlo a la vuelta. Pero resulta que la subida a la autopista estaba cortada por un grupo de pelotudos postergados que peticionaban a las autoridades. Con lo cual el micro no estaba pasando. Otros pelotudos que se habían clavado como él habían decidido irse a la Terminal, y el pelotudo los había llevado a todos. Y había dejado el auto en la Terminal. Pero a la vuelta ¡zas! Otra vez. Se había olvidado de esa movida y se había bajado en la rotonda. Obvio: no había encontrado el auto. Y se había boleado. Se había alunado, el pelotudo. Y así, medio boleado/alunado, se había largado a caminar.
Nadie sabe nada del pelotudo. Dejaron de verlo en los lugares que solía frecuentar. Se perdió. Se perdió a él mismo. Y se ve que no se puede encontrar. O no quiere encontrarse. O se fue. Simplemente se fue. Porque están quienes creen que el pelotudo perdió definitivamente la razón y anda por ahí, vagando, errante, sin norte ni sur ni este ni oeste. Y están los otros, los que aseguran que se hinchó definitivamente las pelotas y se fue, se rajó, fugó –como tanto pelotudo medio que termina plantando rabanitos en San Marco Sierra, cómodamente adormecido en una nube de pedos- en busca del borde, de la frontera más allá de la cual pueda apropiarse de su vida y hacer, como quien dice, de su pito un culo.
-          Por ahí el pelotudo tiene la ilusión de que hay una puerta de salida y un afuera- le dijo un pelotudo amigo del pelotudo a otro.
-          ¡Qué pelotudez! ¡Hombre grande…!- condenó ese otro.

1 comentario:

  1. A riesgo de sonar pelotudo fiero, solamente diré lo siguiente: excelente, caballero.

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