El secreto de sus (ante)ojos
El pelotudo
tardó bastante -unos cuantos años, decenas de años- en darse cuenta de que la
pelotudez está en los ojos –en la mirada. O sea, que los ojos -la mirada-
aportan, como ningún otro elemento del rostro, a la configuración de una cara
de pelotudo. Como buenos lentes que son, es como si amplificaran los rasgos
distintivos de la pelotudez y permitieran mirar para adentro del pelotudo -y
entonces descubrirlo, aunque se esfuerce por esconderse, como también a través
de esos cristales se adivina la tristeza, la alegría, la melancolía o el miedo.
Por eso ahora –después de tardar tantos años en darse cuenta porque es un
pelotudo y a los pelotudos las revelaciones se les demoran, se les estancan, se
les empastan en las aguas pantanosas de su pensar moroso- el pelotudo usa
anteojos de sol, oscuros, y cree que debería incluso usar de esos espejados si
no dieran tan Johnny Tolengo.
Es cierto:
hay caras de pelotudo que pueden tener epicentro en los ojos, pero son mucho
más que la mirada. Hay pelotudos que tienen ojos de pelotudo, nariz de
pelotudo, boca de pelotudo, dentadura de pelotudo, barba de pelotudo, granos de
pelotudo, barritos de pelotudo, manchitas de pelotudo, lunares de pelotudo –y
lunares con pelos de pelotudo-, verrugas de pelotudo… Son caras de pelotudo que
sólo pueden ser ocultadas tras una careta de Bruce Willis –el actor de Duro de matar tiene la mejor cara de
vivo, de pícaro, de ganador y, encima, de simpático.
Pero el
pelotudo, este pelotudo miembro pleno del club mayoritario del pelotudo medio
–un pelotudo normal, digamos… normatizado- cree que zafa de la cara completa de
pelotudo y que su problema son los ojos, la mirada. Entonces ahora anda con los
anteojos de sol, con lo que se siente un pelotudo menos evidente -y entonces, menos observado.
Además,
encontró en sus gafas un aliado para evitar contactos no deseados. Vaya
paradoja –el hombre se define por sus contradicciones, pensó el pelotudo, y
otra vez se sintió bien, como cada vez que cree haber pensado algo importante,
profundo, aunque generalmente son pelotudeces-: sus anteojos también le sirven
para hacerse el pelotudo.
Porque el
pelotudo es medio fóbico –o medio chúcaro, como dice su madre. Nada peor le
puede pasar que encontrarse con un conocido en la parada del bondi que toma todos
los días para ir a Buenos Aires y que el conocido se le siente al lado y le
charle. No quiere hablar con nadie durante el viaje, el pelotudo. A menos que
sea con un amigo muy cercano, y también un poco le hincha las pelotas. Y
tampoco quiere entablar conversaciones triviales con otros pelotudos mientras
espera el micro. Esa mañana, a las 8 estaba ahí, esperando el puto Costera. El
primero vino lleno. Y lo dejó seguir. Hay
que tener cuidado porque siempre se equivocan, escuchó que le decía el tipo
de al lado. La reputísima madre que lo re mil parió, pensó. Un pelotudo
parlanchín a las 8 de la mañana con este incipiente calor de mierda. Lo miró
por reflejo –un reflejo de persona educada que no podía terminar de eliminar de
su menú de reflejos, acaso por ser demasiado pelotudo. Pero enseguida corrigió
y, escondida su mirada detrás de los anteojos, se hizo el pelotudo como que se
colgó mirando a unos pelotudos que laburaban en la rambla con unos enormes
caños y unas maquinarias que no es raro que capturen la atención de un pelotudo
como él, y el parlanchín quedó hablando solo de lo más animado –descerrajó al
aire un cargador de quejas por los errores habituales de los choferes en el
conteo de los pasajeros, culpó a la tarjeta SUBE por complicar esa tarea y ensayó
una larga secuencia de probables soluciones, con lo cual se identificó solito
