26/4/12

CAPÍTULOS 3 Y 4


El secreto de sus (ante)ojos


El pelotudo tardó bastante -unos cuantos años, decenas de años- en darse cuenta de que la pelotudez está en los ojos –en la mirada. O sea, que los ojos -la mirada- aportan, como ningún otro elemento del rostro, a la configuración de una cara de pelotudo. Como buenos lentes que son, es como si amplificaran los rasgos distintivos de la pelotudez y permitieran mirar para adentro del pelotudo -y entonces descubrirlo, aunque se esfuerce por esconderse, como también a través de esos cristales se adivina la tristeza, la alegría, la melancolía o el miedo. Por eso ahora –después de tardar tantos años en darse cuenta porque es un pelotudo y a los pelotudos las revelaciones se les demoran, se les estancan, se les empastan en las aguas pantanosas de su pensar moroso- el pelotudo usa anteojos de sol, oscuros, y cree que debería incluso usar de esos espejados si no dieran tan Johnny Tolengo.

Es cierto: hay caras de pelotudo que pueden tener epicentro en los ojos, pero son mucho más que la mirada. Hay pelotudos que tienen ojos de pelotudo, nariz de pelotudo, boca de pelotudo, dentadura de pelotudo, barba de pelotudo, granos de pelotudo, barritos de pelotudo, manchitas de pelotudo, lunares de pelotudo –y lunares con pelos de pelotudo-, verrugas de pelotudo… Son caras de pelotudo que sólo pueden ser ocultadas tras una careta de Bruce Willis –el actor de Duro de matar tiene la mejor cara de vivo, de pícaro, de ganador y, encima, de simpático.

Pero el pelotudo, este pelotudo miembro pleno del club mayoritario del pelotudo medio –un pelotudo normal, digamos… normatizado- cree que zafa de la cara completa de pelotudo y que su problema son los ojos, la mirada. Entonces ahora anda con los anteojos de sol, con lo que se siente un pelotudo menos evidente -y entonces, menos observado.

Además, encontró en sus gafas un aliado para evitar contactos no deseados. Vaya paradoja –el hombre se define por sus contradicciones, pensó el pelotudo, y otra vez se sintió bien, como cada vez que cree haber pensado algo importante, profundo, aunque generalmente son pelotudeces-: sus anteojos también le sirven para hacerse el pelotudo.

Porque el pelotudo es medio fóbico –o medio chúcaro, como dice su madre. Nada peor le puede pasar que encontrarse con un conocido en la parada del bondi que toma todos los días para ir a Buenos Aires y que el conocido se le siente al lado y le charle. No quiere hablar con nadie durante el viaje, el pelotudo. A menos que sea con un amigo muy cercano, y también un poco le hincha las pelotas. Y tampoco quiere entablar conversaciones triviales con otros pelotudos mientras espera el micro. Esa mañana, a las 8 estaba ahí, esperando el puto Costera. El primero vino lleno. Y lo dejó seguir. Hay que tener cuidado porque siempre se equivocan, escuchó que le decía el tipo de al lado. La reputísima madre que lo re mil parió, pensó. Un pelotudo parlanchín a las 8 de la mañana con este incipiente calor de mierda. Lo miró por reflejo –un reflejo de persona educada que no podía terminar de eliminar de su menú de reflejos, acaso por ser demasiado pelotudo. Pero enseguida corrigió y, escondida su mirada detrás de los anteojos, se hizo el pelotudo como que se colgó mirando a unos pelotudos que laburaban en la rambla con unos enormes caños y unas maquinarias que no es raro que capturen la atención de un pelotudo como él, y el parlanchín quedó hablando solo de lo más animado –descerrajó al aire un cargador de quejas por los errores habituales de los choferes en el conteo de los pasajeros, culpó a la tarjeta SUBE por complicar esa tarea y ensayó una larga secuencia de probables soluciones, con lo cual se identificó solito como un pelotudo con tiempo de sobra y, lo peor, con notable disposición para ocuparlo en pelotudeces. (El pelotudo no conocía a los operarios de la rambla, pero los incluyó en el Club del Pelotudo Medio por pertenecer, en forma indisimulable, al ejército de pelotudos que todos los días tienen que levantarse para hacer lo que no tienen ganas de hacer, o al menos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que ellos eligen, sino los que un pelotudo que se cree menos pelotudo elige por ellos)

