4/6/12

CAPÍTULO 16 Coger o no coger (cuando la duda no es la podonga)


El pelotudo no sabe si cree en las casualidades. Cree, más bien, que creer en las casualidades es una pelotudez. Que es una pelotudez creer siempre en las casualidades –en hechos fatales, fortuitos, atados a ningún otro que los preceda y los provoque-, porque a veces hay casualidades y a veces hay causalidades. O sea que no siempre las cosas pasan por casualidad, pero a veces sí. Pongámoslo así: el pelotudo, en realidad, cree en las casualidades, porque no cree que las cosas nunca pasen por casualidad y entonces admite la posibilidad de una casualidad, lo que significa que cree en las casualidades. Pero no de manera absoluta. No acepta que todo sea casualidad ni que admitir la existencia de las casualidades invalide las situaciones/hechos/acontecimientos/eventos que se producen a causa de otros –o sea, por una causalidad. En definitiva, el pelotudo se enrosca al pedo, porque cree en las dos cosas –casualidades y causalidades. Pero esto fue una casualidad, supone. Dos amigas le contaron el mismo día lo mismo. O sea: las dos le contaron el mismo día que les pasa lo mismo -lo que encierra dos casualidades juntas: que las dos, sin saber una de la otra, le cuenten a una misma persona una cosa y que a las dos les pase lo mismo-: resulta que las minas están con tipos que no se las cogen. El caso –los casos- es que ellas quieren que se las cojan, pero ellos no quieren cogérselas.

(Es muy probable que haya que cambiar definitivamente la forma de decir esto, y el desarrollo de este texto podría validar esta conclusión. Acaso haya que abandonar definitivamente el concepto de que los tipos se cogen a las minas y que si eso no sucede -si no se produce el acto sexual- es porque los tipos no se cogen a las minas, que es una idea machista y seguramente anacrónica, surgida del mecanismo biológico de la penetración, de la introducción del pene en la vagina como acción proactiva del hombre sobre la mujer, en el entendimiento de que la acción de penetrar involucra una voluntad y la de ser penetrada, en cambio, supone una actitud de pasividad, cuando, en rigor, la mujer, al ser penetrada, expresa su voluntad de ser penetrada en una actitud también proactiva que, además, habitualmente viene acompañada por otras iniciativas que denotan la toma de decisiones –besos, caricias y otros cachondeos. Será tiempo, entonces, de decir que los tipos quieren o no quieren coger y que ellas quieren o no quieren coger –no que quieren ser cogidas o que no quieren ser cogidas; no que quieren que se las garchen o que no quieren que se las garchen).

La cosa es que las amigas del pelotudo lo agarraron el mismo día para llorarle que están con pelotudos que –digamos- no quieren coger con ellas. Y que ellas les piden que se las cojan –perdón, les piden coger-, pero nada. Uno perdió el deseo sexual en el revoleo de una tormenta de ataques de pánico y cosas tan del pelotudo medio posmoderno –y parece ser que ya no lo encontró más. El otro prefiere ver películas –siempre prefiere ver películas a coger, el pelotudo.

Ahora bien: ¿será una casualidad o una causalidad que a las dos minas les pase lo mismo con dos pelotudos diferentes? ¿Será casualidad o será causalidad que los dos pelotudos ronden los 40 años? ¿Será casualidad o causalidad que las dos minas quieran y los dos pelotudos no quieran?

Las minas están espantadas. No hay hombres, dicen cada vez con más énfasis y menos margen para la duda o la refutación. Entre los que se animan a salir del placar y se revelan putos y los que no son putos pero no quieren coger, estamos al horno, lloran. Y el pelotudo medio siente que está condenado al desprestigio porque asegura, con rigurosa disciplina científica y ajustado lenguaje académico, que a ellas no hay poronga que les venga bien porque si les queremos dar a todas somos unos animalitos y si no les queremos dar, somos unos histéricos mariquitas.