como un pelotudo con tiempo de sobra y, lo peor, con notable disposición para
ocuparlo en pelotudeces. (El pelotudo no conocía a los operarios de la rambla,
pero los incluyó en el Club del Pelotudo Medio por pertenecer, en forma
indisimulable, al ejército de pelotudos que todos los días tienen que
levantarse para hacer lo que no tienen ganas de hacer, o al menos cinco de
siete días a la semana, y no los cinco que ellos eligen, sino los que un
pelotudo que se cree menos pelotudo elige por ellos)
Esos
pequeños éxitos –esquivar un contacto, una conversación no deseada- generan
raptos, fogonazos de satisfacción en el pelotudo, aunque son como estrellas
fugaces, relámpagos en el firmamento de su pelotuda existencia. Al rato –rato
largo- se dio cuenta de que eran las nueve y diez y seguía parado como un
pelotudo en la parada del bondi. Había rechazado dos micros más porque también
iban llenos y no quería viajar parado, pero a esa altura llevaba parado el
mismo tiempo que hubiera estado parado pero en movimiento –¿uno está en
movimiento aunque esté quieto adentro de algo que se mueve?, se preguntó- y ya
habría llegado a Buenos Aires. Dos conclusiones pudo sacar en tiempo récord para
un pelotudo al que la elaboración de conclusiones tampoco se le da fácil:
1) Tres
micros en más de una hora no es una buena frecuencia y por eso los micros pasan
llenos, porque el servicio se desborda con la marea –creciente, encima- de
pelotudos que viven en La Plata y trabajan en Buenos Aires.
2) Ahora
no le quedaba opción: tenía que esperar un micro que tuviera asientos
disponibles porque, si además de haber esperado parado todo el tiempo que le
hubiera demandado el viaje, se resignaba y viajaba parado, se recibiría con
honores de pelotudo completo –además lo mataba la cintura y estaba eso de que
no da viajar parado en un bondi que cuesta 15 mangos.
(En medio
de la espera había considerado la alternativa de tomar una combi que recogió a
seis o siete pelotudos un rato antes, pero al verlos saludarse a todos unos con
otros, algunos de ellos con besos incluidos, se dio cuenta de que la elección
lo integraría a una mini comunidad permanente de pelotudos que cada mañana no
sólo viajaban a otra ciudad para trabajar, sino que lo hacían con espíritu de
camaradería y, seguramente, hablando trivialidades de ésas que podrían, con la
repetición, sumergirlo en caminos de ida sembrados de pastillas de colores.)
* * *
Esperando el micro (breve desvarío existencialista)
Se sabe: el pelotudo no pertenece al club selecto de los hombres libres. O sea, no está entre los tocados que pueden decidir no trabajar. En cambio, integra el pelotón de pelotudos (que el lector disfrute de esta cacofonía exquisita; es una genialidad del autor) que se levantan todos los días para ir a hacer lo que no tienen ganas de hacer –o al menos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que ellos eligen, sino los cinco que un pelotudo que se cree menos pelotudo elige por ellos. Ya se ha dicho: el pelotudo, que tarda en darse cuenta de las cosas porque es un pelotudo, no hace mucho llegó a esa conclusión demoledora: no es libre el tipo que tiene que levantarse todos los días para ir a hacer lo que no tiene ganas de hacer.
Cierto filósofo del optimismo decía que el hombre siempre es libre; que un instante antes de hacer lo que no quiere es libre de elegir no hacerlo; que siempre puede elegir. Y otro, que suele ser confundido con dos –con dos tipos-, planteaba que, aunque elija no hacer nada, el hombre, rodeado de sus circunstancias y sus posibilidades, hace, porque elige no hacer. O sea, que no hacer es elegir entre un menú de posibilidades –que no es pasivo el que elige no hacer nada, digamos, porque elegir es hacer algo.