Esos pequeños éxitos –esquivar un contacto, una conversación no deseada- generan raptos, fogonazos de satisfacción en el pelotudo, aunque son como estrellas fugaces, relámpagos en el firmamento de su pelotuda existencia. Al rato –rato largo- se dio cuenta de que eran las nueve y diez y seguía parado como un pelotudo en la parada del bondi. Había rechazado dos micros más porque también iban llenos y no quería viajar parado, pero a esa altura llevaba parado el mismo tiempo que hubiera estado parado pero en movimiento –¿uno está en movimiento aunque esté quieto adentro de algo que se mueve?, se preguntó- y ya habría llegado a Buenos Aires. Dos conclusiones pudo sacar en tiempo récord para un pelotudo al que la elaboración de conclusiones tampoco se le da fácil:

1)  Tres micros en más de una hora no es una buena frecuencia y por eso los micros pasan llenos, porque el servicio se desborda con la marea –creciente, encima- de pelotudos que viven en La Plata y trabajan en Buenos Aires.

2)  Ahora no le quedaba opción: tenía que esperar un micro que tuviera asientos disponibles porque, si además de haber esperado parado todo el tiempo que le hubiera demandado el viaje, se resignaba y viajaba parado, se recibiría con honores de pelotudo completo –además lo mataba la cintura y estaba eso de que no da viajar parado en un bondi que cuesta 15 mangos.

(En medio de la espera había considerado la alternativa de tomar una combi que recogió a seis o siete pelotudos un rato antes, pero al verlos saludarse a todos unos con otros, algunos de ellos con besos incluidos, se dio cuenta de que la elección lo integraría a una mini comunidad permanente de pelotudos que cada mañana no sólo viajaban a otra ciudad para trabajar, sino que lo hacían con espíritu de camaradería y, seguramente, hablando trivialidades de ésas que podrían, con la repetición, sumergirlo en caminos de ida sembrados de pastillas de colores.)


* * *

Esperando el micro (breve desvarío existencialista)


Se sabe: el pelotudo no pertenece al club selecto de los hombres libres. O sea, no está entre los tocados que pueden decidir no trabajar. En cambio, integra el pelotón de pelotudos (que el lector disfrute de esta cacofonía exquisita; es una genialidad del autor) que se levantan todos los días para ir a hacer lo que no tienen ganas de hacer –o al menos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que ellos eligen, sino los cinco que un pelotudo que se cree menos pelotudo elige por ellos. Ya se ha dicho: el pelotudo, que tarda en darse cuenta de las cosas porque es un pelotudo, no hace mucho llegó a esa conclusión demoledora: no es libre el tipo que tiene que levantarse todos los días para ir a hacer lo que no tiene ganas de hacer.

Cierto filósofo del optimismo decía que el hombre siempre es libre; que un instante antes de hacer lo que no quiere es libre de elegir no hacerlo; que siempre puede elegir. Y otro, que suele ser confundido con dos –con dos tipos-, planteaba que, aunque elija no hacer nada, el hombre, rodeado de sus circunstancias y sus posibilidades, hace, porque elige no hacer. O sea, que no hacer es elegir entre un menú de posibilidades –que no es pasivo el que elige no hacer nada, digamos, porque elegir es hacer algo.

