9/4/12

CAPÍTULO 1 La crisis del regreso


A las siete y media el pelotudo estaba en 32 y 120 esperando el bondi trajeado como un novio (un novio pelotudo que no había sido libre para elegir casarse), con pronóstico de 76 grados farenheit a la sombra y 350 días por delante antes de la próxima caipirinha en la playa. Portaba, el pelotudo, una cara de ojete como la de Lilita cuando anunció su paso a la clandestinidad después de cosechar 1,78 por ciento de los votos. El pelotudo había cerrado el año –su año laboral, digamos, el ejercicio- sin ganas de hacer un carajo y ahora, después de 15 días de reparadoras vacaciones, arrancaba otro igual, o peor: sin ganas de hacer no uno, medio carajo –el pelotudo, pese a ser un pelotudo, se daba cuenta de que intentar reparar 350 días de año laboral con 15 faquin días de vacaciones es una soberana pelotudez.

El pelotudo no pertenece a la elite, al club exclusivísimo de los hombres libres –o sea, los tipos que pueden decidir no trabajar. En cambio, integra el dramáticamente mayoritario ejército de pelotudos que se levantan todos los días para ir a hacer lo que no tienen ganas de hacer –o al menos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que ellos eligen, sino los cinco que un pelotudo que se cree menos pelotudo elige por ellos. El pelotudo, que tarda en darse cuenta de las cosas porque es un pelotudo, no hace mucho llegó a esa conclusión demoledora: no es libre el tipo que tiene que levantarse todos los días para ir a hacer lo que no tiene ganas de hacer –o al menos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que él elige, sino los cinco que un pelotudo que se cree menos pelotudo elige por él. Porque está el pelotudo que sale con la pelotudez de la vocación y dice: yo tengo el privilegio de hacer lo que me gusta. Pero la vocación no alcanza: más de un día a la semana el pelotudo con vocación (no es lo mismo que el pelotudo vocacional, que es un pelotudo de una pelotudez innata, congénita, inmanente a su ser, como el que dice que nació para doctor o para nueve de Boca, pero en su caso para pelotudo; como el disparo que sale del botín del centrodelantero con destino de gol, el pelotudo vocacional es un pelotudo pre-destinado: sale del vientre materno con destino de pelotudo) no tiene ganas de ir a honrar su vocación –tiene mucho sueño, durmió mal, hace mucho calor, le duele un huevo, lo que sea- y tiene que ir igual. No puede elegir no vocacionar ese día. Y va hinchado las pelotas.

La cosa es que la membresía a esta mayoría de pelotudos convierte al pelotudo en algo peor todavía: un pelotudo medio –sombrío, opaco estrato el de la medianía.

Uno tras otro, los bondis que debían llevarlo hasta la puta Buenos Aires pasaban llenos. La posibilidad de ir parado no era siquiera eso (una posibilidad), porque, además de que no da ir parado en un bondi que sale 15 mangos, pensó el pelotudo -que además de pelotudo tiene esos razonamientos de miserable que innecesariamente le agregan razones a sus migrañas-, se había estado haciendo el pendejo en el mar y lo mataba la cintura, porque en vez de andar con la tabla sobre las olas se la había pasado revolcándose abajo del agua en violentas contorsiones contraindicadas para cuarentones.

Al quinto bondi lleno decidió probar suerte en la terminal, donde podría subir con el micro vacío y elegir el asiento que más le gustara. Una pelotudez. Después de volver a subirse al auto, estacionar y caminar dos cuadras al rayo del sol, notó rápidamente que la estación de ómnibus estaba hasta las pelotas. Y la explicación estaba expuesta en un cartelito escrito a mano (a mano alzada, como a la pasada, como una pelotudez medio sin importancia) y pegado en la ventanilla de la boletería: “Todos (no algunos, TODOS) los servicios demorados por el recambio”. Claro, cayó el pelotudo: 1 de febrero. La cola para abordar tenía una cuadra y mayormente recorría un sendero bañado por el cálido sol de la mañana estival, con lo que el pelotudo se imaginó con su traje (oscuro, el traje del pelotudo), su corbata y sus medias (medias de pelotudo) transpirando como monja con atraso y volvió a cambiar de planes –o retornó al anterior, al A, que ya había fracasado. Volvió a subirse al auto, enfiló para 32 y 120 y recorrió esas cuadras con la certeza de que el viaje iba a ser un dolor de huevos de cualquier manera porque pensó que miles y miles de pelotudos que habían veraneado en la Costa en la segunda quincena de enero muy probablemente hubieran creído tener una idea brillante y le hubieran dicho a sus esposas: vieja, no volvamos el 31 que va a ser un caos la ruta; mejor viajemos el primero a la mañana que seguro viajamos re tranqui. Seguro, pensó el pelotudo, que habrían pensado eso miles y miles de pelotudos sin conciencia de clase, una carencia que al pelotudo lo hace doblemente pelotudo porque no tiene asumida su condición de pelotudo medio y entonces no reconoce su incapacidad de pensar diferente, de razonar con originalidad, y no advierte a tiempo que la brillante idea que se le ocurre es la misma que se les ocurre a sus miles de pares –esos miles, acaso millones de pelotudos sin conciencia de clase. Se da cuenta cuando la cagada ya se la mandó y ya no tiene retorno –ni de la cagada ni de la ruta, que en ese caso es lo mismo.