¿El pelotudo medio puede elegir no ir a trabajar? Podría decirse que sí. No va a trabajar. No va un día, no va dos. No va nunca más. ¿Y? Se caga de hambre, sus hijos se cagan de hambre, la mujer lo echa de la casa por vago, un amigo lo
banca unos días, una semana, lo echa y se va a lo de los viejos, si los tiene,
y lo bancan más que el amigo porque los pobres viejos sienten ese compromiso
filial/sanguíneo/fraternal y suelen –no siempre- tener la compasión fácil con
los hijos. Pero pronto el pelotudo, que
pensó que no trabajar sería el paraíso, se da cuenta de que se ha convertido en
un leproso, incluso para los viejos, que le hacen notar –sin querer, ponele- su
frustración –que qué hicimos mal y bla bla bla. Entonces, ¿es una opción no ir
a trabajar? No. Para el pelotudo medio, no. El pelotudo medio, enfrentado a sus
circunstancias, siempre decide ir a trabajar. No se siente, no es libre para
elegir. Pero lo peor de todo es que la libertad del pelotudo medio se
estrangula no únicamente con su condición de trabajador inexorable, sino que su
devenir cotidiano es una cadena de estrangulamientos de su libre albedrío.
Todos los
días el pelotudo medio espera el micro que lo lleva hasta Buenos Aires. ¿Puede
no esperarlo? ¿Puede un día que se levanta hinchado las pelotas decir no,
mierda carajo, no espero un carajo que venga el micro? ¿Puede un día que hace
un calor del infierno decir a la mierda con el micro de mierda éste, no lo
espero una mierda? El pelotudo medio no puede. Lo espera y ya, en cualquier
condición física o meteorológica. Lo espera
tarde lo que tarde –el otro día, sin
ir más lejos, el pelotudo esperó el bondi una hora y cuarto mientras pasaban
todos llenos y lo seguía esperando aun cuando se le ocurrió que nunca pasaría
uno con asientos disponibles. En ese momento, el pelotudo es un pelotudo que
espera el micro. Nada más. Mientras otros toman el desayuno, diseñan un puente,
lijan una mesa, amamantan a un niño, manejan un taxi, cogen, mean, corren en la
rambla, cavan una zanja en la rambla para enterrar un caño de agua, le pegan a
alguien, cambian un cuerito, joden sigilosamente a miles de pelotudos con una
gran estafa, el pelotudo sólo espera el micro –y mientras tanto capaz que está
cayendo en la volteada del estafador, como buen pelotudo que es. (En una
película la cámara giraría 360 grados haciendo eje en el pelotudo que espera
mientras todo a su alrededor sucede en cámara rápida frente a la mirada perdida
del pelotudo, mirada que acaso esconda detrás de sus anteojos de sol para
disimular su pelotuda pasividad, cuanto mucho ejecutando algunas acciones
mínimas que no podrían incluirse en la categoría “hacer” en el sentido de una
actividad productiva o, al menos, que modifique/altere el orden del universo
–ni ahí de subvertirlo-, como rascarse las pelotas, escarbarse la nariz, mandar
un mensaje de texto o leer las ficciones que publica un diario, con lo que,
además, estaría siendo estafado con carne podrida por un editor de periódicos y
no se estaría dando cuenta, el muy pelotudo).
Si es
cierto eso que decía un alemán famoso (por inteligente y por nazi, lo cual
podría suponer una contradicción) de que el hombre cae en el mundo en pelotas y
a los gritos y después se arroja a sus posibilidades para constituirse, o lo
que decía un francés famoso (por sus náuseas), eso de que el hombre es nada
porque no es sino lo que proyecta o puede ser; que es una cáscara vacía que se
llena con la praxis, con lo que hace en la calle, entre otros hombres, en
ejercicio de su libertad, el pelotudo que espera el micro está muerto en vida.
El pelotudo muere cada vez que espera el micro porque no hace nada ni proyecta
nada y, aunque proyectase algo, no tiene chance de éxito porque sólo elegirá
esperar el micro y tomarlo.
