19/6/12

CAPÍTULO 19 Huellas y despelotudizadores

La condición de pelotudo con conciencia de clase –un pelotudo asumido, que reconoce un pelotudo en la imagen que le devuelve el espejo cada mañana- lo somete a un tormento insoportable: la certeza de su intrascendencia, de su finitud.
Está dicho: el pelotudo trasciende poco y nada y la muerte, para él, es una fecha de vencimiento insalvable. Su paso por la vida es, entonces, eso: un paso, fugaz y efímero. El pelotudo es, en el mundo terrenal –el único conocido hasta ahora, en la medida en que es el único que el hombre ha podido relatar sin que lo tomen por loco o endrogado-, un pasajero en tránsito. Pasa y listo, a la mierda, fue. No se queda. Casi no deja nada, más allá de recuerdos mejores o peores, más o menos perecederos, en un puñado de pelotudos que irán, de a poco, guardando esos recuerdos en rincones cada vez más recónditos de la memoria –son rastros, los recuerdos que deja el pelotudo medio, que se van borrando y van siendo tapados, reemplazados de generación en generación por huellas de los pelotudos que los recordaban vagamente pero también  mueren. Del polvo venimos y al polvo vamos, pensó el pelotudo y confundió todo, como siempre confunde todo porque es un pelotudo.
La conciencia de su finitud, de su intrascendencia, somete también al pelotudo al sentimiento corrosivo y corruptor de la envidia –no a padecerlo como víctima, sino como victimario. El pelotudo siente una envidia profunda y malsana por los que tienen algún don, alguna habilidad, cierta gracia que los recorta por encima del pelotón de pelotudos y les permite trascender, burlar su fecha de vencimiento, como estirarse más allá de la muerte y reducir la muerte, entonces, a un evento físico poco determinante, nada definitorio. Hay tipos y minas que, aunque los alojen seis pies bajo tierra y los conviertan en banquete de la gusanada, aunque los reduzcan a cenizas que se pierden en la inmensidad de un mar turbulento o de un río torrentoso o devengan abono de una de las áreas chicas de –un suponer- la cancha de Lanús, dejan marcas indelebles, una obra que los inmortaliza y los convierte en leyendas, estatuas, calles, escuelas, salas de lectura de bibliotecas de centro de fomento, canchas de padel y, lo mejor, en parte de la cultura de un pueblo equis.
El pelotudo tuvo un pico de envidia mientras caminaba como un pelotudo por la calle Sarmiento y recordaba, al cruzar Esmeralda, que en esa esquina Pipo Cipolatti se había bajado de un taxi una noche calurosa de sábado y se había comprado un paquete de pastillas Renomé para llevarse al cine a ver una de terror. En ese momento, una frase se recortó nítida de una conversación borrosa que mantenían dos chicas de menos de 20 –¡dos nenaaaaas!- que lo cruzaron como sin verlo.
-          Si la hacemos, la hacemos bien- dijo una de ellas.
El pelotudo hubiera apostado cualquier cosa: la chica no sabía de dónde carajo había salido esa expresión. Acaso nunca haya visto la repetición de un programa del Negro Olmedo, que había muerto antes de que ella naciera, pero tenía esa frase incorporada, porque la frase estaba en el diccionario, en el idioma, en el acervo popular, en la cultura callejera, en el rígido de la memoria emotiva de los argentinos. Y eso, al pelotudo, lo mata bien muerto de la envidia.
BUENOS DESPELOTUDIZADORES
Por eso -por la conciencia de su finitud y de su intrascendencia que lo angustian y lo cargan de envidia por los que dejan una huella indeleble en la humanidad y bla bla bla- el pelotudo ha probado todas las porquerías que hoy en día le ofrece al pelotudo medio el polirubro de la espiritualidad.
Se ha entregado a la romería de pelotudos menos pelotudos que él que se venden como buenos despelotudizadores y ganan fama y dinero tratándolo de pelotudo y tratando de concenverlo de que puede salir de pelotudo simplemente convenciéndose de que no es ningún pelotudo.
El pelotudo se masacra con el perversamente desopilante Claudio María Domínguez. ¿Tenés una vida chotita, chotonga?, le pregunta con una sonrisa pelotudísima de oreja a oreja, el muy sádico hijo de puta. Y el pelotudo va y se compra todos los libros y las revistas y se fuma los micros de la tele que pasan a la madrugada y los programas de radio que pasan en horarios chinos y no logra creerse un genio de la vida porque no logra entender qué carajo quiere decir Claudio María el despelotudizador cuando le dice que tiene que dejar de vivir la vida de otro y encontrarse a sí mismo para vivir la propia, porque en realidad piensa que estaría buenísimo vivir la vida de otro y no vivir la de él, que es la vida de un pelotudo que cinco de siete días a la semana tiene que levantarse como un pelotudo para ir a laburar, o sea a hacer lo que no tiene ganas de hacer porque tiene que ir a hacer lo que a otro pelotudo se le canta el quinto forro del culo que haga cuando se le viene en sus reputísimas ganas y encima tiene que viajar promedio tres horas por día para ir y venir de hacer eso que le rompe soberanamente las pelotas hacer cinco de siete días a la semana y no los cinco que él elige sino los que le elige el pelotudo con cargo.
