13/6/12

Capítulo 18 ½ (No tan) sordos ruidos

Cuando se enteró de la muy interesante iniciativa de la Facultad de Periodismo de La Plata de unificar los baños y, de esa manera, derribar las tradicionales barreras sanitarias de género (barreras físicas pero sobre todo culturales, porque muchos pelotudos, acaso con el altruista interés de mantener la sensualidad de un sector de la población y la libido propia a resguardo de la acción corrosiva de los costados más escatológicos de las personas, siguen sosteniendo el mito de que las chicas no hacen caca o, en todo caso, si lo hicieran, que sus deposiciones olerían a delicadas fragancias –rosas, jazmines o praderas, ponele), el pelotudo, que le ve siempre el pelo al huevo porque es un pelotudo con dedicación exclusiva, pensó que el problema son los ruidos. Incluso se lo comentó a su madre: le dijo a su madre, que no se sorprende de sus pelotudeces porque lo conoce como que lo parió, que el problema de los baños mixtos son los ruidos. Y le explicó:
1)      El pelotudo medio es sensible –su pudor se eriza- a la trascendencia de sus actividades fisiológicas más allá de los límites de su privacidad, sean estos márgenes los que sean, porque no necesariamente la privacidad siempre es de uno, porque uno puede hacer cosas privadas de a dos, de a tres o con la cantidad de gente que más le plazca. O sea: a nadie le gusta que terceros que están fuera de su privacidad le escuchen sus vientos. De hecho, no hay situación más límite, más embarazosa, más dramática que la del novio que va a cenar por primera vez a casa de los padres de la novia y, acorralado por inclemencias gastrointestinales impostergables, advierte que el servicio está tan cerca de la mesa del comedor que la puerta no alcanzará para evitar la publicidad de sus actos si es que sus vísceras deciden ignorar las expectativas de su ser social y ponerle sonido a sus procedimientos. De ahí la metáfora popular: apretado como pedo de visita.
2)      Enfrentado al mingitorio, al pelotudo medio le gusta sentir en sus manos el peso de su virilidad -lo mensura con sutiles movimientos descendentes y ascendentes- y suele compartir el orgullo de macho con el amigo que, cómplice en ese ritual tan masculino, le dice faaaaa, loco, ahí tenés medio kilito de peceto, ¿no? Pero lo que más le gusta, lo que lleva al éxtasis al pelotudo medio varón es soltar -rajarse es la palabra adecuada, porque es una acción esmerada- un pedo bien sonoro -de esos que provocan la risotada adolescente incluso en la barra de amigotes cincuentones reunidos frente a la tele para ver Ferro-Brown de Madryn- mientras se echa una meada de ésas en las que se libera de la mitad de su peso en líquido. Sin ir más lejos, el pelotudo atendía hoy severas urgencias encerrado en uno de los cubículos del baño de la oficina cuando dos pelotudos entraron y -según pudo adivinar- se entregaron juntos al placer de esa meada reparadora frente a los mingitorios. Promediaba el trámite cuando un flato (del latín flatus: viento) largo y para nada discreto (un vetarrón, digamos), imprevisto como el estruendo de un pantalón que se rasga en una agachada imprudente, cortó el leve sonido de los chorros sobre la porcelana blanca y las bolitas igual de blancas de naftalina y conmovió los azulejos del recinto como un trueno en el sosiego de una noche calma de verano. Gracias, dijo uno y enseguida prrrrrrrrrrrr, la respuesta proporcional y el remate: Faltaba más, mandó el otro y los dos echaron a reír a carcajadas, felices, plenos y livianitos como boleadora de rhodesias.
- Sí: el problema de los baños mixtos son los ruidos- insistió el pelotudo y explicó: -Por el pudor de los pudorosos, porque quizá las chicas no estén dispuestas a tolerar las tradiciones de los pelotudos varones y porque ellos, ante la falta de mingitorios y con tal de no resignar esas ceremonias atávicas, ancestrales, van a terminar meando en los árboles de los jardines, como a todo pelotudo que se precie le gusta echarse una buena meada.

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