Esperar el
micro se convierte, así, en el sentido de la existencia del pelotudo mientras
es un pelotudo que espera el micro. El micro es para el pelotudo lo que Godot
es para Vladimir y Estragon en la obra de Beckett (los dos pelotudos no dejarán
nunca de esperar a Godot, que nunca llega, pero ellos se quedan esperando). El
micro es para el pelotudo el Perón del pueblo peronista, que espera al líder
durante 18 años resistiendo, luchando, pero esperando. El micro es para el
pelotudo el Enzo Pérez del pueblo pincharrata (los diarios dicen que
Estudiantes vuelve a la carga por Enzo Pérez), que espera al mendocino con la
esperanza de que vuelva el único que puede meter un cambio de ritmo, algo de
explosión en un equipo que, desde que el Enzo se fue, se arrastra por el campo
de juego con menos sorpresa que los finales de esas películas yanquis en las
que el que nació para pito aspira a ser trompeta y, por obra y gracia del
americandrim, ¡¡termina siendo trompeta, aun siendo flor de pelotudo!!
(La
asociación de Esperando a Godot con
el pueblo peronista que espera a Perón es choreada, con respeto y admiración,
del tomo II de Peronismo, la descomunal obra del maestro José Pablo
Feinmann).
ATRAPADO EN UNA NUBE DE PEDOS Y OTRAS EMANACIONES
La asfixia
del libre albedrío que sufre el pelotudo no se agota –o, al revés, el albedrío
del pelotudo no se libera- cuando sube al micro. En ese momento se convierte en
un pelotudo que viaja en micro. Y no puede zafar de eso, de su condición de
pasajero. ¿Puede el pelotudo rebelarse de su condición de pasajero y dejar de
serlo antes de llegar a destino? ¿Qué margen tiene para la insurrección? ¿Puede
elegir bajarse del micro y saltar de él en movimiento, cuando el bólido viaja a
100 kilómetros por hora? ¿Puede sin morir en el intento? Ni siquiera puede
intentarlo, porque los micros éstos no tienen ventanillas y el chofer jamás le
abrirá la puerta para saltar. ¿Puede bajarse en una estación de peaje? Puede,
pero no puede. El pelotudo medio tiene que llegar al trabajo. Ya quedó
demostrado: no es libre para elegir no ir. Puede serlo un día. Dos. Uno cada
tanto. Pero no sistemáticamente.
Cuando sube
al micro, entonces, se convierte en un preso. Y, para colmo, queda atrapado en
una atmósfera viciada por manifestaciones corporales que el hombre –la mujer
también, aunque cueste aceptarlo- libera una vez que se acomoda en el asiento
de un transporte de media distancia –es como que se relaja y deja que sus
procesos fisiológicos fluyan.
La
costumbre –el acostumbramiento a las cosas- adormece los sentidos, lesiona la
capacidad de percepción. Lo que está siempre en determinado lugar y en
determinado estado deja de ser objeto de interpelación. El que vive en la zona
del puerto no siente olor a pescado. El tic tac del reloj de pared de la cocina
es insoportable, omnipresente para la tía que viene de visita, pero
imperceptible para el dueño de casa. (La discusión sobre si el olor y el tic
tac existen o no más allá de la percepción de algún pelotudo es tu mach y no
tendrá lugar en estas líneas escritas desde una medianía sin pretensiones
filosóficas)
Estamos
acostumbrados a nosotros mismos, a lo que somos, a nuestro cuerpo, al cuerpo
del ser humano. Y entonces perdemos de vista el asco que es: un enjambre de
tejidos y secreciones (líquidos, pastas) más o menos pestilentes y más o menos
viscosos que se escapan –o son liberados a semi voluntad- a través de orificios
húmedos y pegajosos. El pelotudo convertido en pasajero de micro de media
distancia –también el de larga-, relajado por el sopor o camuflado en la
comunidad que transitoriamente integra, ventila gases (se tira pedos, digamos),
bosteza, ronca, estornuda, tose… libera efluvios y humores que, encerrados en
un habitáculo hermético, crean un microclima enfermo y hediondo que el resto de
los pelotudos, en su doble rol de víctimas y victimarios, se fuman mientras
alimentan -¡Eureka! ¡El círculo vicioso!
De todos
modos, el pelotudo no se calienta mucho. Para él, todo este desvarío
existencialista no es más que eso: un vahído pasajero, una perturbación
transitoria, un lapsus. Una pelotudez. Mañana volverá a rascarse las
pelotas y a escarbarse la nariz en la parada del micro. Y evitará
cuestionárselo. Cree que es lo mejor, lo más digno de un pelotudo medio.
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