Además se compró el libro de Confianza Total (www.confianza-total.com), que viene con unas alitas en la tapa y una leyenda irresistible que dice que muy de vez en cuando aparece un libro que realmente puede cambiar tu vida y dos minas con caras de exitosas. El combo, pergeñado por el gran despelotudizador Jack Canfield (Uno de los principales maestros de El Secreto y coautor de Los principios del éxito y Chocolate caliente para el alma, según la presentación que se hace el muy turro, que tituló un libro Chocolate caliente para el alma, como si el alma necesitara chocolate caliente... ¿El alma toma la leche con los amiguitos como los pelotudos de Carozo y Narizota? ¿El pelotudo de Ari Paluch se inspiró en el genio de Jack para sus combustibles espirituales? ¿Tan hijos de puta son que ni siquiera pueden inventar sus propias pelotudeces y se chorean entre ellos?) viene DVD, película (este apasionante film te dará la confianza necesaria para poder vivir tus sueños, aseguran, pero el pelotudo dice que él no quiere vivir sus sueños porque sería un pelotudo que viviría durmiendo y, se sabe, cocodrilo que se duerme es cartera, sino que lo que él quisiera vivir es una vida no tan de pelotudo, una de verdad, digamos) y cursos presenciales en teatros a los que el pelotudo, por supuesto, ya fue -y sigue siendo un pelotudo.
Se compró también los dos volúmenes de El combustible espiritual porque vio al pelotudo de Paluch una vez en el programa de tele de Gerardo Rozín diciendo que a él, que leyó a Osho y a otro montón de despelotudizadores transnacionales, la inspiración le baja, le baja, le baja, como el torrente sanguinoliento de una regla de primer día, pero al pelotudo lo único que le baja, le baja y no para de bajarle es la autoestima.
El pelotudo está endemoniado. Tiene el Diablo en el cuerpo y compra porquerías compulsivamente. El otro día estaba en la librería y no pudo resistir la tentación de comprarse Prende el optimismo, de Sergio Lapegüe, un libro esencial en el que el autor, famoso por conducir un programa de tele que ninguna democracia madura debería privarse de censurar, asegura tener la receta para una buena onda y un optimismo rozagantes: predisposición para recibir la buena noticia, la felicitación, la sonrisa amiga. Con eso, leyó el pelotudo, alcanzaría para atraer la felicidad, y se lo contó a un pelotudo amigo y el pelotudo amigo le contó las últimas noticias que recibió: la mujer se fue con un escultor indigente y le pide para la manutención del escultor (y para los pañales de la suegra incontinente, que se la dejó viviendo con él), el hijo menor se fue a estudiar biología marina al sur y le pide para la manutención de las ballenas francas de Península Valdez, la mayor se fue con un pibe a recorrer la América del Sur y le pide para la manutención de todos los pueblos originarios del subcontinente (y para el pibe que se la llevó a encontarse con sus orígenes y sus almas y la Pachamama y la reconcha de su lora), el jefe le cambió los francos (se los pasó al martes y al miércoles, salteado semana por medio) y unos chorros le entraron a la casa/le comieron la pizza fría que guardaba para el desayuno/le contaron el final de Dr.House/le garcharon al Boby. 
El pelotudo también se dejó llevar por consejos más imperativos: basta de miedos, de la Vivi Canosa, y ¡Pare de sufrir!, de ese pastor brasileño que, a la hora de las brujas, te ordena a los gritos que pares de sufrir enfrentando la cámara con la misma cara efedrínica de Maradona gritando el gol a Grecia en el fatídico mundial de Estados Unidos 94.
El pelotudo no falta nunca a las misas que ministra el Obispo Romulado (se pronuncia Gomualdo, con una G carrasposa, casi una J sería), un despelotudizador que todos los domingos mete tres lucas de pelotudos en una especie de templo/yopin del barrio porteño de Almagro y te garantiza la gracia de Dios, cura tullidos varios y te libera de los espíritus malignos que te atan a tu vida de pelotudo medio. Si no podés ir, Gomualdo tiene página en la interné (www.arcauniversal.com.ar), programa de tele, canal en iutub, feisbuc, tuiter y radio propia.
Igual no hay caso. El pelotudo no logra sacarse de adentro esa sensación de angustia que es como una acidez que le quema el esófago, como al pelotudo de Panigazzi. Y está empezando a desconfiar de las buenas artes de todos estos buenos despelotudizadores. Cada tanto, cuando tiene un ratito y revisa todo el material que amontona en la casa (los libros, los DVD, las revistas, el chocolate caliente y el combustible que chorrean en la alfombra), cuando alcanza a mirarse para sus adentros y en el espejo implacable del antebaño, llega a la misma, demoledora conclusión: ya vendrán tiempos peores.

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