¿El pelotudo medio puede elegir no ir a trabajar? Podría decirse que sí. No va a trabajar. No va un día, no va dos. No va nunca más. ¿Y? Se caga de hambre, sus hijos se cagan de hambre, la mujer lo echa de la casa por vago, un amigo lo banca unos días, una semana, lo echa y se va a lo de los viejos, si los tiene, y lo bancan más que el amigo porque los pobres viejos sienten ese compromiso filial/sanguíneo/fraternal y suelen –no siempre- tener la compasión fácil con los hijos. Pero pronto el pelotudo, que pensó que no trabajar sería el paraíso, se da cuenta de que se ha convertido en un leproso, incluso para los viejos, que le hacen notar –sin querer, ponele- su frustración –que qué hicimos mal y bla bla bla. Entonces, ¿es una opción no ir a trabajar? No. Para el pelotudo medio, no. El pelotudo medio, enfrentado a sus circunstancias, siempre decide ir a trabajar. No se siente, no es libre para elegir. Pero lo peor de todo es que la libertad del pelotudo medio se estrangula no únicamente con su condición de trabajador inexorable, sino que su devenir cotidiano es una cadena de estrangulamientos de su libre albedrío.

Todos los días el pelotudo medio espera el micro que lo lleva hasta Buenos Aires. ¿Puede no esperarlo? ¿Puede un día que se levanta hinchado las pelotas decir no, mierda carajo, no espero un carajo que venga el micro? ¿Puede un día que hace un calor del infierno decir a la mierda con el micro de mierda éste, no lo espero una mierda? El pelotudo medio no puede. Lo espera y ya, en cualquier condición física o meteorológica. Lo espera 
tarde lo que tarde –el otro día, sin ir más lejos, el pelotudo esperó el bondi una hora y cuarto mientras pasaban todos llenos y lo seguía esperando aun cuando se le ocurrió que nunca pasaría uno con asientos disponibles. En ese momento, el pelotudo es un pelotudo que espera el micro. Nada más. Mientras otros toman el desayuno, diseñan un puente, lijan una mesa, amamantan a un niño, manejan un taxi, cogen, mean, corren en la rambla, cavan una zanja en la rambla para enterrar un caño de agua, le pegan a alguien, cambian un cuerito, joden sigilosamente a miles de pelotudos con una gran estafa, el pelotudo sólo espera el micro –y mientras tanto capaz que está cayendo en la volteada del estafador, como buen pelotudo que es. (En una película la cámara giraría 360 grados haciendo eje en el pelotudo que espera mientras todo a su alrededor sucede en cámara rápida frente a la mirada perdida del pelotudo, mirada que acaso esconda detrás de sus anteojos de sol para disimular su pelotuda pasividad, cuanto mucho ejecutando algunas acciones mínimas que no podrían incluirse en la categoría “hacer” en el sentido de una actividad productiva o, al menos, que modifique/altere el orden del universo –ni ahí de subvertirlo-, como rascarse las pelotas, escarbarse la nariz, mandar un mensaje de texto o leer las ficciones que publica un diario, con lo que, además, estaría siendo estafado con carne podrida por un editor de periódicos y no se estaría dando cuenta, el muy pelotudo).

Si es cierto eso que decía un alemán famoso (por inteligente y por nazi, lo cual podría suponer una contradicción) de que el hombre cae en el mundo en pelotas y a los gritos y después se arroja a sus posibilidades para constituirse, o lo que decía un francés famoso (por sus náuseas), eso de que el hombre es nada porque no es sino lo que proyecta o puede ser; que es una cáscara vacía que se llena con la praxis, con lo que hace en la calle, entre otros hombres, en ejercicio de su libertad, el pelotudo que espera el micro está muerto en vida. El pelotudo muere cada vez que espera el micro porque no hace nada ni proyecta nada y, aunque proyectase algo, no tiene chance de éxito porque sólo elegirá esperar el micro y tomarlo.