La duda se le clavó en el costado al pelotudo: comerse el garrón de la autopista colapsada parado en el bondi pero sin manejar o manejando su auto pero al menos sentado. Se sintió más pelotudo que nunca cuando notó que pasaban los minutos y no lograba resolver tan pelotudo dilema. Y hasta estuvo unos instantes parado con el auto en la rotonda -parado medio como el culo- hasta que la vergüenza de estar ahí parado como un pelotudo lo empujó hacia la Autopista pilotando su propio auto –salió casi arando, como caliente, como envalentonado por haber tomado una faquin decisión, el muy pelotudo-, con la certeza de que minutos después estaría atrapado en una marea de pelotudos enchapados en sus autos caros –todos los autos son caros, no hace falta ser muy poronga para tener un auto caro porque son todos caros.

Y sí: la auto-pista se convirtió en auto-garrón apenas después del primer peaje y así fue, hasta el final mismo del viaje. Y no tardó, el pelotudo, en darse cuenta de que entre el pelotudo adormecido que tomaba caipirinha en la playa con cara de pelotudo medio ganador y sin que nada le calentara un reverendo huevo hasta este pelotudo sacado que puteaba a sus pares por la más mínima pelotudez mientras intentaba superar el embotellamiento pasando a los demás coches por encima habían pasado apenas 48 horas –el carrusel de la vida, pensó el pelotudo, y se sintió bien, como si hubiera pensado algo importante, profundo.

Cuando llegó a destino, notó que la manecilla grande de su reloj había dado dos vueltas completas desde que había salido de su casa. O sea: había perdido dos horas de su valioso tiempo –él cree que es valioso- sólo en ir a trabajar. Y cayó en la conclusión, otra vez, de que vivir en una ciudad y trabajar en otra es una soberana pelotudez. (El pelotudo es de sacar una misma conclusión varias veces, lo que supone otra inmejorable pelotudez porque todas las conclusiones que siguen a la primera, sin son iguales, no aportan absolutamente nada salvo al convencimiento, que es un ejercicio de tibios. No obstante, lo bueno de este pelotudo es que sí tiene conciencia de clase, o sea que se reconoce, se asume un pelotudo; se mira en el espejo y ve un pelotudo y dice: mirá qué pelotudo este pelotudo. Y eso, aunque no alcance para sacarlo del club del pelotudo medio, acaso lo exalte un poco porque, lo dicho: nada peor que un pelotudo inconsciente)

Vivir en La Plata y trabajar en Buenos Aires es una pelotudez típica de cierto platense medio pelotudo (medio pelotudo o medio y pelotudo, da igual) que cree que trabajar en Buenos Aires da bien… como que te despuebleriza y te hace un tipo más de mundo, más global, como si no aplicara cualquier pelotudo para un trabajo en Buenos Aires, como si hiciera falta una calificación especial, algún talento extraordinario, alguna gracia singular, algún posgrado en el em-ai-ti (cuando el pelotudo presumido de ouvercualifaid habla del Instituto Tecnológico de Massachusetts, cuyas siglas en inglés son MIT, tiene que hablar del em-ai-ti), cuando, en rigor, en Buenos Aires se trabaja rodeado de pelotudos como en cualquier otro lado. O sea: no está lleno de genios ni de niños prodigio. No hay en cada escritorio un Einstein ni un Bruno Gelber ni un Claudio María Domínguez ni un Guillermito Fernández ni un Marcelo Marcote. Pero eso el pelotudo nunca lo dirá y observará con disciplina religiosa el pacto de silencio que selló, con la sangre indeleble del miedo al ridículo, con sus compañeros de farsa. Admitir que cualquier pelotudo puede tener un trabajo en Buenos Aires y que por trabajar en Buenos Aires destina de tres a cuatro horas diarias más al trabajo que sus conciudadanos tendría consecuencias dramáticas: de pelotudo medio –raso, digamos- ascendería, sin escalas, a pelotudo completo. Y nadie es tan pelotudo.

4 comentarios:

  1. ¿Quién te dijo que podías publicar mi biografía, pelotudo? Abrazo, JP Alvarez.

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  2. Este pueblo es demasiado chico para dos pelotudos caracterizados. Pero tendrás tu parte del botín, JP.

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  3. Pero no podés negar que a veces perdés la consciencia de clase. Un buen pelotudo medio tiene ratos en los que se cree más que eso, como buen pelotudo.

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  4. Y sí. Si no, sería minero y no expondría públicamente la pelotudez -el pelotudo con conciencia de clase reprime su vanidad, lo que, al mismo tiempo, lo hace menos pelotudo.

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