Frente al lamento de las amigas, el pelotudo agravó la voz, se tomó la barbilla, frunció el ceño y ensayó una explicación con pretendido espesor sociológico que no escondía otra –vil- intención que la de escapar hacia tópicos que le ofrecieran un descanso a sus oídos y a sus huevos saturados frente al parloteo quejumbroso, desbocado, destemplado, cargado de sonoros esnifeos y de cambios permanentes de tono y de volumen al ritmo del ida y vuelta constante de la ira a la depresión, de los estallidos de furia a los sollozos asmáticos y flemosos.

Les dijo, el pelotudo –en rigor, con la primera de ellas balbuceó un poco porque iba improvisando, pero ya con la otra fue más convincente porque medio que se había aprendido el libreto y hasta se había convencido un poco de lo que decía- que probablemente/quizá/tal vez la culpa sea de la libertad –dijo culpa sin una carga negativa, como que quiso decir responsabilidad, consecuencia de. Que lo que acaso esté sucediendo es que hombres y mujeres sean ahora más libres para ser más honestos. Y que por ahí siempre hubo minas con ganas de coger y tipos sin ganas, pero ni las minas podían verbalizar sus ganas de coger –decirle a un tipo que se lo querían garchar, tomando ellas la iniciativa- ni los tipos podían admitir que no tenían ganas, porque ellas quedaban como unas putas y ellos como unos maricones aputasados; ellas, las atorrantas/fáciles/trolas/ligeras de cascos; ellos, traidores de la causa del macho argentino, ese implacable boiescaut siempre listo para servir a la Patria femenina, semental proveedor de esperma en cataratas. Hoy –les dijo el pelotudo- probablemente lo que esté pasando es que todo sea más transparente y tengamos que aceptar que hay de todo en la viña del señor, como en botica. O sea que el hecho de que a las dos minas les pase lo mismo podría tener algo de casualidad, pero también un poco de causalidad.

- ¿Pero por qué me tocan a mí los que no quieren?- le preguntaron casualmente las dos.

- Una puta casualidad- las consoló él, antes de que se pusieran a buscar causalidades en sus íntimos comportamientos, empezaran a tirarse tierra encima y lo atormentaran –a él, al pelotudo- con descarnados auto-flagelamientos sin final predecible.

6 comentarios:

  1. Muy bueno. Aunque me decepciona notar que siempre -en cualquier circunstancia- somos unas "rompehuevos" ante la mirada masculina. Es el sello universal que se le ha estampado al genero femenino.

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Matías! Y sí, Magic, es un estigma que, como toda generalización, es injusto, pero que las hay las hay!!! jajaja. Y nosotros tenemos nuestra cruz también: somos "tan básicos"... Gracias por leer! J.R.

    ResponderEliminar
  3. El tema no es que los tipos no quieren cojer, el tema es que no quieren cojerse siempre a la misma.

    ResponderEliminar
  4. Las minas no siempre quieren coger. Los hombres no siempre quieren coger. Una mina o un tipo que no coge ahora, no necesariamente no va a coger más, es decir, también tenemos etapas de cogidas, o, mejor dicho, la pulsión sexual sucede por etapas. Debe tener que ver con lo bio-psicológico. En primavera sabemos, como animales que somos, que la gente coge mucho más, como en la última quincena de diciembre y en la 1ra de enero (en nuestra Argentina). Como no siempre las etapas de la pareja coinciden, hay que negociar.
    Muy bien el pelotudo desmitificando. Me gustó lo que le dijo a sus amigas, es muy cierto, como también es cierto que la masturbación no es exclusiva del hombre (otro mito) ésto lo deben reconocer ellos. La mujer no habla de la masturbación, como no habla de los tipos con los que estuvo. Como el man es muy pija, siempre habla. Además, paradójicamente, la mina, cuanto más coge, más se masturba y si tiene problemas con su pareja merma su autodisfrute hasta llegar a la nada. Lo que sé del hombre es que si se masturba mucho más de lo que coge, probablemente le cuesten las erecciones cuando está en acción con una mina. A la mujer puede que le pase, pero por suerte puede disimularlo.

    ResponderEliminar