Esperar el micro se convierte, así, en el sentido de la existencia del pelotudo mientras es un pelotudo que espera el micro. El micro es para el pelotudo lo que Godot es para Vladimir y Estragon en la obra de Beckett (los dos pelotudos no dejarán nunca de esperar a Godot, que nunca llega, pero ellos se quedan esperando). El micro es para el pelotudo el Perón del pueblo peronista, que espera al líder durante 18 años resistiendo, luchando, pero esperando. El micro es para el pelotudo el Enzo Pérez del pueblo pincharrata (los diarios dicen que Estudiantes vuelve a la carga por Enzo Pérez), que espera al mendocino con la esperanza de que vuelva el único que puede meter un cambio de ritmo, algo de explosión en un equipo que, desde que el Enzo se fue, se arrastra por el campo de juego con menos sorpresa que los finales de esas películas yanquis en las que el que nació para pito aspira a ser trompeta y, por obra y gracia del americandrim, ¡¡termina siendo trompeta, aun siendo flor de pelotudo!!

(La asociación de Esperando a Godot con el pueblo peronista que espera a Perón es choreada, con respeto y admiración, del tomo II de Peronismo, la descomunal obra del maestro José Pablo Feinmann).

ATRAPADO EN UNA NUBE DE PEDOS Y OTRAS EMANACIONES
La asfixia del libre albedrío que sufre el pelotudo no se agota –o, al revés, el albedrío del pelotudo no se libera- cuando sube al micro. En ese momento se convierte en un pelotudo que viaja en micro. Y no puede zafar de eso, de su condición de pasajero. ¿Puede el pelotudo rebelarse de su condición de pasajero y dejar de serlo antes de llegar a destino? ¿Qué margen tiene para la insurrección? ¿Puede elegir bajarse del micro y saltar de él en movimiento, cuando el bólido viaja a 100 kilómetros por hora? ¿Puede sin morir en el intento? Ni siquiera puede intentarlo, porque los micros éstos no tienen ventanillas y el chofer jamás le abrirá la puerta para saltar. ¿Puede bajarse en una estación de peaje? Puede, pero no puede. El pelotudo medio tiene que llegar al trabajo. Ya quedó demostrado: no es libre para elegir no ir. Puede serlo un día. Dos. Uno cada tanto. Pero no sistemáticamente.

Cuando sube al micro, entonces, se convierte en un preso. Y, para colmo, queda atrapado en una atmósfera viciada por manifestaciones corporales que el hombre –la mujer también, aunque cueste aceptarlo- libera una vez que se acomoda en el asiento de un transporte de media distancia –es como que se relaja y deja que sus procesos fisiológicos fluyan.

La costumbre –el acostumbramiento a las cosas- adormece los sentidos, lesiona la capacidad de percepción. Lo que está siempre en determinado lugar y en determinado estado deja de ser objeto de interpelación. El que vive en la zona del puerto no siente olor a pescado. El tic tac del reloj de pared de la cocina es insoportable, omnipresente para la tía que viene de visita, pero imperceptible para el dueño de casa. (La discusión sobre si el olor y el tic tac existen o no más allá de la percepción de algún pelotudo es tu mach y no tendrá lugar en estas líneas escritas desde una medianía sin pretensiones filosóficas)

Estamos acostumbrados a nosotros mismos, a lo que somos, a nuestro cuerpo, al cuerpo del ser humano. Y entonces perdemos de vista el asco que es: un enjambre de tejidos y secreciones (líquidos, pastas) más o menos pestilentes y más o menos viscosos que se escapan –o son liberados a semi voluntad- a través de orificios húmedos y pegajosos. El pelotudo convertido en pasajero de micro de media distancia –también el de larga-, relajado por el sopor o camuflado en la comunidad que transitoriamente integra, ventila gases (se tira pedos, digamos), bosteza, ronca, estornuda, tose… libera efluvios y humores que, encerrados en un habitáculo hermético, crean un microclima enfermo y hediondo que el resto de los pelotudos, en su doble rol de víctimas y victimarios, se fuman mientras alimentan -¡Eureka! ¡El círculo vicioso!

De todos modos, el pelotudo no se calienta mucho. Para él, todo este desvarío existencialista no es más que eso: un vahído pasajero, una perturbación transitoria, un lapsus. Una pelotudez. Mañana volverá a rascarse las pelotas y a escarbarse la nariz en la parada del micro. Y evitará cuestionárselo. Cree que es lo mejor, lo más digno de un pelotudo medio.

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